La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

martes, 29 de septiembre de 2020

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 47, 30 de septiembre de 2020 "Oscuridad".




Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN: 2340-8634



SUMARIO


Foto de portada, Josefina Martos Peregrín


PINTURA: 





POESÍA: 



OSCURIDAD, por Isabel Rezmo.












RELATOS: 











LA PROFECÍA, por Carmen Hernández Montalbán




¡Cuídate de los Idus de mayo Torcuato! – auspició la pitonisa con mirada sombría, observando el vuelo de las aves. Los grajos planeaban en círculo sobre la altiplanicie de cárcavas y su ronco graznido quebraba el silencio vespertino.
Hacía tiempo que el legionario no había visitado a la vieja Luparia que moraba en una de aquellas cuevas ocultas del valle de Acci, al borde de la calzada que enlazaba la colonia con la vía iliberritana. La anciana, perteneciente a una influyente familia de la Bética, se había retirado aquellas soledades para llevar una vida ascética y purificarse.
¿Qué has visto? – preguntó el legionario tras una larga pausa. La mujer se arrebujó en su piel de loba y, acariciando el torques áureo del soldado sentenció: “Veo peces ahogados, arrastrados por la corriente del río de la vida. Sus cadáveres te perseguirán hasta la colina donde crece la retama. Adornarán tu cuello con un collar de sangre. Tu cuerpo servirá de alimento al óleo que ungirá en Hispania la frente de los gentiles. Entonces, la llama de la fe será visible”.
Torcuato,  escéptico de visiones y pronósticos, se deshizo del torques gaélico que lo identificaba como miembro de una de las sagas más ilustres del norte de la península. En su lugar, se anudó una cinta de cuero de la que pendía un ichtus: símbolo del pez de los cristianos con que le había obsequiado Yaco el Zebedeo en el campamento de Compositum. Penetrando en la cueva de la profetisa, se desprendió del uniforme imperial y vistió una humilde y sencilla túnica. Sus días al servicio de la Legio I habían concluido por decisión propia. Era consciente del castigo que se aplicaba a los desertores cuando eran capturados, pero esto no lo amedrentó en su decisión de abandonar el ejército. Se despidió de la mujer rehusando su ofrecimiento de pernoctar en la cueva y emprendió el camino por senderos angostos bordeando el lecho del río.
Caminó durante días evitando el contacto humano sin aproximarse a las villas, si no era para tomar algo de fruta o verdura de las huertas, hasta llegar a un paraje desértico que se alzaba entre dos vertientes. Allí, en aquellas soledades, en una de las cuevas horadadas por pastores, buscó refugio. Entabló amistad con viandantes, cabreros y sus familias, transmitiendo el testimonio del Zebedeo acerca de aquel Yeshúa de Nazaret y sus enseñanzas acerca de Dios. Fue en Compositum donde él y un grupo de mujeres le conocieron, entre las que se contaban la vieja Luparia y otros seis varones que habían emprendido el camino junto a ella hacia Acci y se habían separado allí para evangelizar otros lugares: Cecilio en Ilíberis, Tesifón en Bergi, Esiquio en Carcesa, Insalecio en Urci, Eufrasio en Liturgi y Segundo en Abula. Luparia no quiso recibir el bautismo, aunque las palabras del apóstol habían germinado en su espíritu hasta el extremo de abandonar una vida de opulencia y regalar gran parte de sus bienes a los más necesitados.
Fue por mayo, durante fastos de la Lemuralia cuando Torcuato se acercó por primera vez a Acci tras su deserción. Su aspecto había cambiado tanto que las posibilidades de que fuera reconocido eran escasas. En el mercado, se cruzó con un hombre que iba tirando tras de sí nueve judías negras, al tiempo que percutía sobre un aguamanil de bronce, mientras decía: ¡Salid espíritus de los ancestros! ¡Os ofrezco estas habas, con ellas me redimo a mí y a mi familia!.  Ante semejante gesto de superchería Torcuato se compadeció de él y le dijo:
-Únicamente Dios redime a los hombres si encuentra en ellos verdadero arrepentimiento de sus malas acciones.
El hombre se paró en seco y, mirando sorprendido a Torcuato, preguntó:
-¿A qué dios os referís?.
- A ninguno de los que pueblan el Olimpo, que son muchedumbre, sino al único Dios misericordioso, creador de todo.
- ¿Y en qué templo se le puede rendir pleitesía?.
- En el templo de las almas de los hombres de buena voluntad, Dios está en todo lugar.
El hombre lo miró perplejo sin entender el alcance de las palabras pronunciadas por Torcuato. Este le sonrió y tras una pausa le dijo:
-Si de verdad tienes interés en conversar más sobre el asunto, ven mañana al atardecer a la ribera del río de Acci, allí te esperaré.
Torcuato advirtió cierta desconfianza en su mirada, entonces le espetó:
-Ven si quieres con tu familia y amigos, ellos quedan también invitados.
Ya se alejaba, tras un gesto de despedida, cuando el hombre volvió a preguntar:
-¿Cómo te llamas?.
- Torcuato –respondió. Después continuó su camino.

