La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

viernes, 30 de abril de 2021

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 54, 30 de abril de 2021"La belleza".


Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN: 2340-8634






SUMARIO




PORTADA, por Adely Madrid.





ARTÍCULOS: 




POEMAS: 





RELATOS: 








 

HABLANDO DE LETRAS CON ÁNGEL MOSTERÍN GARCÍA



·          Ángel, nos ha llamado siempre la atención las entradas que suele publicar en Facebook. Es usted un magnífico contador de historias. ¿Puede hablarnos de la génesis de las mismas?

No tengo mucho que decir acerca de esto. Es raro que cuando me siento a escribir (para un retal en Fbook) sepa qué voy a tocar. Y como no sé bien ni cómo empezar ni de qué manera terminar, todo lo que queda entre el principio y el final suele ser un desastre, que provoca pocos daños, y en último caso confío en que los atiendan las aseguradoras tan bien dispuestas siempre.

·         Usted estudió filosofía en la Universidad de Deusto y en la Sorbona, ciencias del lenguaje ¿Cómo comenzó su trabajo en la radio?

Bueno, en aquel momento las tres posibilidades que se me presentaban a mí eran: seguir estudiando (teología con los jesuitas en Innsbruck), dar clase particulares de lenguas clásicas a estudiantes (del bachiller de entonces), o presentar “Los 40 Principales”. Después la industria de la radio y yo tuvimos un romance duradero, con los altibajos propios que trae la prolongada vida en común. Con el tiempo me he aficionado mucho a montar en bicicleta, pero es difícil volver atrás; además hay gente muy buena dando pedales y me costaría entrar.

·         Sus discursos están cargados siempre de sentido del humor. Un amigo nuestro decía que el humor es la cortesía de la desesperación ¿Cuánto de verdad cree que hay en ese pensamiento?

No lo sé. No me hago con la frase. Quizá me hayas pillado en un día en que no esté lo suficientemente desesperado.

·         Algunos afirmamos que la filosofía debería ser disciplina obligatoria en los centros educativos, ya que nos enseña a pensar. ¿Cree usted que pensar garantiza el éxito en los tiempos que corren?

Carmen, aunque suene a rayos tengo que decirte que no soy partidario de que la filosofía sea obligatoria, porque dudo mucho de que se trate de una materia que se pueda enseñar (especialmente a quien no tenga interés en ella). Puestos a organizar nuestras mentes creo que la matemática ayuda mucho más. Diría que “filosofar” desde la enseñanza media se parecería bastante a “empezar la casa por el tejado”.

·         Nombre a un poeta que le guste especialmente y cuéntenos por qué.

Si me preguntaras por un queso creo que contestaría el manchego, y si por una verdura, probablemente las acelgas. Con lo del poeta me pones en un brete. Pon éstos en el orden que tú quieras, sabiendo que dentro de un rato te contestaría con el nombre de otros; los de las 13:20 serían: Gabriel Aresti, César Vallejo, Joan Salvat-Papaseit, Paul Verlaine, Joan Manuel Serrat, y Luis Ga Montero.

·         Nombre una pintura que le guste especialmente y cuéntenos por qué.

“¿Quieres más mamá o a papá?”. ¡Vaya lío! Supongo que me sucede como con los poetas por los que me has preguntado hace un momento. Hasta que te diga otros, apunta por favor: John S. Sargent (“Retrato de Lady Agnew”), Michiel Sweerts (“Muchacho con turbante y una flor”), Pierre Renoir (“Baile en Bougival”).

·         Le propongo tres palabras: manipulación, realidad y emoción. Cuéntenos lo que se le ocurra, acerca de las mismas.

Manipulación: fuera de la que se da en los procesos industriales, me suena a prestidigitación, ilusionismo, y adoctrinamiento.

Realidad: No existe, o en todo caso sólo durante un instante.

Emoción: Unos bailes bien apretados con quien tú desees bailar.

Muchas gracias.

Gracias a ti, Carmen. ¿Te apetecería bailar?


 

LA BELLA SIMONETTA, por Carmen Hernández Montalbán.


Ella era la musa deseada. Los pinceles de toda Florencia soñaban con acariciar en el lienzo su perfil. Los hijos de las familias más acaudaladas celebraban justas y la nombraban dama de su corazón, ensartando sus cintas en las lanzas. Esta joven había hechizado a la ciudad sin levantar el mínimo atisbo de celos en su imberbe esposo. Ambos, marido y mujer, correteaban como niños los jardines del Palacio Vespucci, distraídos en juegos inocentes.

