La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 15 de julio de 2018

MORIR DE OLVIDO, por Lourdes Páez

Pintura de Fernando Botero



Llegó sin avisar. Nadie le esperaba aquella mañana, justo a los seis meses y una semana de concepción. Su madre había hecho todo lo posible durante el embarazo por perderlo. Prostituta en activo, desahuciada por un cáncer no tratado, sin ayuda de nadie y adicta al alcohol, no contaba en sus planes con un hijo…
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Cada mañana se sentaba en la mesa de la esquina junto a las cristaleras de aquella cafetería,en la Plaza de Sagasta con Solferino. Solía tamborilear la madera con sus dedos costumbre “de viejos”, como él la llamaba, seguramente heredada de algún antecesor que desconocía mientras esperaba ser atendido por la camarera. Desde su posición, degustando plácidamente el café matutino, escudriñaba y criticaba para sí, o para los otros clientes que le circundaban en el interior, las bajezas de los que se sentaban en las mesas del exterior o los transeúntes.
“La vieja esa… Parece que no se da cuenta de los años que gasta. Maquillada como una vulgar ramera, y con un vestido tan corto como su vergüenza. Qué ridícula…” Pensaba José, repasando con mirada torva a la mujer más cercana a su mesa, justo al otro lado del cristal, que, sin compañía, miraba a ratos el móvil como si rehuyera con él su rotunda soledad.
“Y el sarasa aquel. Estará buscando planes. Se verá bonito con las gafas de sol. Mira la ojeada que les echa a todos los chavales que pasan… Qué asco de afeminados. No puedo con ellos” Proseguía, en una incesante sarta de improperios.
Y así, todo ese escaparate mundano de la cafetería, que pasaba ante sus ojos durante media hora, le servía a José para desquitarse de alguna amargura pasada que lo había convertido en un ser deleznable.
Llegó un día a la mesa más cercana a la de José una chica extranjera. Miraba el móvil nerviosa, con la impaciencia de quien esperaseuna llamada que le arreglarade golpe todos los problemas. No había apurado aún su café ni había recibido la ansiada llamada, cuando una voz ronca la sacó de su ensimismamiento.
“Oiga. Ahí no se puede usted sentar. Esa mesa está ocupada”.
Ella, molesta y contrariada a partes iguales, ignoró la advertencia de José. Tras un minuto de silencio, el anciano golpeó la mesa de la chica, que no salía de su asombro.
“Que te vayas de aquí, panchita”. Le gritó.
Ella no se movió. La camarera que solía servirle el café a José se acercó, y, aunque temerosa de la reacción del viejo, intentó hacerle entrar en razón. Y fue en vano, porque él continuó gritándole a la chica, que aguantó el tipo sin decir palabra, hasta que, a los pocos minutos, se echó a llorar. En ese instante, José se levantó de su silla y se dirigió a la puerta amenazando a los camareros de la barra con no volver más a la cafetería.
A la mañana siguiente, José llegó al local más temprano que de costumbre. Desde su mesa lanzó una mirada alrededor para asegurarse de que todo volvía a estar como siempre. Le pidió el café a la camarera y, aprovechando su cercanía, en un tono casi imperceptible, le preguntó por la chica del día anterior. La camarera le explicó que, al consolarla, le había contado sucintamente su triste historia. “Es una pobre chica, don José. Vino a España engañada, se ha quedado embarazada, y no tiene para comer. Ayer esperaba la llamada de una persona que la iba a ayudar con lo del niño… No quiere perderlo, ¿sabe usted?… Peroesa persona no la llamó”−le comentó al anciano.
José pasó la media hora del café ensimismado, siguiendo con mirada hosca a todo el que pasaba ante la cristalera,pero sin decir, inusualmente, palabra alguna.
A aquel silencioso día le siguieron varios más. También en silencio. Los camareros se miraban extrañados por el cambio de actitud en el viejo. Incluso hubo días en que ni siquiera apareció por la cafetería.
Una mañana, sentado en su mesa de siempre, José pidió a la camarera de siempre que se acercase, y,sacando un abultado sobre del bolsillo de su chaqueta, le susurró al oído: “dale esto a la muchacha sudamericana si vienepor aquí”.
Pero la chica nunca apareció. En las noticias de unas semanas después contaron que habían encontrado el cadáver de una prostituta ecuatoriana en el Parque del Polígono Oeste. Había intentado escapar de las redes de una mafia que la trajo engañada desde su país para trabajarcomo secretaria en España... Estaba embarazada de seis meses.
“¿Sabes? −Le dijo aquel día a la camarera,con enorme pesar, mientras daba vueltas insistentemente al café con la cucharilla−.Ese niño… Ese inocente niño debí haber sido yo”.

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