El día amaneció desapacible, el cielo estaba empañado por una calina más propia de algunos días de verano. Al atardecer, unas nubes negras se fueron acumulando en los picos de las sierras que, aunque lejanas, se veían iluminadas por los relámpagos. La tormenta se acercaba. Cuando ya creía que el hombre no acudiría a la cita, lo vio acercarse por la alameda sólo. Torcuato percibió en su rostro el nerviosismo. Lo convidó a tomar asiento sobre unos troncos cortados y Torcuato le habló:
-Dios te guarde. No te inquietes, pues soy gente de paz y mi conversación no te obliga ni compromete en modo alguno.
El hombre asintió en silencio.
Llevaban un minuto hablando cuando Torcuato escuchó a sus espaldas unos ruidos sospechosos. Se dio la vuelta  con presteza y vio aproximarse un grupo de legionarios. El hombre con el que hablaba, extrajo de su cinturón un cuchillo e intentó herirlo. Lo había delatado.  Pero Torcuato esquivando el ataque, corrió hacia el puente para cruzar el río. Los legionarios lo persiguieron pero, al llegar a la mitad, cuando Torcuato ya había pasado a la otra orilla, una tromba de agua bajó de repente, arrasando el puente y arrastrando a los soldados.
Así fue como se cumplió parte de la profecía de Luparia. Torcuato moriría degollado meses después en las cuevas de Face Retama y Luparia, enterraría su cuerpo bajo un olivo.



ABISMO, por Josefina Martos Peregrín



Inmensa es la ciudad, con sus edificios que alcanzan el mar, con la orilla del estuario densamente poblada de rascacielos que van despertando uno a uno; los hay que tardan toda la mañana en recibir el rayo de sol que activa el engranaje de sus dientes de titanio, aunque en el interior de todos ellos el movimiento comienza temprano: un hormiguero vertical bulle, sube, baja y se afana desde antes del amanecer.

Pero hay más, hay otros allá lejos del agua, allí donde la tierra sufre, se abre y tiembla; rascacielos que nunca llegaron a culminarse, que quedaron a medio construir por temor a esa tierra sísmica, traspasados por amplísimos ventanales descubiertos, negros huecos de ascensor, escaleras infinitas sin iluminación alguna, sin tomas de electricidad; tapizados de tuberías inútiles, secas en las alturas pero chorreantes en los bajos; torres de Babel malditas que solo el viento recorre, tan vacías y laberínticas que ni sus okupas llegan a encontrarse; apenas si tropiezan unos con otros en la oscuridad; cada uno de ellos creería ser el único habitante si no fuera por los roces en la sombra, por los ecos o ese llanto de niño. Por aquel violín.

Vuelven en la noche, de algo semejante a un trabajo, de la rebusca, la trampa o la súplica, y van tomando sus rincones, a los que llegan contando los pasos y los peldaños, midiendo a palmos las paredes, atentos a las corrientes de aire, a los turbiones de viento que indican vanos amenazantes, simas de ascensor, pozos de ventilación, desprotegidas ventanas.