Simonetta…, la perla de Portovenere. Su dulce rostro  me arrebató el corazón sin saberlo. Ella era para mí la rosa núbil, la hermosura candorosa que conmueve, el amor prohibido e inaccesible. Sin embargo, el corazón es desobediente, difícilmente atiende a la razón o a las convecciones. Fue tan secreto mi amor que me turba confesarlo, Piero, aun al borde de la muerte. Sí, la quise, su alma comprendió a la mía desde el primer retrato. Recuerdo con viveza su asombro al contemplarse por primera vez en una de mis pinturas. Juraría que su admiración no se debía a la fidelidad con que su imagen quedó plasmada en el cuadro. Pues era ella, sin duda, las mismas hebras de cabello dorado e indómito de diosa enmarcando graciosamente su semblante; la delicadeza nacarada de su tez; la pulpa fresca y sonrosada de sus labios; el abismo turquesa de su mirada…, pero era también la soledad, la añoranza de su familia y su pueblo natal; el desarraigo al que la había condenado un pacto matrimonial basado en intereses; el vértigo ante la posibilidad de un amor prohibido.  Por eso, la bella, clavó su mirada en la mía, buscando al hechicero de los pinceles que había logrado desenmascarar su inquietud y desazón. Primero vino el sonrojo, azorada, su rostro se tiñó de rubor y bajó la mirada, después esbozó una sonrisa. Creí adivinar en ella un acuerdo tácito de amistad, el preludio de un sentimiento amoroso donde la admiración se hace patente. Aunque, tal vez, pensé entonces, fuera la misma proyección de mis deseos y esperanzas la que me hacía fabular hasta caer en las redes de mis propios espejismos.

Sea como fuere, ella supo que yo la había comprendido. Ambos hablábamos sin hablar en cada encuentro casual o concertado. Los encargos de la familia Vespucci para retratar a Simonetta aumentaron, por expreso deseo de la joven. Cuando no, era yo quien la reclamaba como modelo en cualquier proyecto. Ella encarnaba todos los personajes femeninos de mis cuadros. Las largas ausencias de Marco, su esposo, en Génova, para aprender el oficio de banquero, propiciaban más, si cabe, nuestros encuentros. A veces yo detenía mi trabajo tan sólo para contemplarla y ella ya no apartaba la mirada. Nuestros rostros llegaron a estar tan cerca que podía respirar su aliento, era el astro alrededor del que giraba mi alma, fascinada por el resplandor de su belleza. Pero nunca me atrevía a tocarla, Piero, qué cobarde fui. Tuve miedo de romper la magia de aquel hechizo, de aquella complicidad muda que unía nuestros corazones.

Entonces llegó el terrible día. Ella acudió al taller ubicado en su propio palacio, para posar como de costumbre. Yo bosquejaba un nacimiento de la diosa Venus en las profundidades del mar, emergida de una concha gigante. Le explicaba el simbolismo de la diosa pagana, protectora de los idilios, la hermosura y la fertilidad, cuando ella se despojó de su vestido dejando desnudo su cuerpo de ninfa ante mí. ¡Oh Dios! ¿Quién hubiera resistido tamaña prueba? Pues no hallé frivolidad alguna en su gesto, sino la determinación deliberada de una ofrenda. Simonetta Vespucci no sólo desnudaba su cuerpo, sino que dejaba al descubierto sus sentimientos más profundos, sus anhelos de amar y ser amada. Corrí a estrecharla entre mis brazos con ternura y cuidado, como quien abraza a un lirio que en cualquier momento pudiera quebrarse. De pronto comenzó a toser, una tos persistente la hizo encogerse. Buscó en su cartera bordada un pañuelo blanco que al retirar de su boca quedó manchado por un esputo sanguinolento. ¡Ay de mí! la ayudé a vestirse, temblando de pavor, y alzándola en brazos la llevé a su alcoba. Allí me fue arrebatada por los criados y familiares, que se apresuraban en avisar a los médicos, en mandar un emisario a Génova. La perdí de vista enterrada entre almohadas y cojines, oculta entre cortinas, flanqueada por boticarios y galenos. Sólo me fue permitido acompañar a distancia al cortejo fúnebre, que cargaba el suntuoso féretro donde quedó sepultado para siempre mi corazón.

Por eso ahora, Piero de Cosimo, no tengo miedo a la muerte, la ansío como el amante desea el encuentro con su amada. Recibe esta carta, como testimonio de mi última voluntad. Quiero ser enterrado en la Iglesia de San Salvatore in Ognisanti, junto a la bella. A ti encomiendo mi obra más secreta, donde Simonetta vuelve a nacer, al igual que Venus, para la eternidad.

MANOS FRÍAS, por Tomás Sánchez Rubio.

