La Oruga Azul.
jueves, 27 de marzo de 2014
domingo, 23 de marzo de 2014
El monje, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN
Estaba hasta las narices, como te
lo digo, del frío que hacía en el convento, y de levantarme a maitines para orar con Dios Padre, que Dios Padre me perdone,
¿pero es que para hablar con Él hay que levantarse con los gallos? ¡Ni pensarlo!. Si,
si, luego me vienen diciendo que si a quien madruga Dios le ayuda, que si... El monje, de luengas barbas, greñas enmarañadas y raído hábito, frente a una desconchada talla de San Francisco de Asís, lanzaba su soliloquio. San
Francisco lo ignoraba impertérrito, tuerto de un ojo, y con el otro mirando al cielo como
pidiendo socorro. Su claustro era ahora una agujero horadado en el cerro de un barranco,
quizá refugio de pastores en los días de tormenta, o vivienda de moriscos, por lo
escarpado y dificultoso de su acceso. La cueva estaba tenuemente iluminada por un candil
cuyo pabilo ennegrecido desprendía un humillo que iba dejando su huella en la pared encalada.
Frío y hambre, sin necesidad ninguna, que bien surtida que estaba la alacena de todo lo nacido, y con qué tacañería se nos repartían los alimentos, hasta pasar privaciones. Cuando no quedara más remedio, bueno estaba resignarse a los designios del Señor, pero me consta que a veces la comida se echaba a perder. Las patatas mismas, las he visto yo sacar en una carretilla medio podridas y echárselas a los puercos, o los mendrugos de pan a las gallinas. Yo me había quejado al padre Ambrosio muchísimas veces, como ministro que era de la comunidad, pero este ya sabes que no tenía buenas pulgas y me decía que pecaba de calumniador, que me fuera a rezar el doble y que ayunara ese día. “Ten por ejemplo a nuestro glorioso padre San Francisco –decía- ejemplo de obediencia y humildad”. ¡De humildad, pero si éramos
más pobres que las ánimas benditas del purgatorio!.
Mientras habla coge las trébedes y las arrima a la lumbre, luego en el caldero derrite un trozo de manteca para freír la liebre que, despistadilla, cayó en el cepo esa mañana. La adereza con sal gorda y tomillo, y la deja dorar con satisfacción en la manteca.
Aquello no era un convento, como te lo digo, aquello era un cuartel, si hay que obedecer pues se obedece, pero obedecer por obedecer, pues tampoco. Yo no sé en qué momento, harto de tantas privaciones empecé a pensar en la escapada. Al principio era sólo un pensamiento, como un mal barrunto que yo achacaba a la falta de comprensión, y a las fatigas pasadas. Me negaba a dar cobijo a la idea, y rezaba dos Padrenuestros y tres Avemarías, amedrentado por la incertidumbre de la vida fuera de la comunidad. Pero luego comencé a reconocerle sus ventajas; la mayor de toda la libertad de obrar, sin más gobierno que el de Dios en la vida de uno. Ahí fue donde verdaderamente le vi yo la cara a Dios, que parecía guiñarme un ojo y me decía: ¡Anda Ceferino hijo, no tengas cuidado!, y recordé las palabras de Nuestro Señor Jesucristo cuando decía: “Ved cómo las aves del cielo no siembran, ni cosechan, ni guardan en bodegas, y sin embargo el Padre celestial las alimenta ¿no valéis vosotros más que las aves...?”
Mientras parafrasea la cita se asoma a la boca de la cueva y abre los brazos como lo hiciera el Salvador en el monte Tabor . La luz del crepúsculo recorta la silueta de los cerros y la del monje, una brisa gélida traspasa la desgastada tela del hábito; de los ojos le brotan dos lagrimones, no se sabe si producto de la emoción o bien del frío.