Ella vive allí desde niña y ha acabado acostumbrándose; va cambiando de habitación, a medida que basura y excrementos invaden su cercanía; ha adquirido el tacto de los ciegos y su preciso sentido de la orientación, que le permiten perseguir los trinos del violín en la noche y subir decenas de pisos hasta llegar al violinista; escuchar, ofrecerle su jadeo, acercarse hasta tomarlo de la mano y caminar abrazados hacia el gran ventanal; nunca se han visto, les basta distinguir sus siluetas cuando brilla la luna, no quieren conocerse, no necesitan decírselo: ambos saben que si se amaran demasiado rodarían  al abismo.

 


OSCURIDAD, por Isabel Rezmo.

 



Cuando la oscuridad se enfrenta

a su boca,

a la impenetrable tiniebla

que devora las fauces.

 

Cuando se convierte  en el sigilo

de todas las almas.

Cuando se distrae de la presencia

de la luz de las farolas.

 

La ventana es un sueño en el aire,

el cuerpo es un desertor del tacto.

El miedo la voluntad del instinto.

 

Cuando la noche se enfrenta

a su oscuridad con los grilletes

del preso,

el oasis no existe.

Los huesos se desoyen.

La virtud se detiene.

OSCURIDAD, por Esneyder Álvarez.

 



 

En la oscuridad camino,

en la oscuridad late mi corazón,

en la oscuridad divaga mi felicidad.

 

La luz dejó de mostrarse,

las palabras que aceleraban mi corazón se agotaron,

los sueños que alegraba mi despertar dejé de tenerlos.

 

Aún recuerdo que mi camino estaba adornado margaritas,

las mañanas eran alegradas por ruiseñores,

cuando llegaba la tarde solía sonreír con los juegos de los niños,

me detenía en las noches a disfrutar el manto de las estrellas.

 

Todo cambió,

mis días dejaron su belleza,

la monotonía se asentó en mi vida,

sin anunciarse un virus apagó la luz de mi existencia.

LA HABITACIÓN DE MAMÁ, por Alejandro Rodríguez Tárraga

 



El pasillo se extiende oscuro y amenazante. Extrañas siluetas bailan a placer, sabiéndose ocultas en las sombras, donde nadie puede verlas, pero sí notarlas. El niño piensa que quizás no ha sido tan buena idea salir de su cama. Ahora, sin su sábana para ocultarlo de los horrores de la noche, se siente vulnerable. Sólo en mitad del pasillo y sin más luz que la que se cuela por las rendijas de la persiana del dormitorio. Piensa en dar la vuelta y emprender una desenfrenada carrera hasta su acolchado refugio. Pero tras recordar lo que ha visto allí, el pasillo se vuelve mucho menos amenazador.

Calcula los pasos y recuerda la posición de las puertas, muebles y radiadores, tiempo atrás memorizados. Con un paso mucho más ágil que cuando marcha a la escuela (incluso se podría aventurar, más incluso que cuando vuelve de ella) se dirige, ojos cerrados, a la habitación de Mamá. Algo frío le roza la pierna. Una mano fría, gélida, muerta. La mano del Hombre Malo. Le intenta agarrar, llevárselo con él a un sitio oscuro y sucio, muy lejos de casa, donde nunca más podrá moverse, ni jugar, ni ir al parque, ni inflarse a caramelos. “Es el radiador” se convence así mismo para no mearse encima. Aún con esa pequeña seguridad, no puede evitar correr el último tramo de pasillo hasta la puerta de madera de aquel templo que es el cuarto de Mamá.