 


Cuatro o cinco días a la semana se sentaba en el mismo sitio, frente a aquella mujer, con los hombros algo hundidos y la cabeza ligeramente levantada. Así pasaba las horas; siempre en la misma posición. La escultura estaba situada sobre una peana baja y a una cierta distancia del banco, de manera que no tenía que alzar demasiado la vista. El asiento, de terciopelo rojo, acusaba el peso de sus jornadas contemplativas con un ligero hundimiento en el centro.  El móvil, abandonado siempre a unos diez centímetros a su derecha, vibraba a su lado todas las mañanas a la misma hora, más o menos. Siempre era Ruth, que aprovechaba el momento en que volvía de desayunar para llamarlo. Y siempre era por la misma cuestión: para preguntarle si iba tardar mucho en volver a casa. En verdad, no le importaba la hora en que regresara, porque él solía estar allí cuando ella llegaba, bien acabando de almorzar, bien en el sofá mirando con ojos inexpresivos la televisión sin prestarle apenas atención.

            Ruth sencillamente deseaba hablar con él aunque fuera unos segundos, escuchar su voz. También albergaba la esperanza de que quizá algún día él anduviera cerca de su trabajo y así poder verse en la calle unos minutos. Joaquín, sin embargo, forzado a salir de su ensimismamiento por el impertinente zumbido del aparato, fruncía el ceño de un modo hostil y, mirándolo como el niño mimado que no soporta ni la menor amonestación por parte de sus padres, normalmente rechazaba la llamada pulsando el botón rojo. Volvía entonces a su aislamiento pero con el regusto amargo del fastidio que representaba la presencia de Ruth en su vida, a la que creía incapaz de valorar lo que él hacía, apreciaba o admiraba. Qué gran soledad la del artista...  No obstante, tampoco le costaba demasiado adentrarse de nuevo en la contemplación de la marmórea figura que tenía delante. Su frente recta, los labios finos pero bien dibujados, sus brazos bien torneados, frágiles muñecas... Le parecía hasta poder distinguir pestañas en los párpados entrecerrados. Los pliegues de la túnica jugaban con la luz a su capricho. Joaquín consideraba que más que en una sala de museo, aquella imagen el nombre “estatua” le repugnaba era digna de un jardín, de un patio no demasiado grande ni frondoso, acompañada por el canto de los pájaros y el rumor del agua de alguna discreta fuente de cerámica.

            Había escuchado que las esculturas antiguas se pintaban de vivos colores, pero de alguna forma se resistía a la idea de que la suya los hubiera tenido un día, queriendo pensar que la palidez del mármol implicaba la perfección completa, como si hubieran pretendido los griegos y los romanos que sus creaciones fuesen ciegas y desprovistas de todo vínculo terrenal y mundano.

            Por las tardes, tres días a la semana, Joaquín iba a una academia a recibir clases de modelado. Salía descontento y molesto, pues pensaba que nunca el resultado era el que ansiaba. Todo lo que surgía de sus manos normalmente le parecían figuras torpes e informes, lejos de la belleza que él anhelaba: la canónica hermosura que contemplaba en aquella obra frente a la cual se sentaba cada mañana. Lo peor es que, como suele ocurrir con los espíritus que se tienen a sí mismos por grandes, él pagaba tal frustración con su compañera Ruth, como si en última instancia ella fuese la responsable de su manifiesta escasez de habilidad tanto social como creadora.

            Joaquín había decidido dejar el trabajo hacía casi dos años. Ruth no estaba demasiado conforme con tal decisión, pero transigía porque lo quería… Ese cariño también la hacía engañarse pensando que en algún momento iba a encontrar un trabajo mejor que el que había dejado. No obstante, la verdad es que se le acababan los argumentos para seguir defendiendo ante los demás, y ante sí misma, la incomprensible actitud de Joaquín.

            Ella siempre estaba pendiente de él, cogiéndole de la mano mientras veían juntos la televisión, o bien en las escasas ocasiones en que Joaquín aceptaba salir a pasear. Esas veces, él apartaba su mano de la de Ruth quejándose de que le repelían su piel áspera y el excesivo calor que le producía. Desde siempre, desde que eran novios, la forma de ser de él había sido distante, pero ahora parecía no estar vivo. Ella le sonreía con frecuencia, buscando una sonrisa cómplice, una mirada amable, algún detalle de amor, de afecto, pero solo encontraba desaire y enfado, un enfado continuo e irracional.

            Durante una interminable tarde de domingo, mientras hacía la comida para la semana, tras haber planchado varias camisas de él, Ruth tomó una decisión.

            El martes, Joaquín se levantó muy temprano. Todo estaba en silencio, lo cual era normal, pues Ruth siempre se iba antes. Se dirigió a la salita para levantar la persiana. Cuando lo hizo, distinguió un bonito sobre apoyado en el cenicero de cristal regalo de sus padres. En el anverso se leía “Febrero”; dentro, aparte de algunos billetes, había una hoja cuadriculada de cuaderno doblada por la mitad; decía sencillamente: “Te dejo varias fiambreras en el frigorífico. Cuídate, Joaquín.”

