La Oruga Azul.
lunes, 31 de octubre de 2022
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 69, 30 de octubre de 2022.
HABLANDO DE LETRAS CON AURORA LUQUE.
NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA
2022
Aurora
Luque
Poeta
ante todo y traductora (Almería, 1962). Pasa su infancia en el pequeño pueblo
de Cádiar (la Alpujarra, Sierra Nevada).
Estudia filología clásica en
Granada y reside en Málaga, donde ha trabajado como profesora de griego,
articulista, editora y gestora cultural (dirigió el Centro Generación del 27 desde 2008 a 2011). Mundo clásico, literatura de
mujeres y traducción de poesía son sus principales líneas de interés.
POESÍA
Entre
sus últimas publicaciones destacan el poemario Un número finito de veranos (Milenio, Lérida, 2021) y una reedición de Carpe amorem, una compilación de su poesía amorosa (Renacimiento, Sevilla, 2021).
Y se acaba de publicar en Suecia una
antología de su obra, Grip Natten (Carpe noctem, editorial Ellerströms,
marzo, 2022).
En 2023 la editorial Acantilado publicará su poesía
reunida.
Otros
títulos: Gavieras (Visor, 2020,
Premio Loewe de poesía 2019); Orinque
(Banda Legendaria, Valencia, 2017); Haikus
de Narila. Portuaria (ed. bilingüe; trad. al inglés de E. Cardona, Luces de
Gálibo, Málaga, 2017); Los limones
absortos. Poemas mediterráneos
(ed. bilingüe; trad. italiana de Paola Laskaris y prólogo de Chantal Maillard,
Fundación Málaga, 2016, Premio Estado Crítico 2016); Personal & político (Fundación J.M.Lara, Sevilla, 2015); Cuaderno de Flandes (ed. bilingüe; trad.
al francés de Regina L. Muñoz, Ediciones en Huida, Sevilla, 2015); La siesta de Epicuro (Premio Generación
del 27, Visor, 2008); Haikus de Narila
(Antigua Imprenta Sur, Málaga, 2005); Camaradas
de Ícaro (Visor, 2003; y ed. bilingüe con trad. al griego de A. Pothitou,
ed. Gavrielides, Atenas 2015); Transitoria
(Premio Andalucía de la Crítica, Renacimiento, Sevilla, 1998); Carpe noctem (Visor, 1994); Problemas
de doblaje (Accésit del premio Adonais, 1990); Hiperiónida (Zumaya, Premio F. G. Lorca de la Universidad de Granada,
1982).
Su
poesía se ha antologado en Médula (Fondo
de Cultura Económica, 2014) y Fabricación
de las islas (Pre-Textos, 2014).
TRADUCCIÓN
En
2020 publica la reedición de Safo, Poemas
y testimonios que incluye nuevos papiros (ed. Acantilado) y el corpus de la
poesía de autoría femenina en la Antigüedad (Grecorromanas. Lírica superviviente, ed. Austral). Y en 2019
publica la versión de If not, Winter de
Anne Carson (Si no, el invierno.
Fragmentos sáficos, ed. Vaso roto).
Otros
títulos: Aquel vivir del mar. El mar en
la poesía griega (Acantilado, 2015); Sonetos
y elegías, de Louise Labé (Acantilado, 2011); Taeter morbus. Poemas a Lesbia, de Catulo (UANL, México, 2010); Poemas, de Renée Vivien (Igitur,
Tarragona, 2007); Poemas y testimonios,
de Safo (Acantilado, 2004); Los estuches
de las células, María Lainá, en colaboración (MaRemoto, Málaga, 2004); Los dados de Eros. Antología de poesía
erótica griega (Hiperión, 2000); 25
epigramas de Meleagro (Llama de amor viva, Málaga, 1995).
ESTUDIOS
LITERARIOS
Ha
realizado ediciones de escritoras olvidadas: de la dramaturga neoclásica
María Rosa de Gálvez (El valor de una ilustrada, Consulado del
Mar, Málaga 2005, en colaboración; Poesías,
Puerta del Mar, CEDMA, Málaga, 2007; Amnón,
UMA 2009; y Holocaustos a Minerva, col.
Clásicos Andaluces Fundación J. M. Lara,
Sevilla, 2013). Y de la poeta cubana Mercedes Matamoros ha editado El último amor de Safo (Puerta del Mar,
CEDMA, Málaga, 2003).
Ha sido Premio Meridiana de la Junta de Andalucía por su labor de edición y
rescate de escritoras desconocidas u olvidadas.
Ha
preparado la antología y estudio preliminar de Ruido de muchas aguas, de José Manuel Caballero Bonald (Visor, 2010).
Ha
prologado los libros Arias tristes de
Juan Ramón Jiménez (Visor); La Grecia
eterna de Enrique Gómez Carrillo (Renacimiento); las memorias de la
embajadora republicana Isabel Oyarzábal (Hambre
de libertad, Almed, Granada, 2011) y la novela gráfica La cólera de Baudelaire de Laura P. Vernetti (Luces de Gálibo, Málaga,
2020).
Algunos
de sus estudios sobre poesía se compilaron en Una extraña industria (Universidad de Valladolid, 2008).