Entonces aquella mañana, cuando el hermano Cayetano te trajo para que te arreglara, comprendí que me habías escogido como amigo, que ya no estaría sólo, y resolví mi marcha, a la buena de Dios, que en ningún momento nos ha dejado de la mano. Coincidió que en esas fechas tuvo lugar la matanza de dos cerdos, hacía un frío que pelaba, como el de esta noche, no te digo más..., y ya sabes que los tienen que dejar una noche al sereno para que les caiga la escarcha. Así es que me decidí a marchar aquella noche de madrugada, a pesar de la crudeza del invierno, no sin antes aprovisionarme de algunas viandas: un queso, dos hogazas de pan, una garrafilla de vino, una taleguilla de sal y una panza de tocino de uno de los cerdos ya colgados. No me fue difícil, ya que me ofrecí voluntario para hacer la imaginaria en la vela de los guarros. Tenía que hacerlo San Francisco bendito, yo no lo llamaría a eso hurto, lo llamaría supervivencia. Lo lié todo en una manta, incluyendo tu imagen y atando las esquinas me la eché a cuestas, lo mismo que Nuestro Señor se echó la Cruz y cogí carretera y manta..., nunca mejor dicho.
Fuera la oscuridad se había hecho, las figuras del monje y de los objetos se hacen de bronce frente al fuego del hogar, la luz del candil proyecta gigantescas sombras, los brazos del monje se agitan como aspas de molino.
¡Qué frío el de aquella noche, Virgen Santísima!, apenas había traspuesto las tapias del convento ya me estaba arrepintiendo. Si hasta hice amago de dar la vuelta, pero en seguida me vino a la cabeza el refranillo “a lo hecho pecho”, y aligerando el paso, todo lo que me permitía el peso de la carga, me alejé rambla arriba, hasta que la oscuridad me absorbió. Caminé un largo trecho sin saber a dónde iba, pero la helada era tan intensa que temí quedarme congelado si me paraba. Había que buscar un lugar donde resguardarse, pero por allí no había un solo alma, ninguna choza de pastor, ni el menor indicio de candelilla, nada. Caminé un poco más, y vi que la rambla se perdía en un rellano de castaños, apenas se distinguían las sombras de los troncos. Vi que en uno de ellos se abría un hueco bastante grande que me sirvió de refugio aquella noche, tapé la abertura con la manta, comí a tientas un poco de pan con queso, y me mojé el paladar con unos buenos tragos de vino que me ayudaron a entrar un poco en calor, y cogí un sueño ligero, del que me desperté con las primeras luces del alba. Al despertar me vi rodeado de castaños y encinas, más arriba estaban los cerros, como dientes disparejos de viejo, y enfrente el pueblo, a lo lejos. Del convento apenas se veía el campanario y el humo de las chimeneas. A esas horas estarían llamando a maitines y pronto me echarían a faltar, me sonrojé pensando qué pasaría cuando hallaran al cerdo incompleto. Recogí las cosas en la manta y me dispuse a buscar un lugar donde resguardarme. Aún no había empezado a andar, cuando, mientras echaba un vistazo, descubrí la cueva. Estaba aquí mismo, en lo alto del cerro, como una visión milagrosa. Juro que en ese momento escuché tu voz, Santísimo San Francisco, señalándome el lugar, que parecía que me decías: ¡ahí la tienes!. En ella entré, al principio con cierto reparo, no fuera que la habitase una alimaña, pero vi que nadie había, salvo yo. Que estaba abandonada saltaba a la vista, sin puerta, falta de blanqueo y con algunos excrementos por el suelo. Me fabriqué una escoba con una vara de almendro y esparto, que lo había por allí en abundancia, la barrí, le quité las telarañas y la bendije. Después daría Dios lugar a terminar de adecentarla.
El monje descabeza el primer sueño sentado en la vieja mecedora de anea que rechina a cada balanceo. Nadie puede verlo, pero la sombra de San Francisco parece cobrar vida en la penumbra. Se ha llevado una mano a la boca para tapar un bostezo, la cueva entera es la prolongación de ese bostezo. La llama del candil empequeñece y se vuelve azul, hasta apagarse del todo.
