La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 22 de julio de 2018

FALLO DEL II CERTAMEN DE POESÍA POR LA AGRICULTURA.




Reunidos en Guadix, a día 21 de agosto de 2018, el jurado formado por:

Presidente:  Don Manuel Huete Alcalde.

Vocal: Doña Adoración Hernández Montalbán.

Vocal: Doña Carmen Hernández Montalbán.



Acuerdan:

1.      Conceder los galardones siguientes:

                       

Primer premio:

Juan F. Pelayo por el poema “Alabranza”.



Segundo Premio:

Alberto Luis Collantes Núñez, por el poema “Sedientos trigales”.



Menciones especiales a autores locales:
1ª  PREMIO: 
José Antonio Cascales Rosa, por el poema “Tiempo de Eras”.

A LA PARTICIPACIÓN: 
2º Rafael Bailón Ruiz, por el poema "Estío".

3º Isabel Pérez Aranda, por el poema "Tierra".

4º José Manuel Raya Medina, por el poema "Huesos de santo".

5º José María Molas Tresserras, por el poema "Poemo por una rosa". 

La entrega de premios tendrá lugar en un acto público el día 3 de agosto, a las 20, 15 h. en el Patio del Exmo. Ayuntamiento de Guadix, 

domingo, 15 de julio de 2018

HEBRA. Revista Literaria.Nº4, julio 2018


ISSN 2605-0854


SUMARIO


Jurado: 
Justa Gómez Navajas (Docente, profesora de derecho)



POESÍA: 







RELATO: 












DE PUNTILLAS, por Isabel Rezmo


Llegó sin avisar,
sobornando las yemas de los dedos.
Inmediatamente después de un suspiro.
Aquel que atravesaba el círculo concéntrico de los labios.
Se quedó inmóvil como una tapia en la madrugada,
encendiendo las mejillas de un dormitorio.
Costaba mover la sangre,
el cuerpo, las piernas; el verbo,
La caricia, la mirada que no se ve,
el cáliz o la termita.
Pero llegaba. Llegaba como si el amanecer
estuviera adormilado por la aurora,
por el fresco rocío de los desiertos.
Los tulipanes yacían en el suelo,
las gárgolas no querían ver el lugar de los
relojes.
Y Dios era testigo, testigo inerte
de la absurda rutina que mata de hambre
el placer y el sexo.