¿Cuándo comenzó
a escribir? ¿Cómo sucedió?
Un año o dos más
tarde descubrí que las palabras servían para sentir, oler, escuchar y tocar
cosas que no estaban realmente cerca de mí. Sucedió gracias a Juan Ramón
Jiménez. Entraba en una página de Platero y yo y de pronto me encontraba en una
callejuela cegadora de sol oliendo a pan caliente que crujía. Y más adelante
brillaban unas uvas tardías al sol o me sorprendía en los ojos y en los pies el
frescor de una charca cristalina. Descubría sensaciones que no conocía: la tersura,
la lozanía vegetal, la mirada placentera sobre el campo en soledad, la blandura
tibia de la piel de un asno.
No sabía que
estaba descubriendo dos cosas importantísimas: que las palabras sirven para
producir belleza y magia. Y que existían formas de no estar –al menos
temporalmente- en medio de lo feo, lo agrio, lo hostil, lo gris, lo
insuficiente, lo agresivo de los días reales de la infancia. Ahí empezó todo.
¿Qué era la
poesía para los poetas de la antigüedad?
En mi caso
personal, la pasión por la Antigüedad ha funcionado como estímulo vital,
intelectual y creativo a lo largo de mi vida. Los líricos –Safo sobre todo- me
han regalado canciones que reciclan antiquísimos himnos y diálogos con la amiga
luna, con los cuerpos amados, con las estrellas, con el miedo, con las
desazones de la soledad y del exilio. Los poetas trágicos -mi amado Esquilo- me
han llevado de la mano a los abismos inmensos de la mente.
¿Cree usted que
el poeta es también un filósofo?
La filosofía y
la poesía me han enseñado algo importantísimo: que el lenguaje no tiene por qué
estar en venta. Que no se compra, no se vende, no se canjea, no acepta precios
de mercado, no se envasa, ninguna empresa lo puede privatizar. Uno de mis
grandes maestros en la poesía es el sabio griego Epicuro: el materialismo de Epicuro
vacuna frente a las visiones trascendentalistas y dualistas que tanto daño nos
han hecho. Nos hace amar la vida y no temer la muerte.
¿Cuáles son sus
poetas más admirados? ¿Por qué?
¿Cómo ve el
panorama poético actual?
VERSOS MALDITOS, por Isabel Rezmo.
Con el susurro de tus labios
sobre la ladera de mi boca.
Con el espacio de una sencilla ecuación,
con la apariencia del viento o la sequedad
del cuerpo en agosto.
Con el desvelo de una lágrima, en el pómulo saliente
de una cortina rasgada por el ictus.
Busco los poemas que cegaron los ojos,
rociaron la voz con el perfecto sonido de la duermevela,
con la luna roja pintada en la retina,
con el espasmo de una noche bañada por el cáliz
sagrado de un cuerpo sobre otro,
respirando versos malditos.
ÚLTIMAS PREGUNTAS, por Pedro Pastor Sánchez.
¿Por qué?
¿Por qué así? ¿Por qué vosotros? ¿Era realmente necesario? ¿No había otra
solución? ¿Acaso no teníais ya lo que queríais? ¿Por qué arrebatarme lo único
que me quedaba?
¿Amor?
¿Era amor lo que decías profesarme, Claudia? ¿Mentían tus ojos el día que me
dijiste que querías estar conmigo toda la vida? ¿Era esa una más de tantas
mentiras? ¿No podías imaginarte entonces que eso sería imposible? ¿No son
veinte años una diferencia demasiado grande? ¿Acaso crees que no me daba cuenta
de que, con el tiempo, mi viejo cuerpo te daría asco? ¿Tan loco estaba como para
pensar que me serías fiel? ¿Pensabas que no sabía de tus aventuras con tu
profesor de tenis? ¿Y con el recepcionista de aquel hotel? ¿Y con mi abogado? ¿Y
con cuántos más? ¿Pero alguna vez te dije algo? ¿Verdad que no? ¿Verdad que
aguanté con estoicismo semejante cornamenta? ¿Eran tus infidelidades más
importantes que la felicidad de nuestra familia? ¿Hubiesen soportado nuestros
hijos un traumático divorcio? ¿No era mejor callar? ¿No era mejor mirar hacia
otro lado mientras cada uno hacía su vida? ¿Creías, por otra parte, que yo no
tuve mis líos de faldas? ¿Alguna vez te preguntaste si encontré en otros brazos
el cariño y el placer que tú no supiste darme? ¿No sospechaste que aquella
escultural chica venezolana no solo se dedicaba a limpiar el polvo de casa? ¿O
te daba igual? ¿Valía todo con tal de mantener tu tren de vida? ¿Tan mal te
traté para merecerme tus desprecios? ¿No hubiese sido mejor firmar una tregua? ¿No
opinas como yo que nuestras vidas hubiesen sido más fáciles si hubiésemos
podido hablar como personas civilizadas? ¿Por qué esa hostilidad? ¿No te
pareció bien la educación que di a nuestros hijos? ¿Piensas que fui demasiado
estricto? ¿Que no les traté como merecían? ¿Aceptaste alguna vez que los
estabas malcriando? ¿No eran demasiado caprichosos? ¿No te parecía excesivo
darles todo lo que pedían? ¿Crees que tenía una fábrica de billetes para
alimentar a semejantes monstruos? ¿Alguna vez te paraste a pensar sobre la
moralidad de sus actos? ¿Y sobre las consecuencias de los mismos? ¿Sin límites?
