La Oruga Azul.
martes, 29 de septiembre de 2020
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 47, 30 de septiembre de 2020 "Oscuridad".
LA PROFECÍA, por Carmen Hernández Montalbán
ABISMO, por Josefina Martos Peregrín
Inmensa es la ciudad, con
sus edificios que alcanzan el mar, con la orilla del estuario densamente
poblada de rascacielos que van despertando uno a uno; los hay que tardan toda
la mañana en recibir el rayo de sol que activa el engranaje de sus dientes de
titanio, aunque en el interior de todos ellos el movimiento comienza temprano:
un hormiguero vertical bulle, sube, baja y se afana desde antes del amanecer.
Pero hay más, hay otros
allá lejos del agua, allí donde la tierra sufre, se abre y tiembla; rascacielos
que nunca llegaron a culminarse, que quedaron a medio construir por temor a esa
tierra sísmica, traspasados por amplísimos ventanales descubiertos, negros
huecos de ascensor, escaleras infinitas sin iluminación alguna, sin tomas de
electricidad; tapizados de tuberías inútiles, secas en las alturas pero
chorreantes en los bajos; torres de Babel malditas que solo el viento recorre,
tan vacías y laberínticas que ni sus okupas
llegan a encontrarse; apenas si tropiezan unos con otros en la oscuridad; cada
uno de ellos creería ser el único habitante si no fuera por los roces en la
sombra, por los ecos o ese llanto de niño. Por aquel violín.
Vuelven en la noche, de
algo semejante a un trabajo, de la rebusca, la trampa o la súplica, y van
tomando sus rincones, a los que llegan contando los pasos y los peldaños,
midiendo a palmos las paredes, atentos a las corrientes de aire, a los
turbiones de viento que indican vanos amenazantes, simas de ascensor, pozos de
ventilación, desprotegidas ventanas.
Ella vive allí desde niña
y ha acabado acostumbrándose; va cambiando de habitación, a medida que basura y
excrementos invaden su cercanía; ha adquirido el tacto de los ciegos y su
preciso sentido de la orientación, que le permiten perseguir los trinos del
violín en la noche y subir decenas de pisos hasta llegar al violinista;
escuchar, ofrecerle su jadeo, acercarse hasta tomarlo de la mano y caminar
abrazados hacia el gran ventanal; nunca se han visto, les basta distinguir sus
siluetas cuando brilla la luna, no quieren conocerse, no necesitan decírselo:
ambos saben que si se amaran demasiado rodarían
al abismo.
OSCURIDAD, por Isabel Rezmo.
Cuando
la oscuridad se enfrenta
a su
boca,
a la
impenetrable tiniebla
que
devora las fauces.
Cuando
se convierte en el sigilo
de
todas las almas.
Cuando
se distrae de la presencia
de la
luz de las farolas.
La
ventana es un sueño en el aire,
el
cuerpo es un desertor del tacto.
El
miedo la voluntad del instinto.
Cuando
la noche se enfrenta
a su
oscuridad con los grilletes
del
preso,
el
oasis no existe.
Los
huesos se desoyen.
La
virtud se detiene.
OSCURIDAD, por Esneyder Álvarez.
En la oscuridad camino,
en la oscuridad late
mi corazón,
en la oscuridad divaga
mi felicidad.
La luz dejó de mostrarse,
las palabras que aceleraban
mi corazón se agotaron,
los sueños que alegraba
mi despertar dejé de tenerlos.
Aún recuerdo que mi
camino estaba adornado margaritas,
las mañanas eran
alegradas por ruiseñores,
cuando llegaba la
tarde solía sonreír con los juegos de los niños,
me detenía en las
noches a disfrutar el manto de las estrellas.
Todo cambió,
mis días dejaron su belleza,
la monotonía se asentó en mi vida,
sin anunciarse un virus apagó la luz de mi existencia.
LA HABITACIÓN DE MAMÁ, por Alejandro Rodríguez Tárraga
El pasillo se extiende oscuro y
amenazante. Extrañas siluetas bailan a placer, sabiéndose ocultas en las
sombras, donde nadie puede verlas, pero sí notarlas. El niño piensa que quizás
no ha sido tan buena idea salir de su cama. Ahora, sin su sábana para ocultarlo
de los horrores de la noche, se siente vulnerable. Sólo en mitad del pasillo y
sin más luz que la que se cuela por las rendijas de la persiana del dormitorio.
