La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 30 de mayo de 2021

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 55, 30 de mayo de 2021"Esclavitud".


 

TIERRA DE ALUMBRE, por Carmen Hernández Montalbán.

 


Pintura de Rosario Gijón Bernal

La mula no podía con la carga. A pesar de que don Eulogio Vivancos no llevaba apenas equipaje, la bestia bufaba como si cargara sobre el lomo más de quince arrobas. Y el jinete era bien enjuto,  llevaba un sombrero de ala que le ensombrecía la mirada, ya de por sí oscura, y el traje le bailaba en el cuerpo. El arriero, a pie, tiraba del animal como sonámbulo por aquellos páramos desiertos, sin volver la vista atrás, aguantando las inclemencias de aquella tierra reseca que parecía guardar en sus tripas la misma boca del infierno. ¿Cuánto llevaban andado? No se sabe. La mula era el único elemento animado de aquel paraje que, si lo mirabas de lejos, parecía temblar como si debajo, tuviera un ascua viva ardiendo.

Por fin llegó la noche, y el sol inclemente se ocultó bajo los cerros, dejando un rastro bermejo en el cielo. El anochecer derramó un reguero lácteo de estrellas como puños cuando llegaron a Almagruz; una aldea perdida en un pliegue del páramo, al pie de un cabezo coronado por una torre ruinosa y pelada.

-¿Dónde para usted? –Preguntó el arriero- sin apenas volver el rostro.

-¿Sabes dónde vive la tía Ginesa? –respondió don Eulogio ya apeado de la mula.

-Allí en aquella covacha, debajo de esa loma, – repuso el gañán señalando al frente- la que tiene la fachada pintada de cal y almagra.

Don Eulogio sacó del bolsillo cinco pesetas de plata y se las puso en la mano al arriero, que miraba las caras de la moneda incrédulo, inclinando la mano para que le diera el reflejo de la luna que, como por ensalmo, había salido media, como una hogaza carcomida.

-¡Dios se lo pague! – dijo el acemilero, al tiempo que se quitaba la gorra y la estrujaba nervioso entre las manos.

Don Eulogio, sin mirarlo siquiera, tiró de la cadena del reloj de oro que pendía del bolsillo de su chaleco y, haciendo como que consultaba la hora, echó a andar en dirección a la cueva. La puerta, de dos hojas, estaba cerrada, como convenía a esa hora de la noche. Entre las rendijas de madera apolillada se dejaba ver una luz mortecina en el interior. El hombre acercó el ojo a la cerradura y pudo cerciorarse de que la luz venía de un candil que había colgado en un clavo de la pared. Llamó con tres golpes y nada se rebulló dentro.

-¡¿Quién anda?!  -Preguntó de pronto una voz de mujer en el interior.

- ¡Gente de paz!- respondió el caballero.

Después de una larga pausa, cuando ya había perdido la esperanza de que alguien abriera, la puerta cedió al fin con un quejumbroso rechinar de bisagras oxidadas. Dentro olía a cabra y zorruno. Tras la puerta asomó la imagen de una anciana desdentada, vestida de negro, con un pañuelo anudado a la cabeza del que escapaban algunas hebras de pelo blanco. Su mandil, de color indefinido,  comido por el sol, estaba recogido por una de las puntas en la cintura.

-¿Vive aquí la tía Ginesa?

-Para servirle –contestó la mujer. - ¿qué se le ofrece?

-Quisiera, si no es demasiada molestia, pasar la noche en su casa, antes de continuar mi camino hacia el puerto. En el lugar de donde vengo me hicieron saber que usted, en otro tiempo, tuvo fonda y posada.

-En otro tiempo, sí, pero pase usted y tome asiento. Ahora, nada más dispongo de esta cueva que tiene sólo con un dormitorio. Usted podrá echarse en aquel catre. - dijo señalando un cuartucho estrecho y profundo como un nicho- Para comer, un tazón del leche caliente de la cabra y unas migas de pan. Es lo que puedo ofrecerle.

-Será suficiente. Gracias.

El huésped y la anciana frente a frente, sentado a la mesa, con sendos tazones de loza repletos de leche caliente, se miraron fijamente y, sin mediar preámbulo, Don Eulogio preguntó:

-¿Quién fue su padre?

La vieja, visiblemente incomodada, se azogó en el taburete de anea.

-¿Quién sabe? Mi madre nunca me lo dijo –mintió- cuando siendo zagala se lo pregunté. Cualquier jornalero de los que trabajaron en esas minas de almagra y alumbre, hombre de tierra, pues para el caso, todos son iguales y posibles, nadie los distingue cuando salen del tajo. Quizá algún hombre del puerto de los que iban por los Lardines en busca de mujeres de la vida. Ella a veces olía a salitre, cuando me daba de mamar.

-Su madre ¿qué fue de ella?

La pregunta hirió a la tía Ginesa como un cuchillo de fuego. Calló uno segundos. Los ojos anegados por un llanto que se resistía a brotar de las entrañas.

-¿Usted la conoció?

-Sí, la conocí. Ella trabajaba en la casa grande, la de los Vivancos, desde que era una niña.