            Sin decir nada, Joaquín se vistió, cogió el metro y llegó puntual al museo a sentarse frente a la escultura. El móvil, a su lado, pequeño y desolado sarcófago vacío, no vibró en toda la mañana. Siempre atento a los detalles, sus ojos se fijaron aquel día en las manos de la figura: finas, gráciles, delicadas... Unas manos divinamente frías.

EL CÍRCULO DE LA BELLEZA, por Gloria Acosta.

 



 

San Francisco, Atlanta, Nueva York, Japón, Bolonia. Tras dos años volvía a casa.

Es en la soledad de la sala, antes del cierre, cuando se produce el encuentro. Ningún  rostro encarna el enigma de la belleza como el suyo. La había echado de menos, sin duda.

La despedida apenas dura unos minutos. Frente al rostro, permanece atrapada en un laberinto circular que parece no tener fin. Ese recorrido visual le produce un placer agónico, aplacado tan solo en el azul pardo de su mirada, melancólica, de una  tenebrosa dulzura. Luego el viaje continúa para quedar prendido en el brillo sutil e hipnótico de la perla. De ahí al cuello del vestido. Asciende  y reposa al fin en la jugosidad de su boca, en la sensualidad sugerente del gesto. Y como en un tobogán infantil, el círculo la empuja de nuevo a sus ojos líquidos.

El vigilante de sala siempre rompe la magia.

— Buenas noches señora.

— Hasta mañana, Hendrik.

La joven sigue con la mirada a la curadora de arte.

Desdibujada queda en la penumbra de la sala.

SOBRE ARTE Y BELLEZA, por Josefina Martos Peregrín.




No toda fotografía de una flor ha de ser bella, no todo poema de amor es un buen poema. En eso consiste precisamente la condición primordial del arte, en su capacidad de otorgar belleza a lo que, por naturaleza, no la tiene; en crear una historia o imagen bella a partir de una situación de odio, de desamor, de crimen, un campo desolado o una pared leprosa.

No confundamos el objeto con su representación. Recuerdo haber leído sobre un pintor decimonónico que tasaba sus cuadros en precios excepcionalmente altos para la época; se le criticó por ello y, en entrevista periodística, se defendió diciendo: “Tenga usted en cuenta que en mis cuadros no aparece ningún objeto que cueste menos de mil duros. Mis bodegones no retratan botijos alfareros sino porcelanas de Sevres, y los damasquinados de los sillones son auténticos.”


Sin olvidar un punto fundamental: el arte no debe limitarse a agradar; también necesitamos obras que nos hagan pensar, dudar, rebelarnos, descubrir y descubrirnos. Este punto de vista no es nuevo; recordemos las tragedias clásicas, Antígona con el hermano querido pudriéndose a la intemperie, o Medea matando a sus hijos. O las escenas bíblicas, con masacres tan espantosas como el diluvio universal o las múltiples versiones de Judit con la cabeza de Holofernes recién cortada. Por no mencionar la iconografía cristiana, con sus crucifixiones y martirios. Vista esta herencia artística, ¿por qué actualmente abunda el espectador que solo quiere imágenes “agradables” y el lector de poesía que únicamente busca declaraciones de amor? Primacía de lo bonito sobre lo bello, que a menudo encubre una lucha a muerte entre ambas categorías.

Concluyo reconociendo que aún permanece viva la vieja discusión sobre fondo y forma; en arte, la forma lo es todo; un tema apasionante se vuelve anodino si no recibe un tratamiento adecuado. Y un tema anodino se torna interesante según el punto de vista, la sensibilidad de la mirada y el dominio del oficio de quien lo aborda.


LA BELLEZA DE LAS COSAS, por Isabel Pérez Aranda.


Los adoquines sobresalen desde la infinitud de la calle, todo en ellos es supremo 

de un esfuerzo sobrenatural, y sin embargo

el deambular de la muchedumbre aligera los días

eclipsando la elegancia del azul

fomentando el ánimo de percibir ángulos de inocencia

donde sostener su mirada. 

Nunca una sensación provocó deslumbramiento tan certero

su retina reveló la ancestral belleza de las cosas

aun cuando la luz del atardecer sobre el horizonte

reflejo rojizo entre tejados

misterio insondable

invocó

el desenfrenado jolgorio a la salida del patio. 

Pálpito cercano al corazón 

tibieza del rocío sobre la hierba 

explosión de amapolas crepúsculo de espigas

tránsito aferrado en el dorado de carey

iris empíreo

 la ancestral

belleza de las cosas.

LA BELLEZA DEL ALMA, por Gloria Almendáriz.