Piensa en dar la vuelta y emprender una desenfrenada carrera hasta su acolchado
refugio. Pero tras recordar lo que ha visto allí, el pasillo se vuelve mucho menos
amenazador.
Calcula los pasos y recuerda la
posición de las puertas, muebles y radiadores, tiempo atrás memorizados. Con un
paso mucho más ágil que cuando marcha a la escuela (incluso se podría
aventurar, más incluso que cuando vuelve de ella) se dirige, ojos cerrados, a
la habitación de Mamá. Algo frío le roza la pierna. Una mano fría, gélida, muerta.
La mano del Hombre Malo. Le intenta agarrar, llevárselo con él a un sitio
oscuro y sucio, muy lejos de casa, donde nunca más podrá moverse, ni jugar, ni
ir al parque, ni inflarse a caramelos. “Es el radiador” se convence así mismo
para no mearse encima. Aún con esa pequeña seguridad, no puede evitar correr el
último tramo de pasillo hasta la puerta de madera de aquel templo que es el
cuarto de Mamá.
Allí se para, sin mirar atrás.
Respira un par de veces, dándose cuenta súbitamente del ruido que produce al
hacerlo. Nunca le parece tan fuerte como cuando llega a la puerta. “Si Mamá te
oye respirar tan fuerte se despertará antes incluso de que abras la puerta”. Su
raciocinio vence a la prisa y el pavor en esta ronda, permitiéndole concentrarse
en abrir la puerta sin producir el más mínimo sonido. Está aterrado, consciente
como no lo está nunca ningún adulto de las cosas que acechan en la oscuridad,
pero eso no le impide respetar la paz del único lugar seguro del mundo. Agarra
el pomo con su mano diestra, mientras la siniestra se apoya en la madera, y la
oprime con delicadeza para evitar que golpee contra el marco sin querer. El pomo
chirría escandalosamente al llegar a su punto más bajo. El niño se queda
completamente quieto, esperando oír un ruido, una respuesta o una protesta
desde el interior. Espera unos segundos que parecen horas y después, con el
corazón casi tan acelerado como cuando se ha despertado esa noche, se atreve a
abrir la puerta milímetro a milímetro. Entra en el cuarto como un suspiro,
aguantando la respiración, sin soltar el pomo ni dejarlo subir ni un poquito.
Rodea la puerta y agarra el pomo con su mano izquierda, para después soltar,
poco a poco, la derecha, la cual desliza hasta el hueco en el que el pestillo
se esconde, obligado por el preciso mecanismo del tirador. Empuja poco a poco,
hasta que sus manos rozan el marco. Los dedos sueltan la madera a la misma velocidad
que la puerta se la traga. Cuando llega delicadamente a su tope, se ayuda con
ambas manos para subir el pomo a su posición original, liberando el pestillo y sellando
la entrada a demonios, fantasmas y otros monstruos de la noche. Se detiene un
minuto. Controla su respiración, escuchando los sonidos de la noche. El mundo
entero enmudece ante el frenético latido desbocado de su corazón, que, poco a
poco, se va calmando gracias al ambiente relajante de la habitación de Mamá,
que siempre huele a sábanas limpias y a ambientador de lavanda.
Emprende entonces el niño el
viaje hasta la cama de Mamá. Avanza lentamente, deslizando los pies por el
suelo sin levantarlos. No quiere pisar los zapatos de su madre y hacer ruido.
Palpa el tocador que hay al entrar, y lo recorre con los dedos hasta llegar al
otro lado. Frente a él, ahora, debería alzarse, gloriosa, la cama. El refugio
final. Sergio se para junto a ella y escucha la respiración, calmada y
tranquilizadora, de Mamá. Alzado junto al mueble que simbolizaba su amuleto, su
seguridad y su descanso, comienza el sagrado ritual que viene pronunciando
desde antes de lo que su memoria alcanza a recordar. Esas frases que nunca le
han fallado y que le dan acceso a la protección del adulto y al cálido amor de
una madre:
-Mamá…-susurra. Espera. Una leve
alteración en la respiración de su progenitora y luego, nada-. Mamá…-intenta de
nuevo. Movimiento. El cuerpo en la cama gira, se da la vuelta. Busca el lado
frío de la almohada. Al momento, la respiración se tranquiliza de nuevo-.
Mami…-cambia esta vez-. Tengo miedo. Creo que hay un monstruo en casa. Lo he
escuchado respirar en la oscuridad.