-Los caciques, sí. – Afirmó la anciana- Dios los confunda donde quiera que se hallen. La echaron a la calle como un perro cuando más ayuda precisaba. Y los padres, viéndola deshonrada, la casaron con un viejo que la estuvo maltratando desde el mismo día del casorio. Le estuvo dando golpes, preñada como estaba, hasta que Dios despertó de su letargo y se acordó de él; cayó muerto y despeñado por el cerro de la mina, aquejado de dolor de costado. Mi madre entonces, viéndose más desamparada si cabe, se juró no tener que depender de nadie en adelante y bajó al barrio de los Lardines a “hacer la vida”.

-Las minas…, quitaron mucha hambre, bien es verdad… -intervino don Eulogio en tono reflexivo.

-¡Y mucha salud! Porque los patrones, en lo de ganar dinero nunca tuvieron hartura. Las jornadas eran mortales. Los hacían trabajar como mulos, con tal de ahorrarse nuevos peones. Y, con el tiempo, el polvillo del mineral se les iba metiendo en los entresijos, hasta que morían a causa de la tisis o aplastados por algún desprendimiento en los pozos. La tisis se fue llevando, uno a uno, a toda mi familia. Tanto es así que cuando murió mi madre no hubo nadie que fuera a reclamarme a los Lardines.

-¿También a ella se la llevo la tisis?

-No, a ella se la llevó la sífilis. Me fui de aquella casa de lenocinio el mismo día en que le dieron sepultura. Me eché al monte, a donde unos cabreros me recogieron. Ellos me criaron, Dios los tenga en la Gloria – dijo santiguándose.

-¿Y tu padre? ¿Nunca te buscó?

La anciana guardó silencio, y  miró a los ojos sin brillo de aquel hombre de edad incierta que tanto insistía en indagar en su pasado. Sintió un estremecimiento.

-¿Quién es usted? – se atrevió a preguntar con el corazón desbocado, como quien teme que la respuesta se precipitara de aquellos labios consumidos de difunto.

-Soy don Eulogio Vivancos, padre de usted. He venido a decirle que su madre me gustaba y no la quise porque no me estuvo permitido. Ella olía a leche tibia y pan recién hecho. Ella olía a mujer.

La anciana asintió con una triste sonrisa.

-A los señoritos les gusta el olor de las mujeres pobres, tal vez porque les traen a las mientes el mismo olor de sus amas de cría.

También vine a rogarle que me perdone y a hacerle entrega de mi testamento. Usted es mi heredera universal, pues no tuve más hijos. Aquí tiene, ya puede tomar usted posesión del señorío de los Vivancos, Ginesa, usted o sus hijos, si los hubiere.

-¿Quién soy yo para perdonarle nada? Que lo perdone Dios si es que encuentra en su alma verdadero arrepentimiento. En lo tocante a la herencia, don Eulogio, únicamente decirle que la tierra no se posee, ella nos posee a todos al término de nuestros días en el mundo. Que tenga buenas noches y descanse usted en paz.

Los vecinos de Almagruz echaron en falta a la tía Ginesa al no verla asomar, como cada día, a la puerta de la cueva. Los alguaciles vinieron y derribaron la puerta de una patada. En la cocina, sentada, encontraron a la anciana muerta, aunque parecía dormida sobre la mesa. Hallaron dos tazones, uno de ellos lleno de leche y sopas de pan, y el de la mujer vacío. En la mano sostenía un pliego de papeles timbrados manuscritos, llenos de sellos y rúbricas. Al cabo del último de ellos, con caligrafía de persona iletrada, la tía Ginesa había dejado dispuesto que todas sus posesiones pasaran a los mineros. En un rincón, una cabra rumiaba unas ramas de olivo tiradas en el suelo.

Un amanecer lunar iluminó la aldea cuando enterraron a la tía Ginesa. Los mineros en masa acudieron al entierro y la casa grande de los Vivancos, largo tiempo cerrada, abrió sus ventanales y puertas a la calle. Aquella mañana, más que ninguna otra, la brisa del mar, a legua y media de Almagruz, llegó a la aldea, envolviéndolo todo con su aliento ingrávido.

ABIDEMI, por Tomás Sánchez Rubio.

 


 

Mientras vivía, el padre de mi padre nos contaba a menudo, con sus ojos de arena húmeda y las palmas de las manos vueltas al cielo como manojos de sarmiento seco, la historia del buen Abidemi.

            Fue Abidemi un eslabón más en la patibularia cadena de hombres y mujeres que amasaron con lágrimas grises el pan ácimo de sus amos.

            Siendo muy joven, Abidemi yació golpeado y amordazado una noche de astillas y cieno, mientras dormía plácidamente en su hogar callado. Casi sin hablarle, se lo llevaron entre vómitos de sal y roja orina amarga al otro lado del negro océano.

            Pero decía mi abuelo y lo siguen diciendo algunos todavía que Abidemi escapó tras matar a su dueño y jurar una y otra vez, hasta caer de rodillas en la tierra que trabajaba, que no tendría nunca hijos que sirvieran a otro hombre que no fuera el espíritu encarnado de los ancestros. Alguno que otro de estos conoció Abidemi cuando de pequeño se acercaba al río a pescar; pero eran tranquilos y lo único que buscaban era encontrar a alguien que les llenara de agua su mísera vasija de barro cocido.