Frío y hambre, sin necesidad ninguna, que bien surtida que estaba la alacena de todo lo nacido, y con qué tacañería se nos repartían los alimentos, hasta pasar privaciones. Cuando no quedara más remedio, bueno estaba resignarse a los designios del Señor, pero me consta que a veces la comida se echaba a perder. Las patatas mismas, las he visto yo sacar en una carretilla medio podridas y echárselas a los puercos, o los mendrugos de pan a las gallinas. Yo me había quejado al padre Ambrosio muchísimas veces, como ministro que era de la comunidad, pero este ya sabes que no tenía buenas pulgas y me decía que pecaba de calumniador, que me fuera a rezar el doble y que ayunara ese día. “Ten por ejemplo a nuestro glorioso padre San Francisco –decía- ejemplo de obediencia y humildad”. ¡De humildad, pero si éramos
más pobres que las ánimas benditas del purgatorio!.
Mientras habla coge las trébedes y las arrima a la lumbre, luego en el caldero derrite un trozo de manteca para freír la liebre que, despistadilla, cayó en el cepo esa mañana. La adereza con sal gorda y tomillo, y la deja dorar con satisfacción en la manteca.
Aquello no era un convento, como te lo digo, aquello era un cuartel, si hay que obedecer pues se obedece, pero obedecer por obedecer, pues tampoco. Yo no sé en qué momento, harto de tantas privaciones empecé a pensar en la escapada. Al principio era sólo un pensamiento, como un mal barrunto que yo achacaba a la falta de comprensión, y a las fatigas pasadas. Me negaba a dar cobijo a la idea, y rezaba dos Padrenuestros y tres Avemarías, amedrentado por la incertidumbre de la vida fuera de la comunidad. Pero luego comencé a reconocerle sus ventajas; la mayor de toda la libertad de obrar, sin más gobierno que el de Dios en la vida de uno. Ahí fue donde verdaderamente le vi yo la cara a Dios, que parecía guiñarme un ojo y me decía: ¡Anda Ceferino hijo, no tengas cuidado!, y recordé las palabras de Nuestro Señor Jesucristo cuando decía: “Ved cómo las aves del cielo no siembran, ni cosechan, ni guardan en bodegas, y sin embargo el Padre celestial las alimenta ¿no valéis vosotros más que las aves...?”
Mientras parafrasea la cita se asoma a la boca de la cueva y abre los brazos como lo hiciera el Salvador en el monte Tabor . La luz del crepúsculo recorta la silueta de los cerros y la del monje, una brisa gélida traspasa la desgastada tela del hábito; de los ojos le brotan dos lagrimones, no se sabe si producto de la emoción o bien del frío.
Entonces aquella mañana, cuando el hermano Cayetano te trajo para que te arreglara, comprendí que me habías escogido como amigo, que ya no estaría sólo, y resolví mi marcha, a la buena de Dios, que en ningún momento nos ha dejado de la mano. Coincidió que en esas fechas tuvo lugar la matanza de dos cerdos, hacía un frío que pelaba, como el de esta noche, no te digo más..., y ya sabes que los tienen que dejar una noche al sereno para que les caiga la escarcha. Así es que me decidí a marchar aquella noche de madrugada, a pesar de la crudeza del invierno, no sin antes aprovisionarme de algunas viandas: un queso, dos hogazas de pan, una garrafilla de vino, una taleguilla de sal y una panza de tocino de uno de los cerdos ya colgados. No me fue difícil, ya que me ofrecí voluntario para hacer la imaginaria en la vela de los guarros. Tenía que hacerlo San Francisco bendito, yo no lo llamaría a eso hurto, lo llamaría supervivencia. Lo lié todo en una manta, incluyendo tu imagen y atando las esquinas me la eché a cuestas, lo mismo que Nuestro Señor se echó la Cruz y cogí carretera y manta..., nunca mejor dicho.