Un gruñido. El ruido de las
sábanas al levantarse, abriéndole paso, permitiéndole entrar. El niño sonríe.
Salta a la cama, y se cubre raudo con las mantas. Suspira satisfecho, antes de
girarse a buscar el calor de Mamá. Calmado al fin, todo el miedo puesto a un
lado, su mente se aclara, se racionaliza. Recuerda las palabras de Mamá. Los
monstruos no existen. No te pueden hacer daño. Pero si te asustan, siempre
puedes venir a la cama conmigo. O llamarme al teléfono cuando trabajo por la
n...
La sonrisa se congela en sus
labios. La tranquilidad y la seguridad dan paso al mayor de los pavores. Mamá
trabajaba esta noche. Un gruñido. El ruido de las sábanas al levantarse. El
amago de un grito.
Ningún sonido más.
UN VERSO NOCTÁMBULO, por Consuelo Jiménez
El gris pálido del horizonte descubre un busto de
piedra,
esbelto se ciñe de luna negra.
Luminosa oscuridad, dulce belleza, cristal agudo
latente en el fulgor del huero cosmos.
Crepita la quietud, no prestan oídos las cigarras,
ni los cansados grillos avivan los sentidos.
El camión de la basura hace su trabajo,
aborrezco las ratas, las pardas, las negras, todas me
asquean.
Fetidez cotidiana, la pituitaria amarilla se eriza,
se estira, rastrea el postrero aroma de los jazmines,
perviven borrosos rasgando el ocaso.
Se agota de vez en vez la botella,
entretanto cuerpos amantes acarician tinieblas.
Amanece, despunta la palabra en el verso, escribo.
EL LADO OSCURO, por Pedro Pastor Sánchez.
Las
vaharadas de incienso todavía recorrían el altar mientras el párroco recogía cáliz,
copón, patena y el resto de adminículos utilizados durante la liturgia. Una
última genuflexión antes de apagar los cirios y dirigirse a la sacristía para
mudar la blanca casulla por la negra sotana. La misa vespertina en honor a la
Virgen se había alargado más de lo previsto, pocas veces había visto la iglesia
tan llena, bancos abigarrados por parroquianos autóctonos y también foráneos,
aprovechando las habituales visitas estivales a aquel alejado pueblecito en las
montañas. Entre unos y otros consumieron gran parte de las existencias de las
sagradas formas.
De vuelta a la penumbra del
presbiterio —el ocaso ya teñía de tornasol las vidrieras—, el padre Mauricio
enfiló el vacío pasillo con intención de cerrar el portón y volver a casa. El
crujido de un tablón retumbó en la solitaria nave, llamando su atención, por lo
que volvió su vista a un lateral. Pudo apreciar como una figura se deslizaba al
interior del confesionario.
«Más vale que sean pecados
capitales, estas no son horas…», pensó el eclesiástico. Abrió la maciza puerta de
roble y se dejó caer en el escueto y duro asiento, besó la estola y la colocó
alrededor del cuello. Al correr la opaca cortina observó, a través de la
rejilla, la silueta de su interlocutor. Su cabeza estaba tapada por lo que le pareció
una mantilla o capucha. Le espetó el protocolario «Ave María Purísima»,
esperando que desde el otro lado se completara la frase según la fórmula
habitual. El eco de sus palabras rebotó contra las maderas, no hubo respuesta.
El cura empezó a impacientarse, pero trató de mantener la compostura. «Me ha
tocado la tímida», pensó para sí.
—¿En qué puedo ayudarte? —inquirió,
esperando a que se decidiera a hablar.
—Bendígame, padre, porque voy a pecar —respondió por fin.
El tiempo verbal de la respuesta le
dejó perplejo. No se trataba, pues, de una confesión de hechos consumados, sino
que las tribulaciones de aquella persona parecían impelerle a realizar algún
acto contra la ley de Dios.
—Antes de nada, te quería preguntar,
¿cuánto tiempo hace que no te confiesas?
—Mucho tiempo, la verdad. Pero no
tiene que preocuparse por mis pecados anteriores, sin duda ya los he expiado.
Por el timbre de voz, el clérigo
dedujo que se trataba de una chica bastante joven, seguramente no tendría más
de treinta años. Repasó mentalmente las caras de los parroquianos que
asistieron a la última misa; no había muchos jóvenes, a algunos los conocía de
otros veranos, nietos y nietas que volvían al pueblo para estar unos días con
sus abuelos, otros le resultaban desconocidos, seguramente por ser más
esporádicas esas visitas.