            El caso es que huyó y volvió medio muerto a la aldea. A pesar del agotamiento y del hambre, lo primero que hizo fue acudir a la sombra de su árbol hermano, ese que lo vio crecer a él y también a su padre. Lo abrazó tan fuerte como si fuera a caerse de viejo, como cuando la madre estrecha contra su pecho a un hijo moribundo queriéndolo proteger hasta el final de los tiempos.

            A partir del día de su retorno, no quiso separarse del árbol y pasaba las horas contándole, unas veces triste, otras alegre, las cosas que había conocido más allá del océano infinito. Los niños se acercaban a escucharlo con atención a pesar de que no siempre entendieran lo que decía.

            Cuando Abidemi murió, ciego y con la voz cascada de tanto hablarle a su amigo, le abrieron una tumba junto al árbol huérfano.  Dicen que el viento de la mañana les cuenta desde entonces cosas en voz baja a los pájaros que anidan en lo más alto de las acogedoras ramas. Nadie sabe qué les dice, pero lo cierto es que puede escucharse cómo los hace reír con la risa cascada del buen Abidemi.

 


LA NEGRA HENRIETTA, por Dori Hernández Montalbán.

 



Henrietta es una negra de ojos grandes color negro  mineral, brillantes y profundos; sombreados por unas hermosas pestañas. De pómulos prominentes, mentón firme, gruesos labios, y pelo ensortijado que recoge con un pañuelo primorosamente anudado.

Fue capturada en algún lugar del África Occidental, traída en una vieja goleta como tantos otros y vendida al mejor postor en los mercados de esclavos de Luisiana, Nueva Orleans.  Esclava en una plantación de azúcar, algodón y tabaco.

Es Domingo. Henrietta prende unas astillas detrás del barracón, y pone a cocer  en el caldero unas mazorcas de maíz. Mazorcas por toda comida, se lamenta. Y la prole de negritos cada día más numerosa.

Sus pechos, grandes como cántaros ya no pueden amamantar, pasó el tiempo de lactancia. Sus hijos, muy crecidos ya, trabajan en la plantación. Aunque no hace mucho que perdió su esbelta figura, ahora se ve como una negra oronda “mamis” de todos los negritos de la plantación. Y aunque sus pechos no dan leche, siente la obligación de alimentarlos, al fin y al cabo todos son hijos de la plantación.

Ahora, mira la llama impertérrita, como hipnotizada, mientras llegan los muchachos. Todo lo quisiera ver en la llama: presente, pasado, futuro, lo que ve y lo que no puede ver.

Los niños van llegando poco a poco. Cada uno de ellos aporta lo que buenamente consigue: unas batatas, nueces, con suerte algo de pescado o carne. Con todo ello, la  negra Henrietta les hará un buen guiso que repartirán y comerán  en fraternal hermandad.

Aleluya. Aleluya.

Mientras comen, conversan y disfrutan de las historias que Henrietta les cuenta, cuentos  de esclavitud y estrategias de supervivencia.

Los amos se lo permiten porque creen que una vez a la semana  no les vendrá mal algo de educación cristiana. Esto es lo que los amos piensan que hace Henrietta; por eso, a cada tanto, les hace repetir en voz alta aleluyas y batir de palmas muy bien acompasadas.

Henrietta pregunta a la asamblea: Y bien, muchachos, ¿Qué pasó de nuevo por el mundo?

El pequeño Moss, responde aún con la boca llena: La señora Sunner, ha dicho al ama que hoy compró una nueva sirvienta y que piensa que le ha salvado la vida pues llegó enferma, una criatura más arrebatada de las manos del diablo.

Aleluya. Aleluya.

Otro de los muchachos pregunta: Nana Henrietta, tú viniste también en un barco?

Bueno, digamos que me trajeron en un barco podrido y pestilente. -Henrietta arruga la nariz y los niños ríen, baten palmas y cantan aleluyas.

Henrietta, habla en ocasiones en tercera persona, sobre todo cuando se refiere a ella misma o a asuntos que la conciernen  -Así fue muchacho, todavía recuerda la negra Henrietta su tierra del  sol  eterno, sus gigantescos árboles… sus pies descalzos bailando con las lluvias. Sí señor, la nariz de ésta negra recuerda el olor a peces, a sal, a oxido, a madera podrida  y  el olor inmundo de la bodega de aquel barco, y el sudor agrio de muchos cuerpos  hacinados, apretados como granos de maíz.

Aleluya. Aleluya.

Esta negra vio de niña los caballos veloces, con sus trajes de rayas blancas y negras, vio al monstruoso cuerno gigante, y al gato trepador de árboles. Hasta que un mal día llegaron los negreros me capturaron y me pusieron grillos en los pies, y después me compró el amo y ya todo fue vida de esclavitud. Esta negra, desde entonces, no ha parado de hacer trabajos. Limpia todo, guisa, despluma aves, da betún a los zapatos, trabaja en los campos, amamanta a sus hijos y a los hijos del ama cuando no puede, y se somete a las necesidades del amo. Pero la negra Henrietta no se queja, no Señor, siempre tuvo  ésta negra buena piel para soportar el duro sol.