  

Santiago Marquina era conocido en la ciudad como el coleccionista de sonrisas. Su estudio fotográfico era lugar de peregrinaje para todos aquellos mortales que anhelaban ser capturados en una instantánea mientras sonreían ante el semidiós en que se había convertido.

Algo tan sencillo a simple vista se tornaba misión imposible para la mayoría, porque Santiago era muy especial en este oficio de capturar sonrisas, sólo coleccionaba aquellas que él denominaba “la belleza del alma”.

El protocolo era siempre el mismo. La persona interesada, tras cita previa, acudía al estudio de Santiago y le ofrecía su sonrisa como si de un valor en bolsa se tratara.

Primero, el sujeto pasaba por el banco de pruebas. En una estancia blanca, con solo un espejo por todo decorado, el “sonreídor” probaba una amplísima gama de sonrisas para después afrontar la siguiente prueba.

La variopinta exhibición de muecas de la que hacían gala los aspirantes constituía un material valiosísimo que, por supuesto, Santiago recogía por medio de una cámara camuflada en el mismo espejo al que los modelos se entregaban con frenesí.

A continuación eran recibidos por un ayudante para realizar el posado:

-          Muéstreme su mejor sonrisa.

-          Procure mantenerla.

-          Probemos una vez más. –Les decía mientras eran observados escrupulosamente por Santiago desde todos los ángulos y distancias.

La prueba podía repetirse una y otra vez hasta que llegaba el veredicto:

-          Lo siento, no me sirve.

-          No capto la belleza del alma en su sonrisa.

-          No es lo que busco.

Las sesiones de fotos de los “sonreidores” solían resultar frustrantes y acababan en el más estrepitoso de los fracasos.

Tras veinte años buscando en las sonrisas la belleza del alma lo que había alimentado Santiago sin pretenderlo fue la tristeza y el abatimiento de tantos aspirantes. Es más, había conseguido marcar el pulso de la ciudad. Se constituían asociaciones de sonreidores ignorados. Se abrían academias


donde se enseñaba a sonreír. Proliferaban grupos de autoayuda para los más afectados.

La guinda la puso uno de los candidatos a la alcaldía al incluir en su programa electoral la implantación en las escuelas de una nueva asignatura para que los niños aprendieran a mostrar en sus sonrisas la belleza del alma.

Comprendió Santiago que en su empresa como coleccionista de sonrisas se le arrogaban responsabilidades que no le correspondían y se planteó seriamente cambiar el rumbo de las cosas. Tras jornadas de intensa reflexión solo halló una salida: empezar una nueva vida en otra ciudad, con otra profesión.

Preparó su marcha con absoluta meticulosidad. Esa noche la pasaría de vigilia, despidiéndose de su magnífica colección, una interminable cascada de sonrisas que cubría las paredes de una amplia estancia aledaña a su estudio. Santiago pasaba las manos por ellas en un adiós individual, reconociendo su variedad: sonrisas zafias, humildes, bobaliconas, ingenuas, sinceras, encantadoras… pero la belleza del alma no asomaba a ninguna de ellas.

Al pie de cada foto había diversas anotaciones, muchas imprecisas. Todas tenían un número. Era la nota con la que Santiago valoraba la belleza del alma, Ninguna alcanzaba el diez.

Le llevó horas decir adiós a su obra. El siguiente paso sería el más doloroso. Tenía dispuesto meter todas aquellas imágenes en varias maletas y facturarlas a diferentes direcciones inexistentes de cualquier país o continente. Saber que seguirían existiendo, aun desconociendo su paradero, le proporcionaba cierto alivio.

En esta tarea andaba Santiago cuando sonó el timbre. Eran las nueve y había olvidado cancelar sus últimas citas. Pensó que no perdía nada por atenderlas, sacar unas fotos y guardarlas como recuerdo. Eso es. Serían las últimas sonrisas.

En el umbral, dos mujeres, jóvenes, de gran parecido. Luego supo que eran hermanas. Las condujo directamente al estudio. Esta vez no hubo protocolo de preparación. Realmente nunca sirvió de nada, así que posarían directamente ante su cámara.

Se preparó la primera. Santiago le dio unas breves y precisas indicaciones sobre cómo mirar, cómo sonreír, altura de la barbilla, etc… Varios disparos anunciaron la labor concluida.


Las dos mujeres percibían la apatía y las prisas del afamado fotógrafo pero no dijeron nada. Dejaban actuar y observaban.

Se preparó la segunda. Se repitieron las mismas directrices. Algo no funcionaba. Aquella mujer mantenía una mueca fija como de sonrisa forzada. Santiago comenzó a ponerse nervioso, sus ojos iban y venían de la mujer al visor y viceversa. Sus manos sudaban. Una vez más y en un tono algo agrio, la conminó a que sonriera.