¿Sin disciplina? ¿Sin valores? ¿Cómo puede un padre ser respetado y querido
cuando te encargaste de desacreditarme ante mis hijos, un día tras otro?
¿Por qué lo
hiciste, Claudia?
¿Comprensión?
¿Era compresión lo que me pedías, hijo, cuando parecías no entender el
significado de esa palabra? ¿Tan mal padre fui para ti? ¿Tan distintos éramos
que estábamos condenados a no entendernos? ¿Nunca pensaste que solo pretendía
dejarte mi legado, por el que trabajé tan duro y durante tantos años? ¿Crees
todavía, Emilio, que no sabía tu secreto? ¿Por qué nunca confiaste en mí, ni
siquiera para decirme lo que de verdad sentías? ¿Piensas que fue fácil
empujarte a aquella boda? ¿Recuerdas cuál era nuestra situación entonces?
¿Acaso hubiésemos salido de aquel atolladero sin el apoyo de los Ortega? ¿Te
imaginabas que siempre supe que hubieses preferido compartir tu vida con el
hermano de la novia? ¿Pero qué hubiesen dicho aquellos curas, dime? ¿Acaso la
iglesia hubiese seguido comprando velas a una familia así? ¿El heredero de los
Sayago de la mano del vástago de los Ortega? ¿Cuánto tiempo hubiésemos tardado
en cerrar la cerería? ¿No te das cuenta de que hubiese sido la ruina para
todos? ¿No pagaba la fábrica todos tus caprichos? ¿Por qué renunciar a todo? ¿Podrías
haberlo hecho? ¿Sí? ¿Por qué no fuiste valiente y te enfrentaste a mí, a todos,
y te quitaste de una vez la careta? ¿Por qué preferiste seguir aquel juego
macabro, a sabiendas de que te llevarían a ti y a tu mujer a una infelicidad
perpetua? ¿Soy yo el culpable de tus desdichas? ¿Eso crees? ¿También fui yo el
que te empujó a la posterior depravación? ¿Elegiste tú el camino o seguiste el
que te marqué yo? ¿Era eso lo que siempre me echaste en cara pero nunca te
atreviste a discutir cara a cara?
¿Por qué lo
hiciste, Emilio?
¿Confianza?
¿Cómo se puede confiar en alguien que solo vomita mentiras? ¿Puede un padre
confiar en una hija que le engaña vilmente? ¿Sabes el dolor que siempre me
supuso tu agria actitud hacia mí, Amalia? ¿Te has parado a pensar en lo duro
que fue tomar aquella decisión? ¿Y en las lágrimas que derramé cuando comprobé
que mis esfuerzos habían sido baldíos? ¿Te arrepentiste de haber abandonado
aquel centro de rehabilitación? ¿Piensas que todavía puedes controlar tu
adicción? ¿Cuánto más dinero esquilmarás de las arcas familiares para saciarte
con ese asqueroso polvo blanco? ¿Nunca has reparado en el sufrimiento de la
familia? ¿Sabes el significado de la palabra familia? ¿Formarás algún día una?
¿Me darás ese nieto que siempre quise? ¿Un verdadero y legítimo heredero, no
como tu extravagante hermano? ¿Cuántas veces habré soñado con ese momento,
Amalia? ¿Por qué nunca entraste en razón? ¿Qué te impulsaba a esa interminable
procesión de hombres en tu vida? ¿No eras consciente de que solo pretendían
aprovecharse de ti? ¿Por qué me castigabas con tus vicios?
¿Por qué lo
hiciste, Amalia?
¿Sufrí en ese
último instante? ¿O fue una despedida poco traumática? ¿Cuánto tiempo llevabais
tramando mi ejecución? ¿Imagináis cómo el miedo te atenaza cuando uno siente
cerca su fin? ¿Y más cuando se tiene la certeza de que son los tuyos los que te
quieren muerto? ¿Quién fue el que lo tramó todo? ¿Y quién lo ejecutó
finalmente? ¿O tuvisteis que recurrir a un sicario para no mancharos las manos?
¿De verdad pensabais que aquí terminaba todo? ¿Me creéis tan estúpido como para
no haber tomado mis precauciones? ¿Fue la irrupción de Mariola en mi vida la
que os alentó a dar el paso? ¿Pensabais que peligraba vuestra herencia? ¿Y si
yo había considerado ya esa posibilidad? ¿Y si ya no tuviese miedo a morir? ¿Y
si este cáncer que me corroía me hubiese hecho replantearme mi menguante
futuro? ¿Os sorprende saber que me quedaba poco tiempo de vida? ¿Reconocéis
ahora la estupidez de vuestros actos? ¿Pero cómo podíais saber que era cuestión
de tiempo? ¿Cómo se ve la vida tras las rejas, despojados de toda prebenda?