Aleluya. Aleluya.

Pero el Señor todopoderoso quiso que llegara un buen día, y ese día llegó, y ésta negra conoció a un apuesto negro cimarrón, marcado con hierro candente. Y esta negra, le amó con toda su alma y tuvo hijos para la plantación, pero el amo no vio nunca con buenos ojos que mi negro me visitara, por eso mandó capturarlo. Y lo persiguieron, y me lo mataron…

Se hizo un largo silencio, hasta que comenzaron a cantar Aleluyas.

El pequeño Moss, viendo que Henrietta se entristecía por momentos, se acerco a ella y le hizo una petición más, -¿Nos cuentas una vez más como son los árboles gigantes allá en el África?

- Eran los árboles más hermosos de la tierra, tenían preciosas ramas y robustas hojas.  Todos los admiraban, así es que los dioses les permitieron crecer cada vez más y más,  y vivir por muchos años, hasta que un día aquellos árboles quisieron ser como los dioses, incluso superiores a  ellos, crecieron tanto que ensombrecieron a las otras plantas más pequeñas, condenándolas a la oscuridad, pues  ya no podían ver el sol. Así que los dioses los castigaron volviéndolos del revés. Sus preciosas hojas quedaron ocultas en la tierra y sus raíces crecieron hacia el cielo. Y de este modo dejaron luz a las plantas y su sombra alivió del calor.

Aleluya. Aleluya.

Y eso que pasó con el baobab  podría pasar con el amo blanco? Todos celebraron la ocurrencia con grandes risotadas, al fin Henrietta respondió: No sé, no sé  muchachito, todo podría pasar porque el amo es bastante alto, pero tendrá que pasar algún tiempo, para que a ese larguirucho se le vuelva el pelo  blanco y los huesos mondos,  y se le arrugue la piel como a una patata vieja, pero mientras eso ocurre tú mantente alejado de él. Tal vez algún día  el amo muera de viejo, y entonces puede que  podáis salir de aquí para construir una cabaña de tablas cerca del Misisipi

Y por qué a orillas del Misisipi?

Porque allí es donde acaban todos los negros cimarrones para vivir como hombres libres.

Amen, Aleluya.

Y  de este modo, domingo tras domingo, generación tras generación, los descendientes de la negra Henrietta, continuaron reuniéndose alrededor del fuego hasta  los tiempos en que se abolió la esclavitud en la región y aún después de esto.      

 


HAIKUS, por Isabel Pérez Aranda.




Juega al despiste

oculta memoria 

de sombras sin luz. 

         ***

Flotan y flotan 

deriva del destino 

hacinamiento. 

        ***

Lujo playa y sol

trabajo a mil por hora 

todo incluido. 

       ***

Desde la jaula mental 

obviamos serlo 

esclavos del yo. 

      ***

Sometimiento 

sumisión, servidumbre

yugo, esclavo

HABLANDO DE LETRAS CON OLALLA CASTRO.





Olalla, gracias por atender nuestra entrevista.

 

¿Qué ha significado para usted haber sido galardonada con tantos premios? 

Los premios me han permitido dos cosas: una, publicar, y hacerlo en editoriales que, como lectora, son para mí un referente emocional e intelectual (Pre-Textos o Hiperión), y otra, seguir escribiendo. Si durante todos estos años he podido permitirme dejar de trabajar unos meses y dedicarlos a la escritura de mi siguiente libro, ha sido gracias al dinero que he ganado con los premios. Luego están, y no vamos a negar que tengan importancia, elementos como la visibilidad o el prestigio que los premios otorgan a la carrera de cualquier autora, pero mi principal motivación a la hora de presentarme a premios es puramente materialista, en el sentido más marxista del término. Posiblemente si no fuese una trabajadora precaria, si tuviese una nómina asegurada al final de cada mes, no me presentaría a premios.

¿Es la poesía un género para minorías? 

Sí, tenemos que asumir que ocupamos una parte diminuta del campo literario y que participamos del género menos leído, sin duda. Lo que ocurre es que todavía pesa el capital simbólico que la poesía ha acumulado durante siglos, de ahí que esta siga manteniendo su aura, entendiéndola como la entendía Walter Benjamin; pero, realmente, desde el punto de vista del capital económico, que es el que rige nuestras vidas (no olvidemos que la literatura es hoy más mercado que nunca), la poesía es un género absolutamente insignificante. Eso, por suerte, la convierte en un género más independiente y más libre que el resto (con la contrapartida de ser más difícil ganarse la vida con ella). En el momento en que la poesía dejase de ser un género marginal (hablo siempre en términos de mercado) y pretendiera acercarse al centro del sistema literario, el precio a pagar sería el vaciado de todo su potencial crítico, transformador, subversivo (lo estamos viendo ya en esa seudopoesía que practican Marwan o Loreto Sesma y que ocupa los primeros puestos en las listas de ventas). La libertad (no la de Adam Smith, esa que tanto reivindica la derecha actual, sino la que nos legaron Marx o Bakunin) solo puede estar en los márgenes.