Fuera la oscuridad se había hecho, las figuras del monje y de los objetos se hacen de bronce frente al fuego del hogar, la luz del candil proyecta gigantescas sombras, los brazos del monje se agitan como aspas de molino.
¡Qué frío el de aquella noche, Virgen Santísima!, apenas había traspuesto las tapias del convento ya me estaba arrepintiendo. Si hasta hice amago de dar la vuelta, pero en seguida me vino a la cabeza el refranillo “a lo hecho pecho”, y aligerando el paso, todo lo que me permitía el peso de la carga, me alejé rambla arriba, hasta que la oscuridad me absorbió. Caminé un largo trecho sin saber a dónde iba, pero la helada era tan intensa que temí quedarme congelado si me paraba. Había que buscar un lugar donde resguardarse, pero por allí no había un solo alma, ninguna choza de pastor, ni el menor indicio de candelilla, nada. Caminé un poco más, y vi que la rambla se perdía en un rellano de castaños, apenas se distinguían las sombras de los troncos. Vi que en uno de ellos se abría un hueco bastante grande que me sirvió de refugio aquella noche, tapé la abertura con la manta, comí a tientas un poco de pan con queso, y me mojé el paladar con unos buenos tragos de vino que me ayudaron a entrar un poco en calor, y cogí un sueño ligero, del que me desperté con las primeras luces del alba. Al despertar me vi rodeado de castaños y encinas, más arriba estaban los cerros, como dientes disparejos de viejo, y enfrente el pueblo, a lo lejos. Del convento apenas se veía el campanario y el humo de las chimeneas. A esas horas estarían llamando a maitines y pronto me echarían a faltar, me sonrojé pensando qué pasaría cuando hallaran al cerdo incompleto. Recogí las cosas en la manta y me dispuse a buscar un lugar donde resguardarme. Aún no había empezado a andar, cuando, mientras echaba un vistazo, descubrí la cueva. Estaba aquí mismo, en lo alto del cerro, como una visión milagrosa. Juro que en ese momento escuché tu voz, Santísimo San Francisco, señalándome el lugar, que parecía que me decías: ¡ahí la tienes!. En ella entré, al principio con cierto reparo, no fuera que la habitase una alimaña, pero vi que nadie había, salvo yo. Que estaba abandonada saltaba a la vista, sin puerta, falta de blanqueo y con algunos excrementos por el suelo. Me fabriqué una escoba con una vara de almendro y esparto, que lo había por allí en abundancia, la barrí, le quité las telarañas y la bendije. Después daría Dios lugar a terminar de adecentarla.
El monje descabeza el primer sueño sentado en la vieja mecedora de anea que rechina a cada balanceo. Nadie puede verlo, pero la sombra de San Francisco parece cobrar vida en la penumbra. Se ha llevado una mano a la boca para tapar un bostezo, la cueva entera es la prolongación de ese bostezo. La llama del candil empequeñece y se vuelve azul, hasta apagarse del todo.
domingo, 16 de marzo de 2014
Taller de literatura creativa por la igualdad en La Calahorra (Granada), por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 14 de marzo de 2014.
El pasado viernes celebramos el "Día Internacional de la mujer" en la Calahorra (Granada). Lo hicimos con un taller de poesía escrita por mujeres: la poetísa africana Ndèye Coumba, la argentina Alfonsina Storni, la chilena Gabriela Mistral y la accitana Dora Hernández Montalbán, inspiraron las actividades.
Se plantearon distintos temas: el de la maternidad en una sociedad hostil, como es el de la mujer africana, el desarrollo y la creatividad de la mujer en a finales del siglo XIX, principios del XX, en un mundo de hombres. Finalmente hubo un debate en el que recordamos a nuestras antepasadas más cercanas, las mujeres rurales, y evocamos los recuerdos que esas mujeres nos traían. De cada uno de las partes del taller las mujeres aportaban ideas y versos para un poema colectivo. Con la intención de potenciar la inspiración, quemamos incienso, formamos un corro abrazadas y meciéndonos como las olas al compás de una música y comimos pan.