¿Siguen quedando
preguntas sin respuesta? ¿O las preguntas han generado más preguntas? ¿Puede
por favor, señor notario, terminar de leer este peculiar testamento? ¿Puede
decirles a mis queridos familiares que no lamento en absoluto el aprieto en el
que ahora se encuentran? ¿Y que he decidido visitar sus tumbas cuando de nuevo
pueda caminar entre los vivos? ¿No entendéis nada? ¿Creéis que este viejo loco
ha perdido la cabeza? ¿No os imagináis hasta qué punto es así? ¿Os acordáis de
Walt Disney y su bizarra idea de revivir algún día? ¿Sabéis lo que cuesta
mantener mi cabeza criogenizada en un tanque helado? ¿Caéis en la cuenta ahora
de que nunca os acercareis a mi fortuna? ¿Quién será el que ría el último en
esta familia? ¿Sorprendidos?
domingo, 30 de octubre de 2022
PACTAR EL VERSO, por Isabel Pérez Aranda.
Si te ocultas
tienes las horas contadas,
tu ocaso de sílabas sueltas
no confunden a nadie,
ni siquiera los versados en materia
requieren tu condición de musa
para ser reina del mambo.
Ya veo que quieres pactar el verso,
quizá el día se desgaja,
quizá la noche nos conecta.
Faltaría apelar a la cordura,
esa que en ti descansa.
FOTOGRAFÍAS, por Tomás Sánchez Rubio.
Ando viendo álbumes viejos
de descoloridas cubiertas ajadas,
hojas pegajosas
como la resina untuosa del tiempo,
y olor a sepulcros blanqueados
con el almidón de diversas
escasamente ejemplares
historias incompletas.
Son testimonios acurrucados
en eterna posición de defensa
que observan a la prole de su prole
desde los rincones
de las casas grandes, pequeñas
o de mediana edad.
Se han ganado el título
de supervivientes de mareas
y de épocas siempre mejorables,
o quizá no. Quizá sí.
Con sabor a estantería abandonada
a su suerte, a papel mojado
y a marcapáginas en forma
de rosas marchitas,
les hacen hueco a vidas
que caducaron hace demasiado,
como delicados paños de hilo
enterrados en la memoria.
En cuadrados desvaídos se reviven
pequeños dramas que juegan al
escondite
con los abrigos de cheviot,
los jerséis de cuello alto
y los pantalones anchos
que asoman bajo trencas
no aptas para la lluvia
del otoño de las cosas.
Resultan tan sumisas las fotos antiguas…
Fríamente dóciles como felinos
que admiten mirarte
a los ojos a cambio del cotidiano
pan y de tus abrazos.
Me he llevado toda la tarde
borrando las caras
de los protagonistas
a golpe de recuerdo,
con la muda banda sonora
del pasado martilleando
las sienes como una triste pérfida
canción de verano.
Los ancianos escupen refranes
cuando de nuevo miran al objetivo,
mientras ríen amargamente
con sus bocas desdentadas y sabias.
Los niños me disparan balas de corcho
con sus escopetas de plástico marrón y
negro
y las niñas sonríen tímidas, casi en
secreto.
Me enseñan sus vestidos
y sus muñecas nuevas,
náufragos insomnes
en todo un solemne océano de lágrimas.
EL RECUERDO, por María Jesús Ortiz Moreiro.
Una reflexión
La pandemia nos
ha cambiado. Es algo que se nos revela como verdad indiscutible hasta en el detalle
más insignificante. ¡Ay, esos detalles insignificantes! Que le hablen sobre
variaciones mínimas al protagonista de “El ruido de un trueno” de Ray Bradbury,
cuando, tras pisar sin querer una mariposa prehistórica, la vuelta al futuro no
va como esperaba y comprueba cómo el mundo que había dejado cuando emprendió su
viaje al pasado resulta ser desconcertantemente distinto en determinados
aspectos que luego resultan decisivos. Un sinfín de pequeñas discordancias en
su regreso le advierten de las fatales consecuencias del atrevimiento de haber
trastocado las reglas del espacio y del tiempo. Nosotros no motivamos la
pandemia. Tampoco es la nuestra una realidad de proporciones tan pequeñas como
una mariposa. Pero el relato de Bradbury sí tiene en común con el relato de
nuestro presente lo relativo a las muchas mínimas variaciones de muy diverso
tipo que la pandemia y sus derivadas han provocado en nuestras vidas y que nos
llevan a esa frase con la que arrancaba: la pandemia nos ha cambiado.
Aquellos meses
de encierro, de inquietud y desesperanza alteraron nuestra idea del paso del
tiempo y la del valor del espacio. El primero perdía sentido, pues que fueran
las diez de la mañana o las cuatro de la tarde, en una agenda embargada, era
intrascendente. Además, ante un virus de comportamiento imprevisible en el que
quién vivía y quién se infectaba o moría se escapaba de cualquier lógica médica
y humana, convivían en nuestro ánimo el carpe diem y el memento mori.
Exprimir con entusiasmo cada instante o resignarse ante nuestra efímera existencia,
ante nuestra inexorable caducidad eran posturas que adoptábamos indistintamente
y sin pestañear. Por otro lado, el espacio, al asumir tan múltiples usos,
desvirtuaba el significado que le teníamos reservado. La pandemia, por tanto,
hizo saltar por los aires nuestras coordenadas de espacio y tiempo y nuestro
ser y estar en el mundo quedaba en suspensión. Fue un momento propicio para las
distopías, no ya las literarias, las cinematográficas, sino las que le oíamos
al vecino de balcón, las que leíamos de este y aquella que comentaban en redes
sociales, lo que veíamos en nuestro reflejo en el espejo.