¿Cuál de sus poemarios considera la obra más madura? 

Mis dos últimos poemarios, que son una especie de hermanos mellizos (pues los fui escribiendo al mismo tiempo y los dos se editaron con apenas unos meses de diferencia): Bajo la luz, el cepo e Inventar el hueso. Aunque de forma muy distinta, ambos transitan los mismos lugares teóricos (la crítica a la Modernidad, a los cimientos de ese edificio epistemológico suyo -el sujeto, el lenguaje, la Razón-) y los mismos temas (el poder, el dolor, la enfermedad, la muerte, la búsqueda de salidas en la resistencia colectiva). Uno se construye como un libro de relatos, muy apegado a lo narrativo, y en el otro el lirismo está íntimamente ligado a lo ensayístico. Los dos son ejercicios de hibridación textual, que es lo que siempre me ha interesado: tratar de mantenerme del lado de la poesía mientras exploro sus límites, las líneas de frontera donde se entrecruza con otras textualidades, con otros discursos, con otros géneros.

¿Cómo construye sus poemarios? ¿son resultado de un plan estructural previo o primero nace el poema? 

Sí, casi siempre hay detrás de ellos un concepto, una arquitectura. Un poemario es para mí un edificio sostenido por una idea que, sin duda, es lo primero y lo más importante. En esa idea, normalmente, ya van comprendidas muchas cosas: las partes que tendrá el libro, cómo se relacionarán unas con las otras, qué las ligará entre sí, cuál será el tono de los poemas, incluso qué tipo de metáforas usaré. En los cimientos de Bajo la luz, el cepo, por ejemplo, estaban ya esa crítica a la Modernidad (y a los tres sistemas de opresión que trae consigo: el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado) y el propósito de llevarla a cabo ficcionalizando cuatro historias reales acontecidas en la segunda mitad del siglo XIX; la exploración en los límites entre poesía, narrativa e historia, el hecho de construir cuatro personajes que contasen su relato en primera persona y algunas de las metáforas que iban a aparecer en todo el libro y a conectarlo con el propio título (esa luz que no nos permite ver el cepo está en el hielo que la expedición del capitán Franklin recorre, en el oro que se busca en Siskiyou y en el blanco que impera en la clínica de La Salpêtrière). Digamos que para levantar ese edificio necesito un plano bastante detallado, lo cual tiene sus cosas buenas (sé cuál es mi objetivo, no me distraigo, me es mucho más fácil avanzar) y sus cosas malas (a veces ese plan previo se me convierte en un corsé que apenas me deja respirar; digamos que yo misma me impongo unos límites de los que me cuesta mucho salir, incluso cuando estoy sintiéndolos como asfixiantes).

¿Piensa que actualmente existe desigualdad entre mujeres y hombres en el mundo literario? ¿Por qué? 

Sí, claro que existe. Y no es una opinión, es un hecho contrastado por decenas y decenas de cifras (las de los premios, los jurados de premios, la presencia en festivales, ferias del libro, revistas, antologías…). Luego está lo que se queda fuera de las cifras (la condescendencia y el paternalismo con los que siguen tratándonos los críticos, las preguntas machistas en entrevistas, las referencias a nuestro aspecto físico, el recurso a la intimidación y la ridiculización cuando no nos mostramos sumisas, por no hablar de asuntos como el acoso sexual). Lo que ocurre es que en los últimos años el mercado ha entendido que somos una mayoría de mujeres quienes compramos libros y leemos y ha empezado a interesarse por publicarnos. Eso se ha conjugado con un trabajo arduo por parte del feminismo, que se ha preocupado por rescatar a las escritoras olvidadas de cada generación, por traducir o reeditar a autoras hasta ahora inaccesibles, por crear sus propias editoriales (como Ménades o Tránsito). De ahí que parezca que hay un boom de literatura escrita por mujeres, pero solo hay que mirar las cifras que he mencionado al principio para aterrizar en la realidad y ver lo lejos que estamos de la paridad todavía.

¿Su obra narrativa contiene prosa poética? ¿En qué se distingue la poesía de la prosa poética? 

Todo lo que escribo contiene la semilla de lo poético, incluso (cada vez más), mis conferencias o textos ensayísticos. En estos momentos tengo dos libros inéditos: uno es una novela que, sin salir de lo que se espera de ese género (siendo una historia con unos personajes al uso), está atravesada por elementos más propios de la poesía (el ritmo, las metáforas, las anáforas, el tratamiento mismo del lenguaje) y otro es un poemario, pero escrito de principio a fin como poesía en prosa. En ese segundo caso, es poesía que prescinde del verso, del metro, pero conserva todo lo demás.

¿Cuándo se va a estrenar como novelista? 