Finalmente, todas las mujeres construimos una mariposa con papiroflexia, como símbolo de transformación y libertad, y la colgamos en las ramas desnudas de uno de los árboles de la plaza, donde se leyó un manifiesto por parte de las autoridades locales.
Estuvieron presentes en el acto: la gestora cultural de la Mancomunidad de municipios del Marquesado, el alcalde y la concejala de La Calahorra.
Poema 1.
Bajo el mismo sol, digno testigo del asombro,
la mujer africana ama ser mujer y se duele al mismo tiempo.
Esclava sin esperanza
de un espacio de libertad,
África cría a sus hijos sin esperanza.
Amor,
abrazo que nos envuelve con sus olas de espuma,
mar profundo como esa cicatriz que nunca cura.
Meciéndonos estrechamente,
el bienestar nos relaja,
somos mar dulce como la brisa.
Poema 3.
Recuerdo de madre y abuela
enhebrado como un hilo de coser,
pan con aceite y azucar,
aromas de mi niñez.
Madruga el pan caliente,
con la pava y el fogón,
las patatas casqueadas,
guisadas en el picón.
Olor a jabón casero,
sábanas blancas al sol,
ya vuelven los segadores,
el grano cocido pon.
viernes, 14 de marzo de 2014
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 10, 15 de Marzo de 2014 "Ciencia-Ficción"
Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul",
laorugazul2013@gmail.com
ISSN 2340-8634
ISSN 2340-8634
SUMARIO
Portada y contraportada de CUSTODIO TEJADA
FOTOGRAFÍA:
DISEÑO GRÁFICO Y DIBUJO:
Plataforma intergaláctica, por MARÍA FERNÁNDEZ MONTALBÁN
Atila, rey de los unos, por ABRAHAM SERRANO MARTÍNEZ
PINTURA:
Micropinturas siderales, por PAUL REY
Plataforma intergaláctica, por MARÍA FERNÁNDEZ MONTALBÁN
Atila, rey de los unos, por ABRAHAM SERRANO MARTÍNEZ
PINTURA:
Micropinturas siderales, por PAUL REY
PROSA POÉTICA:
Carta de la mujer argonauta, por DORA HERNÁNDEZ
MONTALBÁN
El misterio de un personaje, por ANTONIA PILAR VILLAESCUSA RIUS
POEMAS:
RELATOS:
Dos locos alienígenas, por CUSTODIO TEJADA
Campo de Amapolas, por INMACULADA JIMÉNEZ GAMERO
La revelación, por JAVIER FRANCO
Memorae, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ
La ofrenda de Pakal, por EDUARDO MORENO ALARCÓN
La ejecución, por JOSÉ LUIS RAYA
El sueño de la Valquiria, por MARCELO MIRANDA RIVAS
Socialmente nocivo, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN
ARTÍCULOS:
Mundos infinitos, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS
El Golem como trasunto de la pulsión creadora del hombre a partir de la materia inanimada y que siempre acaba en desastre, por PURA FERNÁNDEZ SEGURA
Dos locos alienígenas, por CUSTODIO TEJADA
Campo de Amapolas, por INMACULADA JIMÉNEZ GAMERO
La revelación, por JAVIER FRANCO
Memorae, por PEDRO PASTOR SÁNCHEZ
La ofrenda de Pakal, por EDUARDO MORENO ALARCÓN
La ejecución, por JOSÉ LUIS RAYA
El sueño de la Valquiria, por MARCELO MIRANDA RIVAS
Socialmente nocivo, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN
ARTÍCULOS:
Mundos infinitos, por PEDRO CASAMAYOR RIVAS
El Golem como trasunto de la pulsión creadora del hombre a partir de la materia inanimada y que siempre acaba en desastre, por PURA FERNÁNDEZ SEGURA
Elíptica en REM, de NICOLÁS CORRALIZA
Con los ojos cerrados,
volábamos serenos por la curvatura de la Tierra
ajenos a cualquier gravedad.