Ahora que
estamos retomando viejas rutinas, que estamos volviendo a antiguas costumbres,
comprobamos que una parte nuestra sigue perdida en aquella falta de ejes a los
que asirse y suena en ese ingrávido espacio un eco: la más que sospecha,
certidumbre, de que no seremos nunca más los que éramos antes de febrero de
2020.
Antes de que
todo empezara y nos cambiara para siempre, yo encontraba paz visitando
cementerios. Templos de calma a una y otra orilla. Y sí, si la pandemia ha modificado
algo en especial, ha sido nuestra percepción de la muerte y el sonido del
silencio.
En mi reciente
visita al cementerio donde descansan mis seres queridos salieron a mi encuentro
sensaciones nuevas. Naturalmente pensé en los muertos no llorados, los
familiares no abrazados, los duelos no cerrados por las restricciones impuestas
por las circunstancias pandémicas. Pero hubo algo, mucho más. Me iba deteniendo
ante las tumbas de mis abuelos, de tíos, de parientes, de amigos, de conocidos.
Junto a mi madre, que me acompañaba, intentábamos comentar algo sobre ellos a
modo de flores que dejar para honrar su memoria. Entonces me di cuenta de algo.
De que no caben en el nicho ni en unos pocos minutos todas las vivencias que
nos unen a ellos. El peso del silencio, el calibre de lo que la muerte terrenal
significa, que cristalizan en la tristeza, la ausencia, la nostalgia vienen por
ese enorme, insalvable desajuste entre el espacio y el tiempo.
Es tiempo. Nos
falta tiempo para recuperar todo lo que fueron, para hacer un retrato fiel de
ellos con palabras.
Es tiempo. El
que pedimos, inútilmente, para esa última conversación pendiente.
En el cementerio
el tiempo se ensancha hasta la eternidad. Nosotros, con relojes asidos a
nuestras muñecas, con campanas que dan la hora, nos movemos en otra esfera
temporal. Nos separa de quienes ya partieron el tiempo, aunque compartamos
espacio en nuestras visitas al cementerio. Y ello nos obliga a reencontrarnos
con nuestros muertos en una dimensión ajena al paso del tiempo: el recuerdo. El
recuerdo es un presente continuo. No hay pasados, perfectos ni imperfectos. No
hay futuros, simples ni compuestos. Solo cabe conjugarlo en presente simple -y
llanamente. Residir en los recuerdos es la manera en la que todos, vivos y
muertos, seguimos formando parte de un todo que nos define más allá del espacio
y del tiempo.
LA TRAVESÍA, por Pepe Velasco Romero.
Es de noche, el heterogéneo grupo arracimado junto al patrón de la patera —al que previamente han pagado un buen puñado de dirhams por el pasaje— esperan ansiosos a que este tome la decisión de hacerse a la mar. El viento sopla con fuerza, y a cortos intervalos, ráfagas de fuerte y fría lluvia golpea sus ateridos cuerpos, empapándolos completamente. El mar rompe con fuerza contra las rocas próximas, con constante y monótono rugido, que junto con la impenetrable oscuridad y la periódica lluvia, dan a la noche un aspecto inquietante y poco acogedor.
—¡Arriba todos, nos
hacemos a la mar! —ordena el hombre después de escrutar la noche en dirección
al mar durante algún tiempo.
Suben apresurados y se
acomodan lo mejor que pueden apretando contra sí sus escasas pertenencias.
Algunos rezan en silencio. Tshimpanga tiene un nudo en el estómago. Está
asustado. Aunque disimula su miedo, si intentara ahora ponerse en pie, sus
piernas no le responderían. Sentado a su lado, su amigo Lamin intenta darle
ánimos:
—¡No te preocupes, todo
irá bien!
Haufar, su otro amigo,
sentado frente a este, lo mira y sonríe irónico.
—¿Lo crees de verdad,
Lamin? —le dice con una mueca de hastío, quizá hecha a propósito para disimular
su propio miedo.
—¡Pues claro, hombre!
¡Esto solo es un mal trago que hemos de pasar y pronto estaremos todos juntos
al otro lado! —asevera Lamin, intentando calmarse a sí mismo.
Lamin recuerda a su
familia: su mujer y los tres pequeños que ha dejado en su país.
El motor empuja con
fuerza la embarcación, pero el mar mantiene con ella una lucha sin tregua. La
golpea con fuerza una y otra vez, lo que produce un continuo y penoso bamboleo
entre sus ya sufridos pasajeros. Pero avanza inexorable hacia su destino. Las
horas pasan imperceptibles para ellos y un atisbo de ilusión se dibuja casi en
algunos rostros. Después de largas horas de travesía, el patrón —hombre cetrino
y taciturno— otea el mar. No le gusta el cambio que está dando el tiempo. «Si
no arriban pronto a la costa, tendrán dificultades», piensa para sí.