—Está bien —le contestó algo
contrariado ante su seca respuesta—, dime entonces qué es lo que te aflige, te
escucho con atención.
—Sé que lo hará, padre. Siempre lo
hace.
De nuevo la respuesta dejó pensativo
al sacerdote. ¿Le conocía de algo o simplemente algún familiar le había hablado
de él?
—La verdad es que mi historia es
bastante larga, también dura, pero trataré de resumirla para que pueda hacerse
una idea de los motivos que me han llevado a tomar tan grave decisión.
—Seguro que no será para tanto
—trató de quitarle hierro—, los caminos del Señor son inescrutables, y a veces
pensamos que estamos en un callejón sin salida, desamparados. Pero si hemos
llegado hasta allí será porque es nuestro destino, Dios siempre está dispuesto
a ayudarnos a encontrar el camino.
—¿Usted cree? ¿Y el libre albedrío?
¿No tenemos control sobre nuestras vidas? ¿Todo lo que ocurre a nuestro
alrededor, nuestras propias decisiones, obedecen a designios divinos?
—Bueno, no es tan simple,
necesitaría tiempo para poder explicarte con más detalle…
—Tal vez en otra ocasión, padre —le
espetó la feligresa sin contemplaciones—. Lo que quería contarle era otra cosa,
tiene que ver con lo que me corroe las entrañas. Se despertó en mí un lado
oscuro que desconocía, y que me aboca, irremediablemente, a tomar una drástica
decisión.
—Sea lo que sea lo que te atormenta,
hija, no debes dejarte tentar por el diablo; siempre está ahí, acechando,
esperando un momento de debilidad. Pero debes ser fuerte, combatirlo.
—¿Sabe cómo hacerlo? ¿Usted se ha
enfrentado a él, cara a cara, como yo lo he hecho?
—¿Y quién no, hija? El diablo es
contumaz, cualquiera puede caer en sus tentaciones.
El padre Mauricio tragó saliva.
Aquella muchacha había metido el dedo en su llaga más dolorosa. Él tuvo que
enfrentarse a sus propios demonios, pero perdió la batalla, sucumbió a la
tentación. Y sus actos tuvieron serias consecuencias, que todavía le impedían
conciliar el sueño. La ayuda brindada por el Obispo le evitó la humillación
ante la opinión pública.
—Reconozco que soy débil —dijo la
muchacha—, pero mi vida no ha sido fácil. Desde que mi hermano se suicidó, he
vivido en varios orfanatos y con familias de acogida. Nadie me hizo caso, me
tomaron por loca. Pero por fin, lo encontré.
—¿Qué encontraste? —El sacerdote
empezó a desquiciarse, no entendía nada.
—Me he fijado en que no tiene
monaguillo —replicó ajena al discurso.
Este comentario inopinado
convulsionó al párroco. Podría haber contestado simplemente: «Es un pueblo muy
pequeño, apenas hay niños». O un aséptico: «Me las apaño bien solo». Pero no
pudo reprimir su creciente ansiedad al rememorar los oscuros y obscenos actos
que dieron con sus huesos en aquel diminuto pueblo serrano.
—¿Quién eres? ¿A qué has venido? —interrogó
a la joven, esperando que las respuestas no removiesen fangos del pasado.
Al otro lado de la celosía no halló
a nadie. De forma repentina, un estruendo le sobrecogió. Trató de salir del
cubículo, pero el grueso clavo atravesado en la madera le impidió el paso. Un
segundo golpe lo confinó definitivamente.
La joven guardó el martillo en su
pequeña mochila, de la que extrajo una botella con un producto inflamable. Al
estallar contra el confesionario, gritó:
—¡Arde en el infierno, abusador de
niños!
EL MIEDO, por Tomás Sánchez Rubio.
“Cada uno de nosotros está formado por una
procesión de fantasmas, en medio de los cuales avanza una realidad
desconocida.”