MORIR DE OLVIDO, por Lourdes Páez

Pintura de Fernando Botero



Llegó sin avisar. Nadie le esperaba aquella mañana, justo a los seis meses y una semana de concepción. Su madre había hecho todo lo posible durante el embarazo por perderlo. Prostituta en activo, desahuciada por un cáncer no tratado, sin ayuda de nadie y adicta al alcohol, no contaba en sus planes con un hijo…
----
Cada mañana se sentaba en la mesa de la esquina junto a las cristaleras de aquella cafetería,en la Plaza de Sagasta con Solferino. Solía tamborilear la madera con sus dedos costumbre “de viejos”, como él la llamaba, seguramente heredada de algún antecesor que desconocía mientras esperaba ser atendido por la camarera. Desde su posición, degustando plácidamente el café matutino, escudriñaba y criticaba para sí, o para los otros clientes que le circundaban en el interior, las bajezas de los que se sentaban en las mesas del exterior o los transeúntes.
“La vieja esa… Parece que no se da cuenta de los años que gasta. Maquillada como una vulgar ramera, y con un vestido tan corto como su vergüenza. Qué ridícula…” Pensaba José, repasando con mirada torva a la mujer más cercana a su mesa, justo al otro lado del cristal, que, sin compañía, miraba a ratos el móvil como si rehuyera con él su rotunda soledad.
“Y el sarasa aquel. Estará buscando planes. Se verá bonito con las gafas de sol. Mira la ojeada que les echa a todos los chavales que pasan… Qué asco de afeminados. No puedo con ellos” Proseguía, en una incesante sarta de improperios.
Y así, todo ese escaparate mundano de la cafetería, que pasaba ante sus ojos durante media hora, le servía a José para desquitarse de alguna amargura pasada que lo había convertido en un ser deleznable.
Llegó un día a la mesa más cercana a la de José una chica extranjera. Miraba el móvil nerviosa, con la impaciencia de quien esperaseuna llamada que le arreglarade golpe todos los problemas. No había apurado aún su café ni había recibido la ansiada llamada, cuando una voz ronca la sacó de su ensimismamiento.
“Oiga. Ahí no se puede usted sentar. Esa mesa está ocupada”.
Ella, molesta y contrariada a partes iguales, ignoró la advertencia de José. Tras un minuto de silencio, el anciano golpeó la mesa de la chica, que no salía de su asombro.
“Que te vayas de aquí, panchita”. Le gritó.
Ella no se movió. La camarera que solía servirle el café a José se acercó, y, aunque temerosa de la reacción del viejo, intentó hacerle entrar en razón. Y fue en vano, porque él continuó gritándole a la chica, que aguantó el tipo sin decir palabra, hasta que, a los pocos minutos, se echó a llorar. En ese instante, José se levantó de su silla y se dirigió a la puerta amenazando a los camareros de la barra con no volver más a la cafetería.
A la mañana siguiente, José llegó al local más temprano que de costumbre. Desde su mesa lanzó una mirada alrededor para asegurarse de que todo volvía a estar como siempre. Le pidió el café a la camarera y, aprovechando su cercanía, en un tono casi imperceptible, le preguntó por la chica del día anterior. La camarera le explicó que, al consolarla, le había contado sucintamente su triste historia. “Es una pobre chica, don José. Vino a España engañada, se ha quedado embarazada, y no tiene para comer. Ayer esperaba la llamada de una persona que la iba a ayudar con lo del niño… No quiere perderlo, ¿sabe usted?… Peroesa persona no la llamó”−le comentó al anciano.
José pasó la media hora del café ensimismado, siguiendo con mirada hosca a todo el que pasaba ante la cristalera,pero sin decir, inusualmente, palabra alguna.
A aquel silencioso día le siguieron varios más. También en silencio. Los camareros se miraban extrañados por el cambio de actitud en el viejo. Incluso hubo días en que ni siquiera apareció por la cafetería.
Una mañana, sentado en su mesa de siempre, José pidió a la camarera de siempre que se acercase, y,sacando un abultado sobre del bolsillo de su chaqueta, le susurró al oído: “dale esto a la muchacha sudamericana si vienepor aquí”.
Pero la chica nunca apareció. En las noticias de unas semanas después contaron que habían encontrado el cadáver de una prostituta ecuatoriana en el Parque del Polígono Oeste. Había intentado escapar de las redes de una mafia que la trajo engañada desde su país para trabajarcomo secretaria en España... Estaba embarazada de seis meses.
“¿Sabes? −Le dijo aquel día a la camarera,con enorme pesar, mientras daba vueltas insistentemente al café con la cucharilla−.Ese niño… Ese inocente niño debí haber sido yo”.

RETRATO DEL DESEO, Consuelo Jiménez



Llegó sin avisar en el fragor del trueno,
las nubes alborotadas se alzaron en clamores.
Destilaba anhelo el roce,
la piel ardía bajo el arco de la quimera.
El viento eyaculaba en la mañana,
el cascabel sonaba en la hoguera.
Los ojos se adueñaron de salvajes latidos,
el frenesí de las olas arrebató la pereza al mar,
un húmedo acento aderezaba los instintos,
mientras el placer febril palpitaba cerca, 
muy cerca del deseo.
Y así te guardo amor, con recelo, 
temiendo a las cenizas vagando en mis dedos.



                                  


LUCÍA, por Tomás Sánchez Rubio.