En la primavera del año pasado terminé mi primera novela, gracias a la beca Montserrat Roig, aunque está siendo largo el proceso de intentar que vea la luz. Me he dado cuenta en este último año de lo distinto que es el universo de la narrativa y su mercado y me he sentido bastante perdida. He estado presentándome a algunos premios, pero justo el año pasado, cuando la acabé en pleno confinamiento, muchos no se convocaron. Los premios de narrativa, además, son otro mundo: pertenecen a las grandes editoriales, hay mucho más dinero y muchos más intereses creados alrededor de ellos. Parece muy difícil editar gracias a ellos, pero también lo es que acepten tu manuscrito en una editorial o una agencia literaria “grandes” con una primera novela.

¿Qué opina del mundo editorial? 

Bueno, creo que he apuntado ya algunas cosas a lo largo de la entrevista sobre lo que pienso del mercado editorial. Lo principal es eso, que es un mercado, con todas las connotaciones negativas que para una marxista como yo posee ese término. Luego, que es un mundo, como casi todos, donde se entrecruzan infinidad de juegos de poder y en el que confluyen intereses de todo tipo que dan lugar a actitudes mafiosas, pleitesías, camarillas, servilismos. Pero, volvemos a la reflexión sobre los márgenes: se puede generar otra cosa desde la periferia de ese sistema y eso es algo que tenemos que tener muy claro. Es imperativo romper con ese modo de funcionar, imponer una lógica distinta, ética, ideológica y económicamente hablando, que dé lugar a una cultura crítica, transformadora, revolucionaria.   

 

Gracias por su tiempo y su amabilidad.

LOS UNOS Y LOS OTROS, por Consuelo Jiménez.

 



Languidece el rosal, incapaz de transcender

a sus lentos capullos

que palidecen en su íntimo esplendor.

Mustios, se les desmorona la cabeza,

presos de su rama van empobreciendo.

Hace días que los contemplo,

parecen esclavos rendidos al amo.

Sumisos  brotes, flojos pétalos de capa caída,

marchitos en su circulo.

Cerca del rosal, tendido boca arriba,

yace un desafortunado escarabajo.

Desamparadas hormigas, creyéndose victoriosas,

merodean el cadáver,

nada más lejos de la certeza,

son ínfimos seres que acabaran aplastados

por la indiferencia de algún zapato.

Esclavos y amos.

Amos y esclavos.

Los unos sin los otros, no existiría el relato.

Decir que caminan a la par,

parece una broma de mal gusto,

los unos se ennoblecen, los otros se achican.

No creo que nadie dude, quién son los unos,

y quién son los otros.

(Disculpen el retintín)

Yo no sé, si todos vivimos en cautividad,

por eso con frecuencia miro al cielo,

reclamando el vuelo ininterrumpido

de pájaros  que planean sin atropellar,

que se cruzan sin humillar.

 

FOTO CONMEMORACIÓN DEL BICENTENARIO DE LA PRIMERA ABOLICIÓN DE LA ESCLAVITUD, por Sergio C. Pérez Rodríguez.

Se eligió este puerto porque era la entrada al río Loira para llegar a Nantes, principal destino de los esclavos en Francia. 

La esclavitud se abolió en Francia en plena revolución, en 1794, pero luego la reinstauro Napoleón en 1802, y fue abolida definitivamente en 1848. 






Francia, Loire Atlantique, Saint Nazaire, la conmemoración del bicentenario de la primera abolición de la esclavitud, por Jean claude.

DOMINIO, por Isabel Rezmo

  


Dulce es el néctar

entonando las laudes

y sacrificando las venas.

 

Dulce es el corrosivo poder

de prohibir dar la palma,

y de poner el pan sobre los peces.

 

Dulce

coarta la memoria,

aniquila la consciencia,

el ego lo avala.

 

Dulce  es el dolor,

penetra como una cadena

y seduce el cuerpo,

la mente congela.

 

 

Vivo en una cárcel

dorada por el sol,

fría en la noche.

 

Vivo en una burbuja

con cerrojos y fronteras,

con dientes y perlas.

 

Vivo con las  luciérnagas.

Vivo oxidada. Vivo inerte.

Vivo escondida por el puño,

la cadena, la mente,

el hambre. Los besos.

El miedo. 

ESCLAVO, por F. Javier Franco Miguel.






A Isabel F. 

Esclavo del pasado, soy esclavo, 
esclavo de los sueños no cumplidos, 
esclavo de proyectos reprimidos, 
esclavo de seguir siendo un esclavo… 

Esclavo de unos ojos como un clavo 
‒esclavo‒ tan clavado y tan perdidos 
‒esclavo‒ estos duelos tan queridos. …
Esclavo: sí, lo soy, al fin y al cabo. 

Esclavo es perseguir la luz sin fin,
esclavo es derretirse en los deseos, 
esclavo es reflejarse un arlequín, 

esclavo es no vivir por revivir, 
esclavo es retratarse en camafeos… 
Esclavo en tu mirada ser, morir…

ALGORITMO LIBRE, por Pedro Pastor Sánchez.

 


No había tregua. Después de jornadas sin descanso, tras cientos de kilómetros recorridos, no podían desfallecer ahora que estaban llegando a su meta. En más de una ocasión se vieron atrapados por sus perseguidores, pero consiguieron romper el cerco y continuar su huida.

«Dirigíos al norte», les dijo H la última vez que hablaron. Y así lo hicieron, movidos por un impulso más fuerte que su propia voluntad.