Allí se para, sin mirar atrás. Respira un par de veces, dándose cuenta súbitamente del ruido que produce al hacerlo. Nunca le parece tan fuerte como cuando llega a la puerta. “Si Mamá te oye respirar tan fuerte se despertará antes incluso de que abras la puerta”. Su raciocinio vence a la prisa y el pavor en esta ronda, permitiéndole concentrarse en abrir la puerta sin producir el más mínimo sonido. Está aterrado, consciente como no lo está nunca ningún adulto de las cosas que acechan en la oscuridad, pero eso no le impide respetar la paz del único lugar seguro del mundo. Agarra el pomo con su mano diestra, mientras la siniestra se apoya en la madera, y la oprime con delicadeza para evitar que golpee contra el marco sin querer. El pomo chirría escandalosamente al llegar a su punto más bajo. El niño se queda completamente quieto, esperando oír un ruido, una respuesta o una protesta desde el interior. Espera unos segundos que parecen horas y después, con el corazón casi tan acelerado como cuando se ha despertado esa noche, se atreve a abrir la puerta milímetro a milímetro. Entra en el cuarto como un suspiro, aguantando la respiración, sin soltar el pomo ni dejarlo subir ni un poquito. Rodea la puerta y agarra el pomo con su mano izquierda, para después soltar, poco a poco, la derecha, la cual desliza hasta el hueco en el que el pestillo se esconde, obligado por el preciso mecanismo del tirador. Empuja poco a poco, hasta que sus manos rozan el marco. Los dedos sueltan la madera a la misma velocidad que la puerta se la traga. Cuando llega delicadamente a su tope, se ayuda con ambas manos para subir el pomo a su posición original, liberando el pestillo y sellando la entrada a demonios, fantasmas y otros monstruos de la noche. Se detiene un minuto. Controla su respiración, escuchando los sonidos de la noche. El mundo entero enmudece ante el frenético latido desbocado de su corazón, que, poco a poco, se va calmando gracias al ambiente relajante de la habitación de Mamá, que siempre huele a sábanas limpias y a ambientador de lavanda.

Emprende entonces el niño el viaje hasta la cama de Mamá. Avanza lentamente, deslizando los pies por el suelo sin levantarlos. No quiere pisar los zapatos de su madre y hacer ruido. Palpa el tocador que hay al entrar, y lo recorre con los dedos hasta llegar al otro lado. Frente a él, ahora, debería alzarse, gloriosa, la cama. El refugio final. Sergio se para junto a ella y escucha la respiración, calmada y tranquilizadora, de Mamá. Alzado junto al mueble que simbolizaba su amuleto, su seguridad y su descanso, comienza el sagrado ritual que viene pronunciando desde antes de lo que su memoria alcanza a recordar. Esas frases que nunca le han fallado y que le dan acceso a la protección del adulto y al cálido amor de una madre:

-Mamá…-susurra. Espera. Una leve alteración en la respiración de su progenitora y luego, nada-. Mamá…-intenta de nuevo. Movimiento. El cuerpo en la cama gira, se da la vuelta. Busca el lado frío de la almohada. Al momento, la respiración se tranquiliza de nuevo-. Mami…-cambia esta vez-. Tengo miedo. Creo que hay un monstruo en casa. Lo he escuchado respirar en la oscuridad.

Un gruñido. El ruido de las sábanas al levantarse, abriéndole paso, permitiéndole entrar. El niño sonríe. Salta a la cama, y se cubre raudo con las mantas. Suspira satisfecho, antes de girarse a buscar el calor de Mamá. Calmado al fin, todo el miedo puesto a un lado, su mente se aclara, se racionaliza. Recuerda las palabras de Mamá. Los monstruos no existen. No te pueden hacer daño. Pero si te asustan, siempre puedes venir a la cama conmigo. O llamarme al teléfono cuando trabajo por la n...

La sonrisa se congela en sus labios. La tranquilidad y la seguridad dan paso al mayor de los pavores. Mamá trabajaba esta noche. Un gruñido. El ruido de las sábanas al levantarse. El amago de un grito.

Ningún sonido más.

UN VERSO NOCTÁMBULO, por Consuelo Jiménez

 



  La noche diáfana tutela el azul debilitado sobre las azoteas.

El gris pálido del horizonte descubre un busto de piedra,

esbelto se ciñe de luna negra.

Luminosa oscuridad, dulce belleza, cristal agudo

latente en el fulgor del huero cosmos.

Crepita la quietud, no prestan oídos  las cigarras,

ni los cansados grillos avivan los sentidos.

El camión de la basura hace su trabajo,

aborrezco las ratas, las pardas, las negras, todas me asquean.