Llegó sin avisar. Al abrir los ojos, Lucía lo vio sentado en una silla al pie de la cama, muy derecho pero a la vez con gesto cansado. El sol de abril le bañaba el rostro. Al principio contempló su perfil, pero el joven volvió la cara de pronto y la miró sonriente. Era como si hubiese presentido que por fin ella había despertado. No sabía cuánto tiempo llevaba en el hospital. Su último recuerdo es que estaba lavando los cuatro cacharros de la semana, en su banquito frente al fregadero -dichosa artrosis...-, y se puso todo negro... Había sentido, durante todo el día, un fuerte dolor en el pecho... Habría cogido frío seguramente...
“La saqué a paseo.
Se me constipó...”

Le era familiar esa frescura en la mirada: unos ojos claros, alegres, fijos en los suyos. Aunque estaba sentado, lo adivinaba alto, como ella: la “larguirucha” de la clase...

“Eres alta y delgada
como tu madre...”

Su presencia, no sabía bien por qué, le recordaba aquellas tardes a la salida del colegio junto a sus compañeras; un colegio que pronto  fue obligada a dejar por la muerte de su madre. Tenía que ocuparse de su padre y de sus hermanos. 

“Debajo un botón, ton, ton,
que encontró Pachín, chin, chin...”

Después se casó, pero Juan la dejó pronto. Se reían sus vecinos porque era más bajo que ella; sin embargo, se trataba de un ser de corazón enorme. A diario se acordaba de él...

“Yo soy la viudita
del conde Laurel...”

Pasó el médico y le dijo que estaba recuperada, que esa misma mañana le daría el alta y podría volver a casa. No, no tenía hijos. Solo un sobrino que de vez en cuando la visitaba. Sin embargo, su vecina, Asunción, estaba siempre pendiente de ella... Asunción, que tenía una llave, fue quien la encontró “caída a todo lo largo” en la cocina...

Bueno... La verdad es que “casi” tuvo un hijo. Se malogró poco antes de cumplírsele los seis meses de embarazo: una caída en la azotea mientras tendía la ropa... Ahora sería un hombre alto, moreno como ella...

¿Dónde está? ¿Lo ha visto usted, doctor? Estaba ahí sentado. No, no era familia...

Adiós, adiós....

“Mambrú  se fue a la guerra,
Mire usted, mire usted, que pena... “


DESATINO, por Isabel Pérez Aranda.


Llego sin avisar, como llegan las tormentas de verano, con una furia inusitada, anulando todo lo existido hasta el momento, añadiendo dolor y desconcierto.
Desde ese instante, construir mentalmente cada año de olvido, cada mes señalado, cada día de sol, cada noche de luna, cada hora infinita de horror. Se deshizo el hechizo.
La espiral de demencia había comenzado, la prueba más dura nos hundió en la indigna incomprensión.
En los últimos segundos de existencia, cabalgaron su delirio en la más absoluta soledad,
sin respuesta sin un porqué, y nada, nada nos consoló.
Fue todo un despropósito, un mal sueño, una realidad tan real, que mareaba,
¿Qué queda de una vida cuando se acaba?
¿En qué momento paro el tiempo para ellos?
¿En qué sueño sus sueños olvidaron?
¿Cuándo y cómo sus huellas dijeron basta?
Se abandonaron en un amor mal entendido, se arrastraron el uno al otro a la desidia o quizás, les supero la vida, que también les llego sin avisar.