Incomodada ante la situación y antes de que todo se echara a perder, la hermana habló:

-          Disculpe. Realmente era yo la que quería fotografiarme. Mi hermana no puede sonreír. Padece una parálisis facial que se lo impide. Pero le hacía tanta ilusión posar para usted que no ha podido resistirse.

Aquellas palabras dejaron a Santiago completamente desarmado. Más que hablar, balbuceó:

-          Lo siento, yo… en fin, le haré unas fotos igualmente. Seguro que saldrá muy guapa. (Qué tontería acabo de decir –pensó al instante).

-          Gracias.

La escena se recompuso: la mujer, más tranquila, posaba plena de gratitud. Tras la cámara, Santiago observó que era realmente hermosa y un escalofrío recorrió su frente cuando la miró a los ojos. Un disparo, otro, otro, imposible parar aquello. Sentir que uno está alcanzando la perfección.

Cuando salió de aquella sacudida vertiginosa solo oía su respiración, fuerte y desacompasada. Contempló de nuevo a la mujer, más por afianzar la sensación experimentada que por mera cortesía.

-          Bueno, ya veremos lo que sale de todo esto.

Acompañó a las mujeres hasta la puerta y apenas acertó con los formalismos de una común despedida.

No atendió a más citas. Recorrió precipitadamente los escasos metros que separaban el estudio del cuarto oscuro, en el que instantes después los líquidos reveladores y fijadores obraron el milagro. Desechó las imágenes de la primera mujer y contempló atónito el resto. Allí estaba lo que persiguió durante veinte años: la belleza del alma en una sonrisa.


Sorbió sus lágrimas mientras las yemas de los dedos repasaban el rostro de la mujer. Todo estaba en aquella mirada, eran los ojos los que sonreían y abrían puertas hasta los más bellos recónditos del alma.

Esa misma tarde, Santiago abandonó su estudio, su vida pasada, la ciudad.

 

 


LA NATURALEZA ES SABIA, por Consuelo Jiménez.

 


“La belleza es un estado de ánimo”

                                    Emile Zola



De pronto se escucha música en la nada,

notas errantes sofocan el melancólico despertar de la habitación.

Un do, un re, un mi, un fa, un sol, un la, un si,

repican en las tripas del vacío.

Hay que entenderlas,

famélicas se retuercen anhelando belleza.

Se abre bien la ventana,

cientos de matices percuten en el tímpano,

toman cuerpo los sentidos.

Azules encendidos descubren la hora,

es mediodía, el sol reverbera, aviva el paisaje,

que se prolonga en el infinito, 

haciendo hermosa la existencia misma.

Paciente la naturaleza nos asalta en su quietud,

nos muestra el jardín oculto de las cosas.

Si llegamos a percibir el frescor de su lengua,

la belleza se consuma lamiéndonos el espíritu,

nos alegra, más y más.


LA BELLEZA ENJAULADA, por Dori Hernández Montalbán.

 



Estudio de MARIA BLANCHARD, Santander.España.1881.Paris.Francia1932.

María se ha quedado dormida pintando a altas horas de la madrugada. La despierta el ruido del trueno , de una tormenta.  Por este tiempo ha  muerto ya su amigo Juan Gris, compañero admirado. Diego Rivera esta en  México. Para situarnos cronológicamente   la escena ocurriría  supuestamente, durante 1930-31. La muerte de Juan Gris, la sumió en una profunda crisis espiritual. Y comienza, posiblemente, a encontrarse mal físicamente.

El atuendo cosiste en un vestido estampado  en grandes cuadros amarillos y verdes, unos manguitos para evitar mancharse. Se despierta bruscamente al escuchar el estruendo del trueno y la lluvia. Habla para sí, aunque en ocasiones  alza la  mirada al cielo, con el que últimamente conversa.

 

MARIA BLANCHARD :

Ay Señor, ¿ahora me mandas todo este ruido?

(Se dirige a la ventana, comprueba que llueve copiosamente.)

Estoy tan cansada, (se masajea las manos, y mueve los dedos pues nota que se le han quedado adormecidos) los dedos no me responden. ¿A qué viene ahora este estruendo de nubes? ¡ah! ¡este dolor de espalda insoportable!

En otro tiempo, en Santander, hubiera celebrado la tormenta saliendo al balcón.  Me gustaba contemplar la lluvia, escuchar el rugido del mar cantábrico. Magnifica perspectiva aérea la de aquel lugar;  buen lugar para nacer y jugar, con aquellos ojos abiertos y brillantes de la infancia, aquellos ojos ávidos de conocerlo todo, se han  ido apagando con el tiempo, achicándose como  perladas cabezas de alfiler (se pone sus anteojos, y vuelve a trabajar la pintura. De fondo se puede escuchar el ruido de la tormenta) Penetrantes y miopes. ¡Dios mío, cada día veo peor! Aunque aquí sigo, pese a todo, como un girón de nube que se deshiciera en el mar. Azorada, marcada de por vida por aquel fortuito accidente de mi madre gestante. Aquella desgraciada caída que acabó quebrantando mi pequeña columna como se quiebra un brote tierno de hierba (alza al cielo la vista como pidiendo a Dios cuentas).

