Pintura de Nacho Puerto |
Llegó sin avisar. Los demás tuvieron tiempo
de prepararse, de hacerse a la idea y algunos de no estar para verla, pero a
ella le sorprendió su presencia como una visión intempestiva. Tuvo que aguzar
la vista para arrancar en ella algunos rasgos familiares. El brillo joven de la
mirada había dejado paso al velado opaco de viejos ojos de mujer vieja, de
oscuras bolsas recorriéndolos, de pestañas pobres y lagrimeo continuo. El
cabello fino y encanecido no guardaba ni un resquicio de su antiguo esplendor,
perdida ya su marca de identidad cuando lo paseaba ondeante en las tardes de
amigos. La tez se asfixiaba oscurecida por manchas que salpicaban el rostro
formando traviesos dibujos arremolinados en las mejillas flácidas, en la frente
y sobre todo en las manos. ¡Ah... las manos! Apoyadas en las muletas que
sostenían el peso de su cuerpo seco, como garras huesudas de nudosos sarmientos
¿a quién acariciarán con el tacto áspero de aquel tiempo muerto? Observó por
último los labios apretados que dibujaban la línea horizontal de un camino sin
recorrer.
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