ADVENIMIENTO, por Gloria ACosta


Pintura de Nacho Puerto


Llegó sin avisar. Los demás tuvieron tiempo de prepararse, de hacerse a la idea y algunos de no estar para verla, pero a ella le sorprendió su presencia como una visión intempestiva. Tuvo que aguzar la vista para arrancar en ella algunos rasgos familiares. El brillo joven de la mirada había dejado paso al velado opaco de viejos ojos de mujer vieja, de oscuras bolsas recorriéndolos, de pestañas pobres y lagrimeo continuo. El cabello fino y encanecido no guardaba ni un resquicio de su antiguo esplendor, perdida ya su marca de identidad cuando lo paseaba ondeante en las tardes de amigos. La tez se asfixiaba oscurecida por manchas que salpicaban el rostro formando traviesos dibujos arremolinados en las mejillas flácidas, en la frente y sobre todo en las manos. ¡Ah... las manos! Apoyadas en las muletas que sostenían el peso de su cuerpo seco, como garras huesudas de nudosos sarmientos ¿a quién acariciarán con el tacto áspero de aquel tiempo muerto? Observó por último los labios apretados que dibujaban la línea horizontal de un camino sin recorrer.
 Apartó la vista de su inminente vejez en el espejo deseando no haber despertado nunca del coma.

IRRUPCIÓN, por Javier Gilabert



Lo hizo: simplemente apareció
en una rutinaria prueba médica,
un dato en un papel, una palabra,
cambió el significado de su vida.

LA HERENCIA, por Antonio Peláez Torres



Llegó sin avisar, pero ya lo esperaba. El fulgor en el cristal de la lluvia, alambicada por los fugaces rayos de sol, que se colaban chisporroteando entre las nubes caprichosas, era más poderoso que el brillo de la herida de sus labios. La lumbre poblada de inquietos duendes rojos, traviesos pero mansos, lamía con vibraciones de calor la memoria del gato; y lo devolvía a sus orígenes más primitivos. La mecedora balanceaba perezosamente el tiempo espesado por la rutina. El viejo reloj de pared desgranó su monótono rosario de las doce con las dos agujas amenazando el techo. En los posos de la taza del café libaban un par de moscas nerviosas lavándose de vez en cuando la cara con sus patas delanteras. Por las rendijas de la ventana entraban unos alfileres de vientecillo fresco que morían entre los cálidos abrazos del  ambiente espeso del hogar. No había muerto el invierno ni había llegado la primavera pero ya se intuía el despertar de la vida bajo tierra. Mil años después de que se fuera, llegó. Sin avisar, pero ya lo esperaba. En la madera reseca y lastimada de la puerta tocó con los nudillos despertando un uno eco sordo y lejano…tan desconocido como esperado. Venía con el alma roída por la pena y el hambre poblándole el estómago. Aquella casa de la que tuvo que irse también era suya. O eso creía. La navaja le pesaba en el bolsillo como un pecado sin perdonar. Su hermano se levantó de la mecedora con la pereza de siglos, sin prisa. Sabía que el tiempo no podría adelantársele. Descolgó la escopeta del dieciséis y sacó los dos cartuchos de la bolsa de plástico descolorida por la espera. La cargó y con la tristeza en los ojos avanzó hacia su destino. No habría explicaciones. Las afrentas había que lavarlas con sangre.


LOS ALTARES SANTIFICAN LOS MUERTOS, por Maribel Montero Muñoz



Llegó sin avisar, el amanecer.
Me sorprendió a lomos de mi caballo, sudoroso tras su aventura nocturna. No hubo tiempo de alcanzar el pedestal.
El sol en los ojos y con él la catástrofe, la revelación de mi otra naturaleza, la de los héroes, la de las montañas. El sol fragua sus cementos. Lo mineral cuaja en mí, con su núcleo cerrado, su imposible expansión.
Cuando cae la noche bajo de mi pedestal de héroe a caballo, fiando mis movimientos a la oscuridad, y cruzo los límites engañosos de lo real. 
En las galerías subterráneas de mi ciudad hay extensos bosques por los que galopo a lomos de mi corcel. Lucho y venzo de nuevo, revalidando las gestas de los hombres que marcaron el destino de otros hombres.
Me entrego al ritual de espadas que me hace soportables las horas de luz lentas e inoperantes que vendrán después.
Ahora estamos mi caballo y yo en mitad del césped. El pedestal visto desde aquí es frío, inaccesible. Un altar que santifica la muerte.