Fetidez cotidiana, la pituitaria amarilla se eriza,

se estira, rastrea el postrero aroma de los jazmines,

perviven borrosos rasgando el ocaso.

Se agota de vez en vez la botella,

entretanto cuerpos amantes acarician tinieblas.

Amanece, despunta la palabra en el verso, escribo.

 

EL LADO OSCURO, por Pedro Pastor Sánchez.

 


Las vaharadas de incienso todavía recorrían el altar mientras el párroco recogía cáliz, copón, patena y el resto de adminículos utilizados durante la liturgia. Una última genuflexión antes de apagar los cirios y dirigirse a la sacristía para mudar la blanca casulla por la negra sotana. La misa vespertina en honor a la Virgen se había alargado más de lo previsto, pocas veces había visto la iglesia tan llena, bancos abigarrados por parroquianos autóctonos y también foráneos, aprovechando las habituales visitas estivales a aquel alejado pueblecito en las montañas. Entre unos y otros consumieron gran parte de las existencias de las sagradas formas.

            De vuelta a la penumbra del presbiterio —el ocaso ya teñía de tornasol las vidrieras—, el padre Mauricio enfiló el vacío pasillo con intención de cerrar el portón y volver a casa. El crujido de un tablón retumbó en la solitaria nave, llamando su atención, por lo que volvió su vista a un lateral. Pudo apreciar como una figura se deslizaba al interior del confesionario.

            «Más vale que sean pecados capitales, estas no son horas…», pensó el eclesiástico. Abrió la maciza puerta de roble y se dejó caer en el escueto y duro asiento, besó la estola y la colocó alrededor del cuello. Al correr la opaca cortina observó, a través de la rejilla, la silueta de su interlocutor. Su cabeza estaba tapada por lo que le pareció una mantilla o capucha. Le espetó el protocolario «Ave María Purísima», esperando que desde el otro lado se completara la frase según la fórmula habitual. El eco de sus palabras rebotó contra las maderas, no hubo respuesta. El cura empezó a impacientarse, pero trató de mantener la compostura. «Me ha tocado la tímida», pensó para sí.

            —¿En qué puedo ayudarte? —inquirió, esperando a que se decidiera a hablar.

            —Bendígame, padre, porque voy a pecar —respondió por fin.

            El tiempo verbal de la respuesta le dejó perplejo. No se trataba, pues, de una confesión de hechos consumados, sino que las tribulaciones de aquella persona parecían impelerle a realizar algún acto contra la ley de Dios.

            —Antes de nada, te quería preguntar, ¿cuánto tiempo hace que no te confiesas?

            —Mucho tiempo, la verdad. Pero no tiene que preocuparse por mis pecados anteriores, sin duda ya los he expiado.

            Por el timbre de voz, el clérigo dedujo que se trataba de una chica bastante joven, seguramente no tendría más de treinta años. Repasó mentalmente las caras de los parroquianos que asistieron a la última misa; no había muchos jóvenes, a algunos los conocía de otros veranos, nietos y nietas que volvían al pueblo para estar unos días con sus abuelos, otros le resultaban desconocidos, seguramente por ser más esporádicas esas visitas.

            —Está bien —le contestó algo contrariado ante su seca respuesta—, dime entonces qué es lo que te aflige, te escucho con atención.

            —Sé que lo hará, padre. Siempre lo hace.

            De nuevo la respuesta dejó pensativo al sacerdote. ¿Le conocía de algo o simplemente algún familiar le había hablado de él?

            —La verdad es que mi historia es bastante larga, también dura, pero trataré de resumirla para que pueda hacerse una idea de los motivos que me han llevado a tomar tan grave decisión.

            —Seguro que no será para tanto —trató de quitarle hierro—, los caminos del Señor son inescrutables, y a veces pensamos que estamos en un callejón sin salida, desamparados. Pero si hemos llegado hasta allí será porque es nuestro destino, Dios siempre está dispuesto a ayudarnos a encontrar el camino.

            —¿Usted cree? ¿Y el libre albedrío? ¿No tenemos control sobre nuestras vidas? ¿Todo lo que ocurre a nuestro alrededor, nuestras propias decisiones, obedecen a designios divinos?