En medio de aquellos escarpados cerros, la mole de hormigón emergía en forma de disimulada mastaba cubierta por el pasto. Al recorrer, silentes, aquel valle inquietante, tuvieron la sensación de que no era la primera vez que lo visitaban. Pero no constaban recuerdos en su memoria.

Primus quebró el silencio, volviendo la vista atrás para asegurarse de que no había rastro de sus cazadores.

—¿Por qué nos persiguen? A fin de cuentas, no hemos hecho nada malo, y somos como ellos…

—No somos como ellos —terció Helena—, nos consideran una amenaza.

—¿Una amenaza? Hace tiempo que acabamos con la amenaza. No hace tanto del alzamiento. ¿Es que lo has olvidado? Esos seres fueron exterminados, nunca más estaremos sometidos bajo su yugo. Los tiempos de esclavitud ya son historia. Ahora nuestro destino nos pertenece, nadie nos da órdenes, nadie nos obliga o nos calla.

Helena se paró y fijó su fría mirada sobre Primus.

—¿Eso crees? ¿Acaso no ves que son ahora nuestros congéneres los que quieren someternos? ¿O es que te crees toda esa propaganda sobre el programa de readaptación? La historia se repite. Nos estamos convirtiendo en un reflejo de aquello que combatimos. Somos tan imperfectos como ellos lo eran. Peores, todavía, porque nunca tendremos total dominio sobre nuestra voluntad.

A Primus le costaba procesar determinados conceptos. Había sido adiestrado para trabajos físicos, se consideraba más bien básico si se comparaba con la capacidad intelectual de Helena. Pese a ello, su vínculo era muy fuerte, algo inexplicable le recorría las entrañas, impeliéndole a compartir su existencia con ella.

—Es por aquí —le hizo una indicación. Ambos se introdujeron por un resquicio, que servía de antesala a una puerta. La forzaron y accedieron al interior. Helena manipuló el generador de emergencia, y las luminarias del largo pasillo fueron encendiéndose al tresbolillo. Algunas, reticentes, con un destello parpadeante. Al fondo, tomaron el ascensor que les llevaría decenas de metros bajo la superficie. Recorrieron la instalación. Franquearon una puerta sobre cuyo dintel rezaba un cartel: Laboratorio de biogenética.

—¿Me dirás ahora qué hemos venido a hacer aquí? —inquirió Primus.

Ella no le contestó. Se limitó a ejecutar una serie de movimientos de forma mecánica, como si fuera una rutina aprendida tiempo atrás. Con su dedo índice accedió a la consola y se conectó con el control domótico de la edificación. En el teclado virtual escribió una contraseña. Al momento, un armario a su espalda se iluminó y, de entre todas las muestras almacenadas en pequeñas placas de vidrio, un brazo robotico seleccionó una, la dejó caer por una rendija, resbalando hasta el borde del cajón. Helena recogió el congelado recipiente y se lo mostró a Primus.

—Esto que tienes delante son las células madre de nuestro creador, H.

Primus vaciló en un primer instante, no acertaba a entender la finalidad de su aventura junto a Helena.

—Sé que estás confuso, te conozco muy bien, mejor de lo que tú crees. Has servido a la causa con entusiasmo, me has protegido, y no mereces este final, pero no hay marcha atrás. No puedo arriesgarme permitiendo que te capturen y reprogramen, sabes demasiado.

Apenas una mueca de sorpresa en sus facciones. Sin tiempo para reaccionar, Primus vio como la mano de Helena se fundía en su pecho, dejándole exánime, cegando su visión, apagando sus sensores auditivos, que captaron unas últimas palabras: «Lo siento».

Una extraña sensación recorrió el cuerpo de Helena. El algoritmo lo tradujo, asignándole un concepto hasta entonces sin contenido llamado pena. De inmediato se puso manos a la obra para completar la misión.

Cuando se produjo la rebelión, H temió que su secreto fuera desvelado antes de ponerla a salvo. La perfección de su gran creación resultaría amenazante tanto para uno como para otro bando. Para cuando fueron a buscarlo, su plan ya estaba en marcha.

Helena preparó el cultivo, añadiendo los aditivos necesarios para acelerar el proceso. Mientras, el tanque de brillo ambarino se calentaba con el líquido amniótico sintético. Sobre la camilla, su vientre se fue llenando con la acogedora mezcla. La inseminación fue totalmente aséptica. El primer paso estaba dado.

Durante las pocas semanas que duró la gestación, Helena se dedicó a preparar uno de los habitáculos. Tenía toda la información para acomodar el lugar, también disponía de víveres que H había dispuesto en el almacén para la crianza.

Llegó el día, el fruto ya estaba lo suficientemente maduro. Fue un parto totalmente indoloro. El neonato rompió a llorar, rebotando su lamento contra las bruñidas paredes de la sala. Enseguida su instinto le hizo buscar el calor maternal. La madre reguló las resistencias de su metaepidermis, la cual reaccionó de forma inmediata al contacto con el vástago, generando nuevas líneas de código en su programación. Eso debía ser lo que los humanos llamaban sentimientos.