MALDITA MUERTE, por Esneyder Álvarez.



Llegó sin avisar, sin ser invitada,
llego para no permitirme verte,
llego para no permitirme besarte,
llego para no permitirme hacerte el amor,

Llego sin avisar y acabo con mi corazón,
mis días se nublaron,
mi corazón ahora llora desconsolado,
mi alegría se ha desterrado,

Llego sin avisar,
maldita muerte, al cielo te ha llevado
tu cuerpo en ataúd ha sido guardado

pero nuestro amor jamás será sepultado.

EL REGRESO, por Dori Hernández Montalbán.




Llegó sin avisar, revestido de cierta angustia y desasosiego. Parecía un druida, un aparecido en mitad de la montaña, un anciano buhonero que hubiera perdido todos sus cachivaches por los caminos más remotos de la tierra.
Lo primero que hice fue prepararle algo de comer, después conversamos largamente bajo el cielo estrellado:
- Dios Escribe en la noche –balbució – pero ¿para quién escribe? ¿a quién de nosotros dirige el aliento de sus sílabas? ¿Por qué se molesta en hablar con los hombres? Los hombres que somos menos que viento y ceniza, absurda quimera de dolor y vacío. Él, sobre todo él, el Dios con mayúsculas de nuestros mayores, el gran ausente, el viajero eterno, el gran demiurgo que sostiene con hilos invisibles el cuerpecillo de los pájaros. Él, que duerme bajo los girasoles. Él, el que no necesita casa, y si acaso la necesita, no es más que un inmenso paraguas abierto, refugio y defensa de toda inclemencia. Tranquila nena, todavía no he perdido la cabeza, lo sé, sé lo que estás pensando; no tiene sentido hacer fuego en mitad del hielo ¿verdad? ¿Sabes? no tienes malas vistas desde aquí. No, no digas nada, se que necesito un baño de al menos media hora en remojo, lo sé. “En remojo”, tía Elo utilizaba mucho esta palabra, “remojo”. Ella me decía: “eres demasiado ruidoso hijo, dejas a todos desconcertados con tus extrañas reacciones. Ella no comprendía la excentricidad del noctámbulo, siempre goteando nostalgia durante el día. No temas nada nena, no hay porqué preocuparse. Todavía conservo el pequeño refugio de la sierra, hacia allí me dirijo. No quiero que nadie sepa de mi regreso, guardarás el secreto ¿verdad? Desde allí observaré la mentira del mundo y volveré a escribir, tú firmarás mis novelas, pues a mí me dieron por muerto, como sabes, hace algunos años. Quiero seguir así. Mi desaparición me ha librado al fin de ella y de mí sin proponérmelo. Allí arriba únicamente me preocuparé del brezo  y la nieve. En la cumbre no importa lo que se sabe ni lo que no se sabe. Bermejo se ocupará de las provisiones y de todo lo demás. Sentirme libre es casi mejor que serlo ¿No crees? A la poesía le gustan los cisnes de cuello negro y siempre huye de la jaula de los leones. Como ves ahora, viajo hacia atrás y me gusta indagar en los olvidos. No me pidas sentido común, porque en mí no ha existido nunca más sabiduría que aquella que poseen los locos seducidos por la belleza del granizo. No importa lo vivido sino lo que queda por vivir, lo que queda entre la bruma del valle, lo que dejarán los rebaños a su paso. No sé si con lo que me queda algún día lograré ser dichoso. Se acerca el tiempo de la verdad desnuda, no tengo ya camisas de lino sino un lugar vacío y unas sandalias demasiado usadas. Estaré en los lugares más insospechados. Voy a unirme con los árboles. No sufras nena, en este mundo ya no hay lugar para mí. Lo importante ahora en esto de vivir en el anonimato es no bajar a la ciudad, no ser visto por nadie, excepto por Bermejo. Tampoco en este viaje he encontrado lo que buscaba, pero al menos he conseguido librarme del fantoche en el que me había convertido, aunque para ello haya sido necesario que me dieran por desaparecido.
Su última novela llegó puntualmente pero ya nunca supe de él. Es todo cuanto sé.