El mar se encrespa más y
más a cada momento. Y el viento sopla ahora con violencia casi huracanada. La
patera cruje. Ahora las olas juegan con ella y la mueven a su antojo, lo que
torna prácticamente imposible su gobierno. Inesperadamente, Tshimpanga siente
cómo la inmensa fuerza de una gigantesca ola lo arranca de a bordo, arrastrando
también a Lamin, que asustado se agarra a él con fuerza. Una segunda ola con
más violencia aún que la anterior voltea la barcaza y lanza al mar al resto de
sus aterrorizados ocupantes. Todo es confusión y gritos de pánico, y la
oscuridad de la noche no ayuda precisamente a disipar el miedo ni albergar
esperanzas. Tshimpanga, que tiene agarrado fuertemente a su amigo pese a estar
él mismo nervioso y asustado, se hace cargo rápido de la situación y reacciona
intentando por todos los medios mantener la calma.
Lamin, ahora con todos
sus miembros paralizados por el miedo, se agarra a su amigo con toda la fuerza
que le da su desesperación e instinto de supervivencia, a la vez que le suplica
incesantemente con palabras entrecortadas y casi incoherentes:
—¡Tshimpanga, por favor,
sálvame! ¡Mis hijos! ¡Por favor, sálvame!
Tshimpanga intenta
zafarse de él con un esfuerzo sobrehumano, pero le resulta materialmente
imposible. Las manos de su amigo se aferran a él como tenazas. «Si no lo logro,
nos ahogaremos los dos», piensa exasperado.
Ocupado en su desesperado
forcejeo, presiente, más que ve, una masa negruzca y sólida que se les echa
encima y los golpea con fuerza. La barcaza, ahora medio hundida, deambula al
antojo de las olas. A él lo ha alcanzado en el hombro y en menor medida en la
cabeza. Pero a Lamin lo ha alcanzado de lleno. Tshimpanga siente un corto
desmayo y, al recobrarse, ya no siente la presión de su amigo. Lo llama desesperado,
pero no obtiene respuesta, solo oye el estremecedor rugido del mar. El forcejeo
lo ha dejado exhausto y ha tragado mucha agua, pero la fuerza y vigor que le da
su juventud, junto con su instinto de supervivencia, le impelen a nadar sin
tregua para salvarse. Pierde la noción del tiempo, nada como un autómata. Por
un momento imagina cómo encontrarán su cuerpo, hinchado y sin vida, en
cualquier rincón de una solitaria playa. Inesperadamente, sus entumecidos pies
tocan algo sólido. No lo puede creer, hace pie. Saca fuerzas de flaqueza y,
ayudado por el empuje de una ola que lo arrastra con violencia, cae de bruces
sobre la mojada arena.
VERGÜENZA PLANETARIA, por Mauricio Jaramillo Londoño.
900 invitados a una ceremonia dizque privada; príncipes,
reyes, primeros ministros, presidentes, cancilleres, primeras damas que son
realmente segundas o terceras amantes, miles, millares, millones de británicos
y teleaudientes del planeta entero, asistiendo en persona, desfilando o
siguiendo los rituales que durante días de días se sucedieron para enterrar a
una persona cuyo cuerpo se corromperá como todos los cuerpos, como los de las
vacas, los murciélagos y los insectos.
FUEGO BENDITO, por Josefina Martos Peregrín.
Del poemario “Fuego de invierno”
Puesta a desear absurdos, elijo el mayor. Aun sabiendo que todo pasa, que nada queda, como las naves, como las nubes, como las sombras.
Le ocurrió a mi abuelo, quiso ver a la amada veinte años después de muerta, convencido de que algo quedaría de su belleza: Un montón de polvo, una cabellera seca, huesos en desorden, como de insomnio en la tumba.
Era de esperar, y sin embargo no lo esperaba. Desde entonces hizo del adiós promesa y de la nada su futuro.
No soy mi abuelo, tampoco soy Kempis. Bendigo la piedad de las cenizas.
EL MALENTENDIDO, por José Luis Raya Pérez.
El dolor que
produce la escena final de Romeo y Julieta nos hace comprender el daño que
puede hacer un malentendido. Aquella puñetera carta no llegó a su destino.
Cuando la dama despierta y contempla a su Romeo muerto se suicida con un puñal.
También es la representación de la alegoría más despiadada del amor verdadero.
Los malentendidos se sucedieron anteriormente en La Celestina. La crítica afirma que Shakespeare quedó fascinado por
la magnífica obra de Fernando de Rojas. En cualquier caso, los malentendidos
han sido generadores tanto de ingenuos desencuentros como de auténticas
puñaladas por la espalda. Una sencilla aclaración hubiera evitado todo ese
dolor innecesario.
Muchas de las
contiendas bélicas se han producido por absurdos malentendidos, como el hecho
de imprimir el verdadero itinerario del archiduque Francisco Fernando y
confundirlo con el falso; otros malentendidos no han hecho tanto daño como “Yucatán” que significa “no te
comprendo”, así respondían los indígenas, por lo que los españoles lo usaron
como topónimo. Colón también creyó que había llegado a las Indias. Podríamos
realizar una historia del malentendido y quedaríamos fascinados ante tanto
ingenuo despiste, mala interpretación o solo dejadez. En ocasiones, el curso de
la historia ha sido dirigido por estos estúpidos malentendidos.
