Era solo un punto en la lejanía, apenas imperceptible.
Pero todo parecía deformarse justo ahí, en el centro de su campo de visión. Con
el tiempo fue tomando más y más consistencia. Hasta que un día, cogió una
revista dispuesto a hacer un crucigrama, y se asustó al comprobar cómo las
líneas se combaban allí donde mirase.
―Jorge, apoye aquí la cabeza y fíjese atentamente en la
lucecita ―le indicó la oftalmóloga mientras ajustaba el aparato―. Y no se
mueva.
El resplandor le cegó por completo durante unos segundos.
Pudo percibir con nitidez las ya familiares “moscas” deambulando por delante de
sus ojos, le habían estado acompañando desde hacía ya unos cuantos meses.
―Muy bien. Ahora el otro ojo.
El hombre no se inmutó mientras el fogonazo le inundaba
el ojo izquierdo.
―Vale, ya está. Hemos terminado ―le dijo Alicia mientras
retiraba el soporte de su mentón y encendía la luz de la consulta.
Jorge permaneció desorientado por unos segundos, las
centellas en sus dilatadas pupilas le impedían ver con claridad el rostro de la
joven doctora. Cerró los párpados, pero el fulgor persistía y por un momento
sintió un mareo.
―¿Se encuentra bien? ―inquirió Alicia al tiempo que
anotaba en el historial del paciente.
―Sigo viéndolo todo borroso ―respondió mientras pestañeaba
repetidas veces.
―No se preocupe, es normal, solo durará un rato, hasta
que se pasen los efectos de las gotas. Si ha venido en coche, mejor lo deja
aquí y vuelve a casa en taxi o en transporte público.
―No, he venido en autobús, hace tiempo que no cojo el
coche.
―Ya, entiendo ―le contestó mientras le lanzaba una mirada
compasiva.
―Entonces, ¿tendré que ponerme gafas? ―quiso averiguar
sin más dilación.
―A ver, yo le recomiendo que empiece a usar gafas para
ver mejor de cerca, para leer, para ver la televisión, ya sabe. Pasados los
cincuenta es muy normal tener presbicia.
Jorge no se terminaba de acostumbrar a escuchar la
cantinela de sus “cincuenta y pico”, siempre se había encontrado perfecto de
salud y ahora parecía que, por el hecho de tener determinada edad, le saldrían
de repente todos los achaques del mundo. Cuando le dijeron que tenía que
revisar su próstata, tampoco es que se alegrará especialmente.
―Ya, si no hay más remedio, me tendré que poner las
gafas. ¿Pero con eso solucionamos el problema de las rayas torcidas?
Alicia hizo una mueca antes de responderle. Cuando le
hizo la prueba de la rejilla de Amsler se dio cuenta de que el problema podía
tener importancia. Aunque no era la primera vez que se encontraba un caso así,
posible degeneración macular en ambos ojos de forma simultánea, era un caso
poco frecuente. Recordaba un par de pacientes con una patología similar; el
primero era un soldador que no utilizaba una protección adecuada en su máscara,
el otro era un chico que observó un eclipse solar haciendo uso únicamente de
una película velada. Tenía que comprobar el estado de las lesiones de ambos
ojos antes de darle un diagnóstico definitivo, puesto que si la degeneración
fuese del tipo “húmedo”, el tratamiento no siempre era efectivo, y en el peor
de los casos, podría derivar en una ceguera irreversible en cuestión de poco
tiempo.
—¿Qué tal está tu madre?
—preguntó Jorge a la muchacha, que por un momento se quedó
desconcertada. Y es que era la viva imagen de Lucía, con la que compartió
pupitre durante su infancia y castos besos durante su adolescencia. Hasta que
el servicio militar les separó, y posteriormente fue Germán, el hijo del
potentado del pueblo, el que definitivamente selló la ruptura, aprovechando su
ausencia para seducirla y venderle un futuro más próspero a su lado.
—¿Sigue viviendo en Barcelona? —prosiguió con el
interrogatorio. A Alicia no le hacía gracia que los pacientes se tomasen esas
libertades, saltándose la delgada línea que separa el ámbito personal del
profesional.
—Hace mucho tiempo que no nos vemos, hemos vivido tantas
cosas juntos, que me preguntaba qué sería de su vida.
Mientras pronunciaba estas palabras, Jorge, de forma
inconsciente, elevó su mirada hacia la izquierda. Alicia, que aparte de la
fisiología de los ojos también conocía el lenguaje de las miradas, sabía que
ese movimiento de ojos no ocultaba mentira o engaño alguno, al contrario, era
reflejo de que el hombre trataba de traer de nuevo a su conciencia hechos
pretéritos, seguramente almacenados mucho tiempo en algún entresijo de su
memoria.