DESIDIA, por José Antonio Guzmán Pérez.


Llegó sin avisar…..Piensas que vives, que sientes, que respiras. Mas la verdad, es que cual autómata, entregas tu movimiento, tu deseo, a los espinados hilos de la costumbre, perdiendo el florecido y verdadero tacto a la vida. Desidia arraigada en lo más profundo del ser, cercenando sus alas, esclavizando su sonrisa a una mazmorra sin alma, sin luz. Sufres la quimera de escuchar los ecos de tu caudal, cuando más yerma esta tu tierra.
Ángel condenado a deambular entre el cielo y el infierno, marea cautiva de una caracola, en las entrañas de la mar.
Llave oxidada sobre la mesa de un anticuario, canta las vidas que guardó en su interior, a las epístolas de letras románticas, que dormitan en el labrado anaquel.
Y tras todos los contrastes de la amanecida y del anochecer, silencio, profundo silencio.

CLASE PARTICULAR, por Josefina Martos Peregrín.




Llegó sin avisar, con diez minutos de adelanto, y el cloqueo que venía de  allá abajo, sonidos altos, voces sin palabras, le sugirió risas, bromas, quizá canto y le despertó la curiosidad y las ganas de unirse al probable juego.
Bajó las escaleras corriendo, desembocó en el aula como una tromba, igual de inesperado e inoportuno: Ana lloraba y el profesor, la guitarra en el suelo, retorciéndose las manos exageradamente, como simulando retorcerse el corazón, le prometía que nunca lo volvería a hacer. Pero Ana seguía llorando, él pidiendo perdón y ninguno de los dos parecía ver al niño que estaba entre ellos, avergonzado aun sin saber por qué.
De repente, la voz imperiosa: “Siéntate, saca la guitarra y practica el estudio cinco de Sor hasta que te salga perfecto”.
Se sentó, lo tocó, una, dos, seis veces… Se lo sabía, pero cada vez le salía peor, no atinaba con los trastes, la partitura se emborronaba, volvía a empezar, los ojos fijos en el redondel negro de la guitarra, aunque una vez que miró era el profesor quien lloraba y declamaba de rodillas, mientras ella, casi calmada, sonreía.
Los tres o cuatro minutos que duraba el ejercicio se volvían inacabables; se habían puesto a sus espaldas, donde no podía verlos, y aquellos gemidos no salían de ninguna guitarra y Ana era preciosa, solo un poco mayor que él, y le dolían los dedos y se le acalambró la muñeca y, aunque sólo tenía doce años, se levantó, subió la escalera y salió a la calle, sabiendo que allí abajo quedaban sepultadas para siempre sus ilusiones de guitarrista.

ETERNA PACIENCIA, por Charo Serrano.



Llegó sin avisar
mendigando emociones 
que banalizaban lo cotidiano 
ubicando correlaciones 
ocasionalmente idealizadas,
mitigando páginas 
en blanco,
desplegando lineas 
paralelas,
y llenando 
de imperfecta opacidad 
propuestas 
de renovadas simulaciones  
que encuentran 
en significativos pretextos 
solemnes 
y viejos diálogos 
tendentes a destruir 
obsesionados postulados 
cuyas connotaciones
vienen a identificar 
suplicantes indiferencias 
y sonreír con desesperanza 
el testimonio de un instante 
crujiendo 
en la felicidad un dolor 
en el que vuelven a fluir 
coordenadas desestabilizadoras 
de acercamientos 
que a última hora 
responden a cautivadores 
sinsentidos.