¿A quién pedir cuentas? Acaso a ti Señor, al hijo del hombre crucificado, no sería justa, hubo de ser difícil alzarse de esa cruz y esas espinas…Si puedes escucharme, perdóname, porque la que habla es aquella niña malherida antes de nacer, aquella niña con la espalda arqueada, a la que enseñaron a pintar para que más tarde pudiera verter su llanto a orillas del Sena. Y andar perdida, desapercibida entre la gente. Aquella criatura predestinada a poner en práctica el número áureo, las medidas inalterables, la geometría de la belleza.

Pájaro herido que habría de dormir en su propio abrazo.(tose)

Los que tienen fe en ti, dicen que todo lo puedes…si así es, mantén estas manos  ágiles  para que pueda seguir pintando, tocar las superficies para  deconstruirlas´.

Ya sé, ya sé que hablo susurrando, por eso no se me entiende, por eso no escuchas mis plegarias. Deberían haberme llamado sigilosa sombra en lugar de María. Las plegarias son como abismos. Me escondo entre los hilos del lienzo, impregno los rostros con el color de la melancolía , de la soledad, de amargura.

Nunca probé el sabor de un b eso apasionado. Rojo sobre negro, negro sobre rojo .¿Quién amaría este cuerpo deforme? Por eso no quiero espejos en la casa, para evitar el bochorno de verme reflejada en ellos.

Por esta soledad busco consuelo en las iglesias, en los museos, lugares en donde tampoco estas. Y camino sola mendigando distracción, consuelo… (continua retocando la pintura, la firma) María Blanchard, ese es mi nombre Señor. La que en sus pechos de agua oculta un suspiro. Aquella que aprendió a perfilar la espuma de las olas para mejor distinguir la línea del horizonte y apreciar con nitidez dónde termina el mar y dónde comienza el cielo. Abeja reina de los parques, consuelo de los mendigos y demiurga de las flores.

Confieso que no soy más que una pintora sin demasiado talento, una pobre mujer, que hubiera cambiado toda mi obra por un poco de belleza.

La sombra del cuervo avizora, Señor,¿ acaso tú no la ves? La sombra del cuervo avizora anunciando a la mujer-pájaro (habla para sí).

Craso error, María, craso error fue confiar que alguien podría amarte. ¿Señor, por qué has permitido que me quede tan sola? Te has llevado a Gris, a Angelina y Diego Rivera, mi adorado barrigón, se fue a México; mujeriego empedernido, maldito engreído, un niño grande, que según dicen, se ha unido a una jovencita, Fryda Kahlo. Gran error el mío, pensar que lo bello habría de ser justo y bueno a la vez, porque no es justo este cuerpo en el que vivo prisionera. Siempre ha anhelado la belleza plena y únicamente la hallé en la placidez del sueño de los niños. (tose) Cuando todo esto pase, Señor, la enfermedad, la tristeza…, si vivo, voy a pintar muchas flores, voy a escuchar la música de los violinistas mendigos de Montparnasse.  Y pasear por sus calles donde las luces son como luciérnagas gigantes que viajan en barco sobre las aguas del Sena.  Si vivo, voy a pintar muchas flores, flores misteriosas como el ave del paraíso, mitad pájaro y mitad flor.

 

 

 

 

 

 

REGENERACIÓN, por Eduardo Moreno Alarcón.

 


La tarde declinaba luctuosamente hacia un anochecer de lluvia. Algunas gotas aisladas y menudas chocaban contra el cristal, resbalaban y morían en el alféizar. Cercada por la penumbra, la luz de una lámpara iluminaba el ejemplar que Arthur Barrow leía acomodado en su sillón. Rumiaba el cirujano sobre el logro resumido en esas páginas: su triunfo en ciernes. Quimeras del pasado que adquirían consistencia material. Atrás los años de trabajo, de enclaustramiento, de frustraciones, de indagación casi febril, de vida asceta y solitaria. El gran laboratorio como celda. Tantas renuncias no importaban si alcanzaba un paso más. Era posible. Ahora, por fin, el doctor tenía certezas mensurables…

Resultados con cobayas extrapolables a humanos.

Las posibilidades terapéuticas que se abrían para la ciencia eran enormes.

Y él las mostraba sin ambages en su artículo, dado a la imprenta en la revista más prestigiosa del universo clínico.