Alexis
Carrell, médico y escritor francés (1873-1944)
Unas navidades, tendría yo diez u once años, acompañé a mis padres a la
boda de una prima de mi madre. Se casaba en el pueblo un domingo por la mañana
temprano. Nos alojamos en la casa de la única tía soltera que me quedaba. Mis
padres tenían su habitación en la planta baja; a mí me pusieron un viejo mueble
cama en un ático sin ventanas; mejor dicho, tenía ventanas pero condenadas por
recios tablones de madera clavados a los quicios. Había varios baúles de
tamaños similares. Olía a humedad y a naftalina. Hacía frío. Solo había una bombilla
que zumbaba, quizá molesta por mi presencia, con la irritación de un moscardón
que luchara encerrado entre el cristal y el visillo de un ventanal de recios
postigos. Mis pesadillas se hicieron realidad aquella noche. Apenas dormí. En
mi aterrorizado espíritu lo de menos eran los posibles ratones y lagartijas del
cuarto. Detrás de cada crujido de la madera presentía la mano de un cruel
fantasma que esperara a que cerrase los ojos para lanzarse sobre mí.
Desde que tenía uso de
razón, la oscuridad me asustaba de veras. Fui hijo único y dormía en una
habitación lejos de la de mis padres. Siempre tenía que dormir con una pequeña
luz encendida, normalmente la lámpara de mesita de noche, aunque a veces no era
suficiente... A pesar de eso, me fascinaban los relatos y las películas de
terror: una curiosa paradoja parecida, supongo, a la de quienes necesitan vivir
en conflicto consigo mismos o con los demás a fin de sentirse realizados como
personas, a pesar de sufrir realmente por la continua presencia en sus vidas de
la discordia.
El verano antes de mi
entrada en el instituto, vi en el cine al que acudía con frecuencia con mis
amigos -habilitado en lo que durante el resto del año era un solar cubierto de
albero-, una inquietante película del conde Drácula, con una sangre demasiado
roja para ser real, aves nocturnas ululantes en cementerios de cartón piedra y
doncellas de vaporosos vestidos saltando entre los matorrales de presuntos
bosques de la lejana Transilvania. De vuelta a casa, embriagado por el olor a dama
de noche, lo veía todo lleno de sombras, acaso las temidas tinieblas que
constituían el reino, o más bien principado, del protagonista de esos filmes.
Posteriormente llegarían las siniestras familias deformes del oeste profundo
americano, los asesinos con máscara que acechaban campamentos adolescentes al
aire libre, etcétera, etcétera. Era curiosa mi relación de amor-odio con esas
cintas que, a pesar de estar deseando ver, literalmente hacían de mis noches un
océano de inquietud.
Lo peor de todo es que
mi terror irracional a la oscuridad perduró durante mi adolescencia, mi
juventud y mi edad adulta. Primero murió mi padre tras una breve enfermedad;
luego mi madre. Cuando ella falleció, el miedo a la oscuridad, en una casa
desolada y más vacía que nunca, se incrementó con fuerza.
A Manoli la conocí
cuando ambos asistíamos a la misma academia de inglés tres veces por semana.
Fue un entretenimiento que busqué por las tardes -trabajaba a media jornada en
una oficina del centro-, intentando llenar mis horas vacías. Al salir tomábamos café con los demás. Un día
le dije que si quedábamos a solas algún viernes. Me pareció mentira que dijera
que sí.
Cuando Manoli y yo
habíamos formalizado en cierto modo nuestra relación, pasábamos juntos el fin
de semana en mi casa. La tarde del sábado salíamos tras el almuerzo a dar un
paseo por el parque, nos sentábamos a tomar café en el bar de siempre y no muy
tarde volvíamos a casa a cenar frente al televisor. A veces íbamos al cine.
Precisamente, un día
entramos a ver una película de terror donde el protagonista estaba obsesionado
con la idea de que sufriría algún día un ataque de catalepsia, de modo que lo
acabarían enterrando con vida. Al final fue eso precisamente lo que el ocurrió
al desdichado... Durante los días siguientes, lo pasé mal. De noche, a pesar de
tener iluminada mi casa como una feria, casi no pegaba ojo. Un domingo de
invierno, decidí contarle a Manoli mi problema. Estábamos sentados en un banco
bajo un ciprés del parque. Temí que se riera, que se metiera conmigo, que me
dejara por ser un individuo pusilánime... No ocurrió nada de eso. Me abrazó y
me envolvió con su olor a jazmín un poco pasado de moda y pegó su fría mejilla
a la mía.
Pasado poco tiempo,
decidimos vivir juntos. Con ella a mi lado cada noche, no sentía miedo de las
sombras. No me hacía falta ninguna luz encendida: dormía abrazado a ella y eso
me bastaba.