Recuerdo la
cara de sorpresa de mi compañero de viaje cuando el taxista nos dejó en una
calle de París cuyo nombre coincidía con el de una plaza, adonde queríamos
llegar, lo malo es que se encuentran en los extremos opuestos de la inmensa
urbe. Los malentendidos suelen solucionarse si existe la voluntad por ambas
partes. Bueno, solo tuvimos que coger otro taxi. También he tenido que
solucionar determinados conflictos que han surgido en el aula, la mayoría
generados por malentendidos entre los adolescentes. El malentendido no entiende
de edades ni de clases sociales o culturales. Se trata de una confusa o mala
interpretación por parte del receptor. “No me hago responsable de lo que tú
interpretes”, interpela a menudo el emisor, cuando su paciencia se ha
desmoronado.
Por otra
parte, el malentendido, la duplicidad de significados o la llamada anfibología
o dilogía han servido de base para multitud de comedias de enredo, desde
nuestro nobel Benavente, pasando por Arniches, Muñoz Seca o los Quintero. Todos
hemos reído con las hilarantes situaciones de nuestra querida Lina Morgan,
heredera de la comedia burguesa y el teatro cómico. A su vez, mucho le debemos
a las comedias grecolatinas, es como si el mundo no hubiera avanzado:
Aristófanes, Plutarco, Plauto y Terencio. Don Quijote y Sancho se mueven, a
menudo, tirando de anfibologías y malentendidos.
El
malentendido, por consiguiente, puede tener dos caras: la parte burlesca y la
dramática.
Cuando sucede
lo primero las partes en conflicto pueden llegar a desternillarse; sin embargo,
la parte dramática es la más complicada y dolorosa, sobre todo si acaba
enquistándose y la solución se volatiliza como una nube negra que pasa de largo
a través de una noche aciaga. Recordemos aquel maldito escriba que cambió el
signo de puntuación de posición y se produjo el fatal malentendido: “Perdón;
imposible ejecución inmediata” VS. “Perdón imposible; ejecución inmediata”. Y
se quedó tan pancho. Quién no recuerda el ingenioso calambur protagonizado
-dicen- por Quevedo, cuando se atrevió a decirle a la reina Isabel de Borbón
públicamente que era coja. Previamente, le colocó a su diestra, claveles, y a
su siniestra, rosas: “Entre claveles y rosas su majestad escoja”.
Nuestra
sociedad y, con frecuencia, nuestras relaciones humanas se instalan en el
cenagoso inframundo del malentendido. Para colmo de males apareció el guasap y nos complicó aún más la vida.
Los mensajes se abrevian, se malinterpretan, faltan matices y adjetivos, nos
encontramos con un monosílabo escueto, los signos de puntuación brillan por su
ausencia y, como el receptor se encuentre en un estado de alteración extrema, todo
puede derivar hacia el caos, pues a menudo el sentido de muchos mensajes
depende de nuestro estado de ánimo. ¡Cuántas relaciones se habrán roto! A ello se
le une el maldito orgullo, la envidia, la soberbia o la ira. Malas consejeras
de los malentendidos o si no que le pregunten a Yago, aunque el que estranguló
a Desdémona por infiel fue el archi-celoso
Otelo, pero ahí estaba Yago para introducirle los demonios a través de Casio.
Otra trágica pieza dramática se titula precisamente “El malentendido” de Albert
Camus: entre madre e hija asesinan, sin saberlo, a su propio hijo y hermano. Tanto
dolor se remonta a la Grecia tremenda, como la asfixiante historia de Edipo de
Sófocles.
En nuestro
entorno social o familiar, si no se soluciona el malentendido a tiempo, se
enquista, se convierte en una suerte de áspero fósil viviente. Muchas veces,
ese estúpido malentendido va seguido por una sucesión de innumerables equívocos
que permiten que aquel granito de arena se convierta en una montaña inaccesible
hasta que quedamos sepultados por tantos malentendidos encadenados.
Entonces llega
la desolación, la congoja, y, por último, quizás sea lo más triste: la indiferencia.
SOLO ABRÍ LA PUERTA, por Esneyder Álvarez.
Vivía en medio del silencio,
Cada mañana despertaba
con una espina enterrada en el cuerpo,
La luz de mi habitación no era sufriente
para ver donde caminar,
debido a la neblina oscura y densa
que salía de mi alma,
Una neblina que se nutría de mi rencor,
amargura y soledad.
La tierra donde caminaba era áspera
e infértil,
mi cuerpo era alimentado de la
envidia y la aflicción,
un día me quebranté, mi llanto era
interrumpible,
mis lagrimas humedecieron cada
espacio de la habitación.
El silencio fue interrumpido por un fuerte
y estremecedor golpe a la puerta,
la abrí,
la luz que reflejabas hizo que la
neblina no se percibiera,
me miraste, me abrasaste y me dijiste:
tu soledad ha terminado,
ha sido habitado tu corazón,
te doy mi amor.
La neblina dejo de esparcirse,
mi corazón empezó a sentir algo que
jamás había experimentado,
comencé a caminar,
pude disfrutar por primera vez la
belleza de la primavera,
deleitarme con el cántico de los
pájaros,
erizarme con la caricia del verde
pasto.
