Llegó sin avisar, el amanecer.
Me sorprendió a lomos de mi caballo, sudoroso tras su aventura
nocturna. No hubo tiempo de alcanzar el pedestal.
El sol en los ojos y con él
la catástrofe, la revelación de mi otra naturaleza, la de los héroes, la de las
montañas. El sol fragua sus cementos. Lo mineral cuaja en mí, con su núcleo
cerrado, su imposible expansión.
Cuando cae la noche bajo de mi pedestal de
héroe a caballo, fiando mis movimientos a la oscuridad, y cruzo los límites
engañosos de lo real.
En las galerías subterráneas de mi ciudad hay extensos bosques por los
que galopo a lomos de mi corcel. Lucho y venzo de nuevo, revalidando las gestas
de los hombres que marcaron el destino de otros hombres.
Me entrego al ritual de espadas que me hace soportables las horas de
luz lentas e inoperantes que vendrán después.
Ahora estamos mi caballo y yo en mitad del césped. El pedestal visto
desde aquí es frío, inaccesible. Un altar que santifica la muerte.
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