Aquí no hay impulso que nos pueda lanzar al caos,
sólo trece planetas que nos atraen con la fuerza de los sueños
mientras vagamos por la estratosfera.
Por tu cumpleaños, “man of the moon” sonaba a todas horas.
Yo fui incapaz de escribirte una frase
que pudiera retenerte en la órbita de mi rutina.
Alejarse no es huir,
es tan sólo tomar distancia de la angustia
para que el dolor no acomode su cruzada.
El sueño de la Valquiria, por MARCELO MIRANDA RIVAS.
Caía
la noche y la batalla languidecía. Se trataba del crepúsculo de los tiempos, y
la neblina amortajaba con su tenue manto los miles de cadáveres de guerreros
caídos en pos de un ideal. Los árboles del bosque de
Niflheim ardían lastimosamente desgajados por la ira y la sed de venganza, y
las rocas del hogar de las tinieblas chorreaban la sangre del caído; sangre de
orgullo, de lucha por la supervivencia, de amores perdidos y horrores
consumados. El enfrentamiento ahora se encontraba a escasos cientos de metros
de allí, allá en donde el Caos adquiría su magnánimo sentido, las tierras de
Odín.
Caminando
entre los vapores de la guerra, del dolor y la desgracia, se encontraba Hilda,
dísir de Freyja, comandante de las valquirias. Hilda llevaba eones sirviendo a
su señor Odín, recogiendo los cadáveres y elevando las almas de todo guerrero
valeroso digno de luchar, algún día, junto al mismo en la batalla del fin del
mundo. No era sencillo, mas escrutaba el escenario y las virtudes que contenía,
recogiendo del sueño de la muerte a los elegidos. Sin embargo, hoy esa noche
era aquélla, los heroicos acerados habían caído por segunda vez, y los
chasquidos de hueso y de metal componían el tan anunciado réquiem de los
tiempos. Su rival, no otras sino las fuerzas del Caos.
Aquel
ocaso vagaba sin rumbo entre los árboles, su túnica teñida de sangre arrastraba
la melancolía y el temor. Acababa de presenciar como convidada de piedra la
mayúscula oscuridad en la expiración de uno de aquellos guerreros. Sucedió,
surgió de la nada y el tiempo se detuvo para él. Se trató de una caída fría
y seca, desprovista de todo. No hubo tiempo para pensar, el Caos —o la guerra—
no lo permitió. Cayó a los pies de la valquiria, sin tiempo de hacer o decir
nada más. Era curioso,
durante el intangible devenir de los años había rescatado del olvido a todo
aquel merecedor del título “servidor de Odín”, y ahora se percataba de que su
deber había concluido. En su mente fluían las imágenes, recuerdos e ideas fundidas
en la amalgama de la duda y el ensueño. Se preguntaba por el paradero de sus
compañeras Sigrún y Brynhildr, conocedoras de los hechizos de la victoria. Las
había perdido de vista días atrás, y ahora se encontraba sola ante la barbarie;
distinto final en aquella ocasión, se decía.
Esa
noche aparentaban pugnar dos visiones del mundo, luz u oscuridad, libertad
frente a tiranía, quedando atrás todo lo demás. ¿Era esta simple reducción su
concepción de la guerra? ¿Servía ante esta batalla final que a sus ojos
estremecía? Pese a haberla sobrevolado en infinidad de ocasiones, de haberla
contemplado, olido o tocado, las palabras dolor y muerte nunca habían
significado para ella más que pasión y lealtad. De fondo seguía sonando la cruel
melodía de la batalla, e Hilda continuaba al margen de todo aquello, sólo un
dios la podría hacer descender a la fétida realidad de vísceras, aullidos y
muerte que la rodeaba, pero ya no quedaban dioses. Habían caído entre sus
súbditos en cruel alegoría fraternal. Creía estar ya por siempre condenada a la
etérea sensación de abrazar una realidad que se le escapaba. Hasta entonces,
dicha condición era inherente a sí misma, nació así. Sin embargo, sin
referentes más allá del recuerdo de una vida de servicio, la existencia se le
antojaba harto difícil.
