Me he echado a la calle porque allí, dentro, me faltaba el aire. Será
porque allí me siento mueble y a los muebles no se les conoce por eso de
respirar.
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Geburtsdatum,
bitte.
La auxiliar me ha pedido la fecha de nacimiento, porque por el apellido,
que le he repetido hasta en tres ocasiones, deletreándoselo en español, en
alemán y en inglés, no encontraba mi ficha.
Ha debido escucharme mal. Es complicado entenderse hablando con mascarillas
y con el murmullo de fondo.
Tampoco atinaba a localizarme por la fecha, pues me la ha preguntado otra
vez, pisando mis explicaciones. Para ella claramente no es un problema suyo de
escucha, es que yo no se lo he dicho bien, es que yo no sé hablar. Pues eso.
Que soy un mueble. Los muebles ni respiran ni hablan. Un mueble además que
estorba. No, nada, que no me ha encontrado en la base de datos, así que no me ha
podido dar la receta que yo venía a recoger y que previamente había solicitado por
correo electrónico. Me ha dicho que de eso no sabía nada. ¿Que no sabía qué?
Que no era su trabajo revisar los correos que entran, que yo tenía que volver a
hacer cola y esperar turno y que no me podía asegurar si hoy me atendería el
doctor y que mejor hiciera una cita y volviera entonces, que en definitiva era
como decirme, “váyase usted a tomar viento y déjeme aquí en paz con mi lista
del día, que ya bastante tengo, y encima con el teléfono este que no para de sonar”.
“¿Ah, sí?”, me he dicho, “pues antes de que me mande usted a freír
espárragos me iré yo por mi propio pie”. Y eso he hecho y ahí la he dejado con el
gruñido en la boca, su teléfono gritón, sus historias y sus histerias. Esto, lo
de sentirme mueble inútil, es lo peor, y no que no tenga los analgésicos prescritos
para los festivos que vienen con los que calmar un dolor que va a más y que
nadie sabe a qué se debe.
Aquí fuera no estás mejor que en la sala de espera del médico de cabecera,
aunque sopla el viento de lo lindo. Te has echado a la calle porque te faltaba
el aire y aire fuera no te falta, pero eso que te duele más allá de la molestia
de la que sueles quejarte, sigue ahí, apretándote como si alguien estuviera
tirando continuamente de la corbata que rodea tu cuello.
Aquí fuera no huele a desinfectante, al menos. Al menos aquí no hay otros
muebles que rivalicen contigo por conseguir entrar antes a la consulta o por despertar
la piedad de la auxiliar que pasa lista y que da las recetas. Escucha, eso que
te llevas. Pero lo sé. Sé que permanece eso de estorbar, incluso aunque por la
calle avances prácticamente solo. Porque no, no hay muchos que marchen a tu
lado por esta avenida tan amplia, tan elegante, tan de renombre. Por no haber,
no hay ni turistas, pese a que tampoco es tan tarde, ni vagabundos apostados
junto a las bocas del metro, tal vez porque no hay turistas ni viandantes que
se puedan rascar el bolsillo ante ellos. Hay, eso sí, sillas alrededor de mesas
ante puestos de comida rápida. Intentan seguir cierto orden, aunque la mayoría
están amontonadas. Terrazas vacías. Muebles arrumbados. Sonríes. Solidaridad
entre trastos. Te sientas en una de ellas. Nadie vigila que lo hagas sin
consumir algo del quiosco.
“Cuida más la encimera que a los pacientes…”, rumias, recordando la escena
en el médico. Pues sí, probablemente la auxiliar ponga más empeño en no rayar
el tablero del mostrador sobre el que deja las recetas que en no herir con su
falta de tacto la sensibilidad de los pacientes.
¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Eh? ¿Qué te aporta seguir en este
pensamiento? ¡Déjalo ya! ¡Déjalo ir!
Y este malestar… no es algo que puedas evitar con el medicamento que has
venido a reclamar. Acaba llegando este ardor, este ahogamiento, este sentirse
mal dentro y fuera, a cobijo y en superficie.
No acabo nunca de acostumbrarme al frío, a la humedad, al idioma, ¡a todo
esto! No termino de mudar de piel, de tomar asiento. Y este duelo perpetuo que
acompaña al migrante se hace más pesado de arrastrar al filo del nuevo año. Un
año más vivido aquí, un año menos pasado allá. Otro paseo este, otro de tantos
dados a poco de la cuenta atrás, del confeti y los petardos, de los abrazos y
los brindis.
Todo esto te pasa siempre por la cabeza en días como hoy, en noches como
esta. No debería sorprenderte. Es una especie de tradición para ti, por mucho
que te queme todo esto de los rituales, de lo que se acostumbra a hacer llegada
la fecha. No es que yo quiera fastidiarte, pero conviene que recuerdes que por
mucho que salieras del terruño sin lágrimas, estas llegan puntuales año tras
año cuando el año se acaba y la culpa por haberte ido, por haberlos dejado, crece.
Todo esto, querido, siempre te pasa. Acabas haciendo lo mismo en el último
paseo del año. Piensas en todo esto y haces recuento de cuántas veces te han
roto el corazón, ejercicio que un tipo como tú nunca reconocería hacer, ni
siquiera ante alguien como yo, tu conciencia, la vocecita puntillosa, pero
siempre dispuesta a acompañarte en tus momentos de bajón. No te lo tomo a mal.
Es mi trabajo. Como mi trabajo es decirte que ya vale, que tranquilo, que esto
pasa, que te levantes y, ¡venga!, ¡a caminar hasta que sientas más suelto el
cuello de la camisa! Entonces iremos a casa, te tomarás una birra, te calentarás
el kebab que te sobró del mediodía y ya se verá cómo sigue la noche. Vayamos
paso a paso. Y ¡venga!, ¡camina y disfruta! ¡Sí! ¡Disfruta! No es la ciudad más
acogedora ni más bonita ni de mejor clima del planeta, pero el frío no cruje hoy
tan brutal ni la humedad habitual en esta época se deja sentir y, ¡qué quieras
que te diga!, pero el hecho de que no haya tantos turistas ni tantos pedigüeños
hace que puedas fijarte en detalles que con tanta actividad pasan
desapercibidos.
Después de todo, esto no está tan mal.
“Luciérnagas…”, susurras al ver las bombillitas de las tiras de alumbrado
que cubren las copas de los esqueléticos árboles del bulevar y que se mueven
por el viento.
“¡Mola!”, murmuras, cuando pisas el charco que refleja un letrero en el que
se lee “Christmas”.
¡Pues claro que no, chavalote, no está tan mal!
¡Venga! Sigamos paso a paso en este, nuestro último paseo del año.