—No, ya no está allí, se marchó de nuevo al pueblo cuando
mi padre...se fue —le contestó Alicia midiendo sus palabras. Pero esa pausa
antes de terminar la frase encerraba cierta ansiedad, un dolor no superado del
todo, un vacío que no tuvo una explicación razonable para una cría que vivió la
separación de sus padres, motivada por el abandono del hogar conyugal por parte
de su progenitor, obsesionado con seguir el movimiento de caderas de una
bailarina de danza del vientre.
—Pues salúdala de mi parte, si no te importa.
—Sí, claro, lo haré.
El caso es que Alicia había empezado a empatizar con
aquel sujeto, así que en lugar de darle profusas explicaciones sobre aquello en
lo que podría derivar su enfermedad, prefirió decirle que era necesario hacer
más pruebas a fin de averiguar el origen del problema, y así poder
administrarle el tratamiento más adecuado.
La siguiente vez que se vieron fue tras realizarse la
angiografía en el hospital. No fueron buenas noticias las que la oftalmóloga
tuvo que trasladar a su paciente. Lamentablemente, el resultado era
concluyente: la degeneración macular en ambos ojos era de tipo exudativo, y eso
significaría una perdida de visión paulatina e inexorable, que en cuestión de
meses le dejaría ciego.
Jorge recibió la noticia como un mazazo. Tras una primera
etapa en la que le costó asumir su mala fortuna, sacó su lado pragmático y
empezó a organizar lo que sería su nueva vida. En un trozo de papel comenzó a
escribir una lista de cosas, que encabezó con el título «antes de la oscuridad».
Lo primero era deshacerse de toda la maquinaria de la
carpintería. Treinta años de trabajo en aquel barrio de la capital —diez de los
mismos junto a su tío Esteban, del que aprendió el oficio y heredó el local— y
que ahora tocaban a su fin de forma algo abrupta, pensaba que se jubilaría con
un cepillo o un formón en la mano.
Siguiendo con la lista, recuperó de un cajón un
reproductor mp3 —regalo que obtuvo al hacer un ingreso a plazo fijo en el
banco— al que creía que nunca le sacaría partido. Haciendo uso de su arcaico
ordenador, se dio de alta en una plataforma para descarga de audiolibros, y se
hizo con una colección nada desdeñable de títulos que todavía tenía pendiente
por leer. Y siguiendo con su pasión literaria, también tuvo en cuenta que,
antes o después, se pondría a escribir esa novela que tenía en mente hacía
tiempo. Para ello precisaría de equipamiento especial, así que, a través de
José, el vendedor de cupones, contactó con la organización de ciegos, que le
podría facilitar uno de esos teclados especiales para escribir en Braille. Pero
claro, antes tendría que aprender a leer y escribir en ese lenguaje, así que
creyó oportuno apuntarse a un curso online. Para todas estas cuestiones
tecnológicas contó con la inestimable ayuda de Sofía, la hija de José. La
adolescente consiguió convencerlo de que, ya de paso, tendría que hacerse con
un portátil nuevo y un móvil de última generación, de esos en los que pueden
instalarse muchas aplicaciones que facilitan la accesibilidad de los
invidentes.
En cuestión de pocos días, un montón de cajas llenas de
cachivaches llenaban el salón donde Jorge hacía su vida. Y entre tutorial y
manual, sacaba tiempo para arañar con un cincel un trozo de madera de aliso que
tenía reservado para algo especial. Tomando como referencia una vieja
fotografía en blanco y negro, con gran paciencia y habilidad fue sacando del
corazón del tarugo una reproducción fiel del busto de su madre. Sus recuerdos
más entrañables estaban asociados a sus caricias justo antes de irse a dormir,
y cómo recorría con sus deditos las facciones de la mujer que le dio la vida.
Si en breve se veía privado de la visión, y más adelante tal vez de los
recuerdos —el tiempo causa estragos en todos, antes o después— al menos la
figura le serviría para anclarse a los momentos más memorables y felices de su
infancia.
Según iba tachando cosas en su lista, se fue preparando
para una de las más importantes y difíciles que se había planteado. Y no podía
esperar mucho, pues empezó a tener dificultades para leer y para reconocer las
caras de las personas con las que se cruzaba por la calle.
El autobús le dejó en la plaza del pueblo. Tras apearse,
respiró hondo. Seguía oliendo como siempre, a una mezcla de amargura y heces de
ganado. Hacía mucho tiempo que no volvía por allí, desde aquella cena de
quintos en la que le rompió la cara a Germán por atreverse a menospreciar a su
mujer delante de todos. Panda de calzonazos y haraganes.