Entre
paso y paso advirtió un rostro familiar. Era Freyja, lánguida y sin vida. Su
cadáver había sido ultrajado por la sed de venganza, y la gélida mirada que
devolvía se acababa por perder en el oscuro infinito de la muerte. Al fin
pareció comprender. Los guerreros y hasta ellas mismas no luchaban por un ideal
superior, ni por lealtad, la fría piel de su comandante se lo había mostrado.
Era la noche de los tiempos, santo dios. Como meros humanos, todos sin
excepción habían mandado su ideal al cuerno. Simplemente, sin dioses que los
dirigieran, con Odín vencido, el crujido de los cristales rotos, y sin más
razón por la existencia que su propia vida, les resultó difícil seguir soñando.
Tomaron conciencia, eso es todo.
El recuerdo de lo sucedido clavaba su mirada a
través de las estrellas, fijando su alma, y la de todas sus compañeras a cada
una de ellas, como tratando de agarrarse a un infinito en donde se encontraría
con Odín. Pero Hilda lo sabía, ya era consciente de ello apenas sí pisó aquella
región. Sabía que en algún momento volvería sobre sus pasos y, caminando entre
la destrucción, dejaría a un lado a los guerreros rescatados, y a Freyja, y a
sus compañeras, y hasta a la valquiria que un día fue. Y habiendo llegado el
momento, en la frontera entre la duermevela y la ensoñación, la guerra pareció
detenerse y solo quedaron en el cielo unas pocas nubes blancas livianas. Hilda tomó el filo de acero de
Valhalla que por nombre respondía Boreal, y enfiló su último Destino. Atrás
quedaron las dudas, todos la mirarían cuando se encontrase frente al Caos. Los
siglos de cosecha auguraban el sello de la Historia.
Deseó
que todo hubiera terminado ya, mas empuñando la “emisora de auroras” se adentró
en la niebla. No quedaba sino vencer, o morir.
Campo de amapolas, por INMACULADA GIMÉNEZ GAMERO
CAMPO DE AMAPOLAS
Era su paisaje perfecto, donde corría de niño con su
hermana Berta, un campo de amapolas,
como una gran alfombra de pelo largo meciéndose dulcemente por las caricias del
viento. Un baño rojo de flores efímeras que le producía una acción sedante, de
calma y de placer.
Se sentó sobre la loma para visualizarlo desde aquella
distancia privilegiada. Allí era feliz, se olvidaba por unos días del ruido de
la ciudad, de las largas conferencias y de las llamadas de su ex mujer
demandándole que interfiriera sobre conductas de su hijo adolescente.
La casa era una masía de piedra de gruesas paredes,
suelos de madera y chimenea de leña, frente a la se sentaba en los duros
inviernos ante el crepitar del fuego.
La tarde iba añadiendo sus tonos violetas, coleteando ya
el final del día y Arturo seguía expectante de aquella armonía.
En el horizonte le pareció divisar una mancha oscura,
todavía lejana, apareciendo y desapareciendo intermitentemente. Pensó
que era un pájaro.
Pero la mancha fue acercándose y muy lentamente fue
tomando forma. No dejó de examinarla hasta comprobar que se movía y que cada
vez tomaba un perfil más definido.
Seguía atento sin perder detalle y cada vez tomaba más
conciencia de que podía tratarse de un objeto volante no identificado.