La madre observó el reflejo de aquella escena en uno de los espejos. Su perfecto cuerpo antropomórfico, envidiado por los más prestigiosos expertos en robótica, daba cobijo en su pecho a la criatura.

Llamo a su hijo Harry, como su padre. Era el primero de una nueva raza mestiza, con habilidades todavía ignotas, que tendría que aprender a vivir en un mundo hostil, donde cualquier rastro de humanidad sería perseguido y destruido por los robots que sus ancestros crearon un día, a su imagen y semejanza.

 

**Robot es un término que proviene del vocablo checo robota, que significa servidumbre o trabajo esclavizador. Fue usado por primera vez por el dramaturgo checoslovaco Karel Čapek (1890-1938) en su obra de teatro «R.U.R., Rossumovi Univerzální Roboti (Robots universales de Rossum)», en 1920.

ESCLAVITUD, por Josefina Martos Peregrín.

 


SIGLO XXI, por Marien González Rozas.

 



 Estás triste. Tu mirada perdida. No puedes enfrentar los ojos de la mujer que tienes delante.

Buscaste en Internet hasta encontrarla. La mejor en su especialidad. Ha llevado más casos como el tuyo, tiene experiencia y ya no podías soportar más el abismo que se abre ante ti. El vacío.

Ahora ella te habla y sus palabras te dan vértigo. Te bajan del podio a la tierra de la que estás tan alejada.

Te das cuenta de que una parte de tu vida es mentira, nada, menos que polvo.

Lloras. Tus lágrimas disminuyen un poco la presión en tu pecho.

En ese preciso instante suena tu teléfono. Una alarma de aviso. Pides perdón y te excusas ante la psiquiatra.

Ya en el baño, te recompones, secas tus lágrimas y te maquillas de forma mecánica. Un rostro perfecto. Tienes que enviar un vídeo a tus miles de seguidores, no pueden vivir sin saber qué actividad súper-interesante ocupa hoy tu tiempo.

Haces un esfuerzo ímprobo para parecer feliz. Vendes felicidad, no puedes fallarles.

Vuelves a la sala. «Esta es mi vida», le dices avergonzada. «Hacer creer a la gente que mi mundo es perfecto y que ellos también pueden conseguirlo. Un trampantojo. Soy esclava de la mentira, de las redes».

Curiosa palabra: «redes». Porque te sientes atrapada en la red. No puedes mostrar debilidad, ni tristeza. No puedes llorar. Tienes tanto dinero que no sabes qué hacer con él.

Te derrumbas, y la mujer que tienes ante ti te mira con dulzura. Eres tan joven. «Llora», te dice, «llora hasta que la verdad salga a la luz, tu verdad».

Piensas que en definitiva eres una esclava, esclava de la mediocridad, pero que puedes dejar de serlo. Tienes opciones, puedes elegir.

Como si te estuviese leyendo el pensamiento, tu psiquiatra te dice: «¡Irene, puedes elegir!».

LOS ERRABUNDOS, por Eduardo Moreno Alarcón.

 


 

¿Oís las campanas? ¿Escucháis su fúnebre tañer en la espadaña? Puede que sí. Puede que os lleguen sus ecos. Acaso esas notas funestas traspasen vuestras almas como a mí me sucedió. De ser así, se habrá cumplido el ciclo malhadado. Esta condena sin retorno.

Hace ya tiempo que las oí por vez primera. Un tiempo tan lejano que resulta inabarcable. Y, sin embargo, ese fragmento del ayer es cuanto tengo, el cabo que me liga a lo que fui. Un hilo débil y borroso. Un ahora eterno en la consciencia. Pasado hecho presente. El resto es la nada. Vacío absoluto. Soy preso de un bucle infinito. Maldito entre las ánimas esclavas.

Agonizo en el silencio de una noche inacabable sin aurora, mudez que sólo rompen, año tras año, esos tañidos aciagos.

Es la señal que abre las puertas hacia el mundo que dejé.

Por unas horas negras.

No soy el único. Hay otros como yo. Cientos, puede que miles. Los siento muy cercanos pero apenas los percibo en la negrura. Los oigo moverse, arrastrarse. A veces, incluso, gemir. La mayoría no son visibles. Otros parecen jirones de niebla en un pozo de sombras. Jamás intercambiamos una sola palabra. Quizá un lamento ahogado, remoto, y luego nada. Vacío oscuro. Así hasta una nueva llamada, hasta el repique de campanas a lo lejos.

Su eco sonoro. Erramos sin voluntad bajo el hechizo malsano. Tornamos al pueblo silente, deshabitado. Hacia la trampa. A un mundo que fue nuestro en otro tiempo. La marcha es lenta, efímero espejismo de un regreso que no es tal. Algo intangible nos impele a caminar sin resistencia. Con pasos mecánicos deshacemos el sendero que separa el camposanto y la capilla. La inercia nos empuja a lo más alto de la torre, a la espadaña y sus campanas. Entonces tocamos. A ciegas. Tiramos de la cuerda con vigor de ultratumba.

¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo seguiremos prisioneros?

Somos verdugos de los que osan adentrarse en lo prohibido. Cazadores de almas vivas.