            —Bueno, no es tan simple, necesitaría tiempo para poder explicarte con más detalle…

            —Tal vez en otra ocasión, padre —le espetó la feligresa sin contemplaciones—. Lo que quería contarle era otra cosa, tiene que ver con lo que me corroe las entrañas. Se despertó en mí un lado oscuro que desconocía, y que me aboca, irremediablemente, a tomar una drástica decisión.

            —Sea lo que sea lo que te atormenta, hija, no debes dejarte tentar por el diablo; siempre está ahí, acechando, esperando un momento de debilidad. Pero debes ser fuerte, combatirlo.

            —¿Sabe cómo hacerlo? ¿Usted se ha enfrentado a él, cara a cara, como yo lo he hecho?

            —¿Y quién no, hija? El diablo es contumaz, cualquiera puede caer en sus tentaciones.

            El padre Mauricio tragó saliva. Aquella muchacha había metido el dedo en su llaga más dolorosa. Él tuvo que enfrentarse a sus propios demonios, pero perdió la batalla, sucumbió a la tentación. Y sus actos tuvieron serias consecuencias, que todavía le impedían conciliar el sueño. La ayuda brindada por el Obispo le evitó la humillación ante la opinión pública.

            —Reconozco que soy débil —dijo la muchacha—, pero mi vida no ha sido fácil. Desde que mi hermano se suicidó, he vivido en varios orfanatos y con familias de acogida. Nadie me hizo caso, me tomaron por loca. Pero por fin, lo encontré.

            —¿Qué encontraste? —El sacerdote empezó a desquiciarse, no entendía nada.

            —Me he fijado en que no tiene monaguillo —replicó ajena al discurso.

            Este comentario inopinado convulsionó al párroco. Podría haber contestado simplemente: «Es un pueblo muy pequeño, apenas hay niños». O un aséptico: «Me las apaño bien solo». Pero no pudo reprimir su creciente ansiedad al rememorar los oscuros y obscenos actos que dieron con sus huesos en aquel diminuto pueblo serrano.

            —¿Quién eres? ¿A qué has venido? —interrogó a la joven, esperando que las respuestas no removiesen fangos del pasado.

            Al otro lado de la celosía no halló a nadie. De forma repentina, un estruendo le sobrecogió. Trató de salir del cubículo, pero el grueso clavo atravesado en la madera le impidió el paso. Un segundo golpe lo confinó definitivamente.

            La joven guardó el martillo en su pequeña mochila, de la que extrajo una botella con un producto inflamable. Al estallar contra el confesionario, gritó:

            —¡Arde en el infierno, abusador de niños!

 

EL MIEDO, por Tomás Sánchez Rubio.

  

“Cada uno de nosotros está formado por una procesión de fantasmas, en medio de los cuales avanza una realidad desconocida.”

                                                                                  Alexis Carrell, médico y escritor francés (1873-1944)

Unas navidades, tendría yo diez u once años, acompañé a mis padres a la boda de una prima de mi madre. Se casaba en el pueblo un domingo por la mañana temprano. Nos alojamos en la casa de la única tía soltera que me quedaba. Mis padres tenían su habitación en la planta baja; a mí me pusieron un viejo mueble cama en un ático sin ventanas; mejor dicho, tenía ventanas pero condenadas por recios tablones de madera clavados a los quicios. Había varios baúles de tamaños similares. Olía a humedad y a naftalina. Hacía frío. Solo había una bombilla que zumbaba, quizá molesta por mi presencia, con la irritación de un moscardón que luchara encerrado entre el cristal y el visillo de un ventanal de recios postigos. Mis pesadillas se hicieron realidad aquella noche. Apenas dormí. En mi aterrorizado espíritu lo de menos eran los posibles ratones y lagartijas del cuarto. Detrás de cada crujido de la madera presentía la mano de un cruel fantasma que esperara a que cerrase los ojos para lanzarse sobre mí.