En la mañana siguiente,
al despertar
las espinas ya no atravesaron mi piel,
esta vez desperté con la caricia más
dulce,
la que desprende la ternura de su
presencia,
entendí que por primera vez pude sentir el verdadero amor,
el amor de mi padre,
tú amor… mi amado Dios.
DEATH METAL RABBIT por Alberto Rincón Verdugo
“Toda una vida me estaría contigo…” Paquita cierra
los ojos mientras la voz aterciopelada de Antonio Machín la acompaña en otro
amanecer insomne sentada en la mesa de la cocina.
Han pasado
casi tres años desde que enviudó, pero aún conserva las mismas costumbres que
cuando Manuel vivía. Muchas madrugadas, mientras éste roncaba impetuosamente,
Paquita, incapaz de conciliar el sueño, se levantaba, hacía una manzanilla y escuchaba
una de las viejas casetes de boleros en el aparato de la cocina. Le gustaba más
el sonido del reproductor de CDs del salón, pero Manuel siempre se opuso a
cambiarlo de sitio y ahora, ya frisando los ochenta, ha terminado por
acostumbrarse.
Se asoma
por la ventana que da al patio trasero. La luz de julio comienza a acariciar la
copa de los almendros. Observa el huerto languidecer, colmado de malas hierbas.
Suspira, recordando todas las mañanas que ambos le dedicaron. “Cuando Manuel
murió comenzaron a hacerlo suyo”, piensa. Primero fueron los tubérculos,
echados a perder. Luego acelgas y lechugas. Ahora les tocaba a los frutales, cada
vez con más ramas secas y peores frutos.
Por el
rabillo del ojo percibe un movimiento junto al limonero. Se ajusta las bifocales
y lo descubre. Es pequeño, todavía un gazapo, pero tiene todo el desparpajo de
un conejo adulto. Esta royendo unas raíces. Las raíces del limonero: el árbol
que plantaron juntos después de casarse. A Paquita se le enciende el rostro. Agarra
la escoba y sale al corral. “Lo voy a dejar tieso” murmura. Se acerca decidida,
blandiéndola. Pero no llega. Siente un agudo dolor en el tobillo y cae al
suelo.
Justo cuando introduce la llave escucha un
estruendo en la casa de enfrente. “Vaya, ya está aquí el nieto de los Vázquez”,
piensa. Paquita menea la cabeza y entra mientras las ventanas del vecino reverberan.
Se sienta
pesadamente en la cocina y contempla el patio. Al menos cuenta una docena de
conejos campando despreocupados. Advierte que hay nuevas madrigueras. “Si al
menos Manuel estuviera aquí, podríamos hacer algo”, se lamenta. Abatida,
presiona el play del radiocasete. “…Se te olvida que hasta puedo
hacerte mal si me decido…” canta Luis Miguel. De repente, se le dilatan las
pupilas y su boca se tuerce en una sonrisa maliciosa.
– ¿Sí, que
quiere? –espeta seco.
– Buenos
días, joven. Eres Iker, el nieto de Eusebio, ¿verdad? ¿Puedes bajar eso? Apenas
te oigo.
– “Eso” es
Death Metal, abuela. Y del bueno. Dígame qué quiere.
– Mira,
majo. Seguro que tus abuelos estarían muy disgustados si se enteran de que este
verano, en vez de estudiar en el pueblo, te vienes aquí a escuchar… ¿cómo era? ¿”dez”
metal? Y a fumar esas porquerías. Ya me dijo Eusebio que en la carrera vas
regular. ¿Cuántas te han quedado? ¿Cuatro? ¿Cinco?
El rostro
de Iker enrojece ocultando un acné descontrolado. Baja el volumen.
– Mucho
mejor. Verás, tengo un problema y tú me puedes ayudar. Seguro que podemos entendernos.
Iker se lava las manos manchadas de tierra en la cocina.
Resopla:
– Paquita,
mire, a mí me da igual. ¿Pero está segura de lo que hace? Habrá otras
soluciones. ¿Ha llamado a…?
– Estoy
convencida –le interrumpe ella–. Entonces ¿está todo listo? ¿Sólo hay que encenderlo?
– pregunta mientras coge una casete de Lucho Gatica.
Iker la
detiene. Le quita el casete y le tiende otro.
– Espere.
Si va a hacerlo, hágalo a lo grande. Tomé. No vea lo que me ha costado grabar
en este formato.
– “Blodunter”
–lee Paquita con dificultad–. ¿Qué es?
–
Bloodhunter –corrige Iker–. Es una banda brutal. Su vocalista es una tía con
una voz tremenda que…
Paquita
sonríe y no le deja terminar. Introduce el casete. Sube el volumen al máximo y
pulsa play.
Afuera
atruena un apocalipsis. Decenas de conejos despavoridos corren por doquier.
Varios altavoces introducidos en las madrigueras hacen vibrar la superficie del
patio levantando un polvo fino que añade irrealidad a la escena. A los tres
minutos no queda un conejo vivo a la vista. Los que no escaparon yacen inertes
en el suelo. Paquita apaga el aparato y extrae el casete.
– Oye,
Iker. Y este grupo ¿no cantará también boleros?