Lo primero que hizo fue dirigirse al cementerio para
mostrar sus respetos ante la polvorienta tumba de sus padres. Después pasó por
su casa, cuya fachada de cal descascarillada y tejas rotas habían soportado con
dignidad el paso del tiempo. En el interior, la humedad que rezumaban las
paredes le caló los huesos.
En la misma calle, unos metros más adelante, hizo uso de
la bruñida aldaba. Lucía no se imaginaba que el pasado llamaría a su puerta.
Tras las cortinas de canutillo se adivinaba la silueta de aquel hombre al que
una vez amó.
—Hola, Lucía. Cuanto tiempo... —le dijo con cierta
timidez. Escrutó su semblante buscando una reacción que no fuese de rechazo. La
mujer madura, sabiéndose observada tras los visillos por sus vecinos, no dijo
nada, simplemente dio un paso atrás, franquendo de esa manera la puerta a su
visitante. Tras un inicio de conversación meramente formal e insustancial, le
invitó a sentarse y tomar algo. Entre rosquilla y peladilla, Jorge puso a la
mujer en antecedentes sobre su actual estado de salud, y acerca de las pretensiones
que tenía con respecto a ella. El sorbo del café se le escapó por las comisuras
de los labios al escuchar propuesta semejante.
—¿Pero cómo me vienes ahora con esas? —le espetó
airada.—Después de tantos años sin saber nada de ti, te presentas en mi casa
sin avisar y me sueltas esto, así, sin venir a cuento.
—Bueno, sin avisar...¿no te dio recuerdos tu hija de mi
parte? — terció el otro tratando de excusarse.
—Pero vamos a ver, hombre de Dios, ¿no te das cuenta de
que las cosas ya no son como antes? Yo estoy ya de vuelta y media de los
hombres, estoy traquilita aquí, sin preocupaciones. ¡Como para embarcarme ahora
en aventuras! Y encima contigo, que no tuviste las narices de venir a buscarme,
a convencerme de que tú eras más hombre que el hijoputa de Germán...
La tensión subía por momentos. Estaba claro que había
traumas no superados, heridas sin cerrar.
—Tienes toda la razón, fui un cobarde, un insensible,
debí haber peleado por aquello que quería, pero en tus cartas...
—¿Es que no sabes leer entre líneas? —le respondió Lucía
a punto del sollozo. —Ya sabes que mis padres me metían a Germán por los ojos,
ellos solo pensaban en la dote y en las influencias que podrían beneficiarles
para sus negocios. Pero yo esperaba algo más de ti, que al menos vinieras para
implorar que no te dejara. Eso solo hubiera bastado para que cambiara de idea.
A este primer encuentro a modo de catarsis le siguieron
otros, también a media tarde, durante esa semana, en los que ambos aprovecharon
para contarse las peripecias vitales de los últimos años. Ella combatía así su
soledad y amargura, él recuperaba el tiempo y la amistad perdidas tiempo atrás.
Alicia se partió de risa cuando Lucía le contó esa noche por teléfono la
situación, le parecía divertido que su amor de juventud, a punto de quedarse
ciego, fuese el nuevo pretendiente de su madre. Se despidió con un jocoso «adiós,
santa Lucía».
Ese domingo, a la salida de misa, Jorge la esperó sentado
frente al banco del bar. Les separaban apenas unos pasos de distancia, pero
ella advirtió que el andar era dubitativo y errante, sin duda a causa de sus
problemas de visión, por lo que lo asió del brazo, y ambos pasearon por la
calle principal así, juntos por fin, como lo hicieran treinta años atrás.
Durante los meses siguientes, gracias a los beneficios de
la venta de la carpintería, recorrieron el mundo buscando imágenes que colmaran
de belleza la retina de ambos antes del anunciado “apagón”, ya fuesen rincones
de pintorescas ciudades, paisajes u obras maestras de las mejores pinacotecas.
En la maleta de Jorge, el reproductor mp3, la figura de madera y el portátil
con teclado Braille. En el corazón de Lucía, ilusiones renovadas.
Perder uno de los sentidos fue lo que dio sentido
finalmente a sus vidas. Al igual que Tiresias de Tebas, privado de la vista por
la diosa Atenea, Jorge fue bendecido con el don de la clarividencia, al menos
para ver su futuro junto a Lucía. Auténtico amor ciego. Por eso cada noche, tal
vez la última que podrían contemplarse, tal vez no, se despedían con la misma
frase: «hasta la vista».