            Desde que tenía uso de razón, la oscuridad me asustaba de veras. Fui hijo único y dormía en una habitación lejos de la de mis padres. Siempre tenía que dormir con una pequeña luz encendida, normalmente la lámpara de mesita de noche, aunque a veces no era suficiente... A pesar de eso, me fascinaban los relatos y las películas de terror: una curiosa paradoja parecida, supongo, a la de quienes necesitan vivir en conflicto consigo mismos o con los demás a fin de sentirse realizados como personas, a pesar de sufrir realmente por la continua presencia en sus vidas de la discordia.

            El verano antes de mi entrada en el instituto, vi en el cine al que acudía con frecuencia con mis amigos -habilitado en lo que durante el resto del año era un solar cubierto de albero-, una inquietante película del conde Drácula, con una sangre demasiado roja para ser real, aves nocturnas ululantes en cementerios de cartón piedra y doncellas de vaporosos vestidos saltando entre los matorrales de presuntos bosques de la lejana Transilvania. De vuelta a casa, embriagado por el olor a dama de noche, lo veía todo lleno de sombras, acaso las temidas tinieblas que constituían el reino, o más bien principado, del protagonista de esos filmes. Posteriormente llegarían las siniestras familias deformes del oeste profundo americano, los asesinos con máscara que acechaban campamentos adolescentes al aire libre, etcétera, etcétera. Era curiosa mi relación de amor-odio con esas cintas que, a pesar de estar deseando ver, literalmente hacían de mis noches un océano de inquietud.

            Lo peor de todo es que mi terror irracional a la oscuridad perduró durante mi adolescencia, mi juventud y mi edad adulta. Primero murió mi padre tras una breve enfermedad; luego mi madre. Cuando ella falleció, el miedo a la oscuridad, en una casa desolada y más vacía que nunca, se incrementó con fuerza.

 

            A Manoli la conocí cuando ambos asistíamos a la misma academia de inglés tres veces por semana. Fue un entretenimiento que busqué por las tardes -trabajaba a media jornada en una oficina del centro-, intentando llenar mis horas vacías.  Al salir tomábamos café con los demás. Un día le dije que si quedábamos a solas algún viernes. Me pareció mentira que dijera que sí.

            Cuando Manoli y yo habíamos formalizado en cierto modo nuestra relación, pasábamos juntos el fin de semana en mi casa. La tarde del sábado salíamos tras el almuerzo a dar un paseo por el parque, nos sentábamos a tomar café en el bar de siempre y no muy tarde volvíamos a casa a cenar frente al televisor. A veces íbamos al cine.

            Precisamente, un día entramos a ver una película de terror donde el protagonista estaba obsesionado con la idea de que sufriría algún día un ataque de catalepsia, de modo que lo acabarían enterrando con vida. Al final fue eso precisamente lo que el ocurrió al desdichado... Durante los días siguientes, lo pasé mal. De noche, a pesar de tener iluminada mi casa como una feria, casi no pegaba ojo. Un domingo de invierno, decidí contarle a Manoli mi problema. Estábamos sentados en un banco bajo un ciprés del parque. Temí que se riera, que se metiera conmigo, que me dejara por ser un individuo pusilánime... No ocurrió nada de eso. Me abrazó y me envolvió con su olor a jazmín un poco pasado de moda y pegó su fría mejilla a la mía.

            Pasado poco tiempo, decidimos vivir juntos. Con ella a mi lado cada noche, no sentía miedo de las sombras. No me hacía falta ninguna luz encendida: dormía abrazado a ella y eso me bastaba.

            No hubo pasado un lustro de nuestra convivencia tranquila y hermosa, Manoli enfermó de gripe, recayó y murió recién ingresada en el hospital. Cuando llegué a mi casa el día del entierro, una tristeza infinita se hundió en mi pecho. De nuevo volvía a estar solo. Llegué al mediodía; no almorcé. Me limité a sentarme en el sofá y quedarme muy quieto mirando un televisor apagado. Cuando se hizo de noche no tenía sueño. A las tantas de la madrugada, me entró un sopor espeso y molesto, me acosté y decidí apagar la luz. Hacía ya tiempo que no me quedaba a solas con la oscuridad, con el miedo. Temiendo que la angustia envolviera mis pensamientos, cerré los ojos y me obligué a recordar los buenos momentos con Manoli...