No hubo pasado un
lustro de nuestra convivencia tranquila y hermosa, Manoli enfermó de gripe,
recayó y murió recién ingresada en el hospital. Cuando llegué a mi casa el día
del entierro, una tristeza infinita se hundió en mi pecho. De nuevo volvía a
estar solo. Llegué al mediodía; no almorcé. Me limité a sentarme en el sofá y
quedarme muy quieto mirando un televisor apagado. Cuando se hizo de noche no
tenía sueño. A las tantas de la madrugada, me entró un sopor espeso y molesto,
me acosté y decidí apagar la luz. Hacía ya tiempo que no me quedaba a solas con
la oscuridad, con el miedo. Temiendo que la angustia envolviera mis
pensamientos, cerré los ojos y me obligué a recordar los buenos momentos con
Manoli...
Sentí al poco rato su
perfume de jazmín pasado de moda envolviéndome; noté su mejilla fría en la mía,
su cabello derramándose en mis hombros y su aliento en mi cuello. Era ella. No
me di la vuelta; estaba bien así. Fue la primera noche de muchas en la que la
oscuridad había dejado de atemorizarme para siempre.
COLAPSO, por Isabel Pérez Aranda.
Despierta el descanso
la madrugada,
asoma oscura sin
apenas matices, muy oscura,
tanto que olvido donde
estoy
instante que revela
destellos insoslayables.
Entender su sino
suscita un dolor
tan fugaz, que de no
ser así,
se hundirán los
esfuerzos en el abismo,
y no merecería la pena
luchar por nada.
Para entonces, el
tropel de pensamientos vestigios de pena,
se disipan en
fragmentos que abren los días.
Y otros lugares de aquí
o allá extrapolan amaneceres
y agudizan espacios
sin cabida de pensamiento, o reflexión,
o se muere de hambre o
se muere de Covi,
y toda la
incertidumbre,
la lucha encarnizada,
el compendio de
huellas
la necesidad de
sobrevivir
Desboca luz sobre oscuridad.
OSCURIDAD, por Francisco Javier Franco Miguel
Hoy he ido al súper
he visto libros al lado de los clínex
muy cerca del papel higiénico
de vez en cuando pasaba un cliente con carrito
y dejaba caer un ejemplar
que se instalaba entre el detergente
y las alubias en oferta
dicen que estos libros se venden por millones
y se leen de vez en cuando
en la sección de electrodomésticos
una gran pantalla led
mostraba su amplia gama de colores
en un programa de televisión
un hachazo de publicidad tajó la emisión
«programa patrocinado por la novela … de …»
creo que es un académico
dicen que estas novelas se venden por millones
y se leen de vez en cuando
y a veces llegan a las pantallas de los cinemas
al salir
en la calle
todo era oscuridad
oscuridad y monotonía
mientras retrocedía desconcertado y desconsolado
con mis paquetes de clínex y papel higiénico
INSOMNIO, por Alicia María Expósito.
Abre la noche
oscuros abanicos
en la aridez
de mis cansados párpados.
De la oscuridad brotan
secretas sinfonías
que viene proclamando
sonidos más antiguos.
El silencio y las sombras
tienen voces pequeñas
y por su imperceptible
nocturna levedad
se me hacen verdaderos
paisajes que conozco,
lugares que he vivido:
los caminos de tierra
regados por el sol
floreciente de agosto;
campos de primavera
regios, enaltecidos
por blanca flor de almendro;
risas, cantos de niñas
en portales y plazas;
el aire del verano
que dejaba en la boca
un sabor a cereza;
y el beso de mi madre
para llamar al sueño.
Pero amanece.
Una luz despiadada
ha eclipsado el hechizo.
Necesario es que entierre
mi casa sin ventanas
en lo más hondo
de mi cuerpo frío.
No puedo ser la misma.
Tengo el alma más vieja
y a mitad de camino
de un olvido infinito.
Irremediablemente,
está naciendo el día
y siento que algo muere
con las primeras luces.
DÍAS GRISES, por Ángela Caballero García.
Días
grises,
ya se
me
había
olvidado
lo
bonito
que era
tu
encanto.
Esa
oscuridad
mágica
que nos
lleva
hasta
lo más
profundo
de
nosotros
mismos.
Tú,
enfrente
del
abismo.
Inspiración
e
instinto.