La publicación, sin embargo, no tuvo el eco que el científico esperaba. Aquello fue un revés para el doctor. Inesperado, incomprensible, injusto. Su entusiasmo fue acogido con tibieza. Ni sus colegas ni la comunidad científica le dieron mayor trascendencia al hallazgo. Interesante, sí. Prometedor sin duda. Quizá aplicable en un futuro. Pero muy lejos de servir en un quirófano.

Sintió la mordedura de la rabia. Y de las dudas.

El doctor Barrow dejó a un lado la revista, se levantó y se sirvió un whisky. Ahora la fuerza de la lluvia estremecía los ventanales de la casa.

Durante un tiempo lidió con la envidia ajena y el silencio indiferente de los otros, sus reputados compañeros.

Arthur se conjuró a sí mismo para lograr el gran sueño y demostrar a esos ingratos su ceguera, su torpeza, su yerro. Acaso pronto, puede que incluso con el Nobel en la mano, esa pandilla de patanes se excusara por su falta de visión.

 

Esther llegó a consulta una mañana de cielo plomizo. Su apariencia era la de una mujer todavía joven. Al menos por las zonas de su cuerpo que dejaba al descubierto: las manos y una parte de la cara. En efecto, la paciente recubría medio rostro con un velo muy oscuro. Para mayor extrañeza, se dejó puesta una capucha en la cabeza. Tomó asiento frente a Barrow y lo miró fijamente con su ojo izquierdo de azul líquido.

Aquella mujer captó de inmediato el interés del doctor.

Esther, mujer instruida, había cursado medicina. Acabada la carrera se especializó en nefrología. Llegó a ejercer en clínicas privadas y más tarde en un hospital. Pero de pronto apareció su enfermedad. Los tratamientos invasivos. El miedo y la vergüenza. La horrible deformación en su organismo. Todo ello la obligó a abandonar su profesión, al tiempo que buscaba alguna cura a su dolencia. Y fue precisamente a consecuencia de esa búsqueda desesperada, contrarreloj, cuando topó con el artículo de Barrow.

El hecho era que Esther se convertía gradualmente, a causa de su mal, en una aberración biológica. Un monstruo orgánico. En uno o dos años,  según los cálculos de Barrow, de no poner remedio, esa terrible degradación abocaría en una muerte agónica.  

Esther sólo tenía una salida. Su vida estaba en manos del doctor. Si Barrow fracasaba, ella misma se mataría.

Arthur comprendió, como una revelación, que había llegado la ocasión que tanto ansiaba. Así se lo anunció a su paciente.

En sus trabajos precedentes, el doctor Barrow extirpó varios teratomas (tumor encapsulado con componentes de tejidos u órganos) y, de éstos, grupos de células fetales. Estas células madre, vitales en el desarrollo y crecimiento del ser humano, producen toda clase de mimbres orgánicos, cimientos biológicos: hueso, uñas, pelo, dientes, piel…

Fase siguiente, el cirujano inyectó dichas células en roedores amputados. El resultado fue asombroso: los animales lograron regenerar sus tejidos ausentes: patas, colas, orejas… Proceso mágico para un observador externo.

Barrow consiguió lo más complejo: poner orden en el caos del teratoma. Aisló los grupos celulares en función de su especialidad productiva.

Inyectada la dosis precisa, Arthur confiaba en la regeneración completa de los tejidos de su paciente, devolviendo a Esther su belleza perdida.

Al cabo de unas semanas, tras un post-operatorio controlado al milímetro, el cuerpo de Esther fue recobrando su vigor juvenil, su lozanía.

A la vista de su éxito, Barrow no cabía en sí de gozo. Esther, en efecto, lucía más hermosa que nunca. Su piel adquirió una tersura adolescente, sus curvas la turgencia de primera juventud.

Quizá por simpatía, quizá por gratitud, acaso por el lazo entre los dos, brotaron sentimientos amorosos. Médico y paciente se entregaron mutuamente.

Contrajeron matrimonio en el pueblo natal de la joven. Más tarde, tras unas semanas de viaje, feliz luna de miel, los Barrow se centraron en su ciencia, la medicina. Compartieron lecho y laboratorio. Esther volvió a ejercer su profesión.

Pasaron los meses. Lapso de dicha conyugal.

Una mañana, cuando Arthur despertó, halló a su lado, tendido en la cama, a un ser de pesadilla, deforme y retorcido, caótica amalgama de tejidos, urdimbre delirante de órganos: pelo, huesos, uñas, dientes… Su esposa trocada en horror…

Lo supo más tarde, cuando ya no había remedio. Sus colegas desconfiaban con motivo. Riesgos que Barrow ignoró.

Las células fetales, cumplida su labor reparadora, seguían creciendo, creciendo, creciendo, desprovistas de refreno y de control.