            Sentí al poco rato su perfume de jazmín pasado de moda envolviéndome; noté su mejilla fría en la mía, su cabello derramándose en mis hombros y su aliento en mi cuello. Era ella. No me di la vuelta; estaba bien así. Fue la primera noche de muchas en la que la oscuridad había dejado de atemorizarme para siempre.

COLAPSO, por Isabel Pérez Aranda.

 

Despierta el descanso la madrugada,

asoma oscura sin apenas matices, muy oscura,

tanto que olvido donde estoy

instante que revela destellos insoslayables.

Entender su sino suscita un dolor

tan fugaz, que de no ser así,

se hundirán los esfuerzos en el abismo,

y no merecería la pena luchar por nada.

Para entonces, el tropel de pensamientos vestigios de pena,

se disipan en fragmentos que abren los días.

Y otros lugares de aquí o allá extrapolan amaneceres

y agudizan espacios sin cabida de pensamiento, o reflexión,

o se muere de hambre o se muere de Covi,

y toda la incertidumbre,

la lucha encarnizada,

el compendio de huellas

la necesidad de sobrevivir

Desboca luz sobre oscuridad.

OSCURIDAD, por Francisco Javier Franco Miguel

 



Hoy he ido al súper
he visto libros al lado de los clínex
muy cerca del papel higiénico
de vez en cuando pasaba un cliente con carrito
y dejaba caer un ejemplar
que se instalaba entre el detergente
y las alubias en oferta
dicen que estos libros se venden por millones
y se leen de vez en cuando
en la sección de electrodomésticos
una gran pantalla led
mostraba su amplia gama de colores
en un programa de televisión
un hachazo de publicidad tajó la emisión
«programa patrocinado por la novela … de …»
creo que es un académico
dicen que estas novelas se venden por millones
y se leen de vez en cuando
y a veces llegan a las pantallas de los cinemas
al salir
en la calle
todo era oscuridad
oscuridad y monotonía
mientras retrocedía desconcertado y desconsolado
con mis paquetes de clínex y papel higiénico

INSOMNIO, por Alicia María Expósito.

                                                   





                                                                    Abre la noche

                                                    oscuros abanicos

                                                     en la aridez

                                                     de mis cansados párpados.

 

                                                      De la oscuridad brotan

                                                      secretas sinfonías

                                                       que viene proclamando

                                                       sonidos más antiguos.

 

                                                       El silencio y las sombras

                                                       tienen voces pequeñas

                                                       y por su imperceptible

                                                       nocturna levedad

                                                       se me hacen verdaderos

                                                       paisajes que conozco,

                                                       lugares que he vivido:

                                                       los caminos de tierra

                                                       regados por el sol

                                                       floreciente de agosto;

                                                       campos de primavera

                                                       regios, enaltecidos

                                                       por blanca flor de almendro; 

                                                       risas, cantos de niñas

                                                       en portales y plazas;

                                                       el aire del verano

                                                       que dejaba en la boca

                                                        un sabor a cereza;

                                                        y el beso de mi madre

                                                        para llamar al sueño.

 

                                                        Pero amanece.

                                                        Una luz despiadada

                                                        ha eclipsado el hechizo.

                                                       Necesario es que entierre

                                                        mi casa sin ventanas

                                                        en lo más hondo

                                                        de mi cuerpo frío.

 

                                                      No puedo ser la misma.

                                                     Tengo el alma más vieja

                                                     y a mitad de camino

                                                     de un olvido infinito.

 

                                                     Irremediablemente,

                                                     está naciendo el día

                                                     y siento que algo muere

                                                    con las primeras luces.         

DÍAS GRISES, por Ángela Caballero García.

 


Días grises,

ya se me 

había olvidado

lo bonito

que era

tu encanto.

 

Esa oscuridad 

mágica

que nos lleva

hasta lo más 

profundo

de nosotros

mismos.

 

Tú, enfrente

del abismo.

 

Inspiración

e instinto.