Arturo no creía en ovnis, ni en marcianos, pero aquel
objeto cada vez más cercano, era sorprendente. Cuando dejó de dar vueltas para
situarse sobre el campo de amapolas, pudo comprobar que su forma era
triangular, como una enorme ala delta de color negro brillante y con luces potentes en cada
vértice. De cada ángulo salieron unos trípodes que con suma precisión y a modo
de patas tomaron contacto con la tierra.
Aquello no podía estar pasando. Atónito y confuso, no hallaba la respuesta de
lo que estaba contemplando.
Echó de menos el teléfono del que había decidido
prescindir durante esos días, para poder grabar algo que difícilmente alguien
creería.
Unos minutos después unas compuertas cilíndricas salieron
de la base de la nave, a modo de ascensor, portando unos seres extrañísimos en
el interior.
Arturo decidió correr para la casa, ya que aquello que al
principio resultaba sorprendente, se había
convertido en aterrador.
Entró corriendo, dejando tras de sí las zapatillas y se
tiró al suelo para llegar a rastras hasta la ventana. Asomó los ojos por el
cristal y continuó estupefacto, acreditando que eran tres seres los que habían
salido de la nave.
Eran delgados y parecían muy altos, embutidos en una
especie de malla gris que les envolvía el cuerpo a excepción de la cabeza. No
tenían pelo, y sus ojos parecían enormes
gafas con forma ovalada. Tampoco llevaban zapatos, y en la espalda portaban una
especie de mochila cuadrada y de color oscuro, con botones de luz parpadeante.
Se diría que mantenían una conversación por el corrillo
que habían formado entre los tres.
La nave quieta, las espigas de trigo altivas, las flores silvestres desmayadas, cediendo al
paso del día, el cielo burbujeante de estrellas, todo en silencio, suspendido.
Arturo seguía acobardado tras los vidrios, pero dispuesto a no perderse lo que pudiese
suceder. Incapaz de moverse, pensó en llamar por teléfono y contarle a
alguien el sorprendente espectáculo que tenía lugar frente a la casa de sus
padres, en el campo de amapolas por donde correteaba de niño. Desestimó la idea,
al fin al cabo siempre había sido un bromista,
nadie lo iba a creer. Cómo explicar convincentemente aquello que estaba ocurriendo,
cuando ni él podía creerlo.
Siguió atento y pegado a la ventana, curioso y atónito
ante el prodigioso espectáculo.
Aquellos extraterrestres se cogieron de la mano,
acercaron sus cabezas el uno al otro, y del espacio que crearon entre sí, se
formó una bola luminosa.
Separaron sus cuerpos y esa pompa de luz se elevó,
tomando la dirección de la casa y dirigiéndose hasta ella, para después
penetrar por la pared, y filtrarse en el interior.
Arturo se escondió tras el sofá, por un momento creyó
estar dormido, sucumbiendo en un sueño fantástico, una recreación de alguna
película de ciencia ficción que hubiera quedado en su subconsciente.
Era demasiado ilusorio y artificioso para que fuese
cierto. Cerró los ojos durante unos minutos indeterminados y angustiado por lo
que pudiese suceder, dejó su suerte en manos del destino.
Cuando abrió los ojos, todo estaba en calma, no quedaba ni rastro de
la burbuja de luz y todo guardaba un perfecto orden. Se asomó por la ventana y
como por arte de magia, la nave y sus tripulantes habían desaparecido.
Estuvo varios días desorientado, prisionero en un estado
gaseoso difícil de calibrar.
Continuó con su vida normal, pero nunca se atrevió a
contar tamaña experiencia. Nadie podría creer lo que ocurrió aquella tarde de
primavera.
Habiendo pasado un año desde
el acontecimiento, Arturo reparó en el hecho que desde el avistamiento
fantástico no había vuelto a sentir aquellos fuertes dolores de cabeza, que le
ocasionaban tanto malestar y provocaban que tuviese que atiborrarse de
medicamentos.
Podría ser circunstancial y
no guardar ninguna relación, pero él se hizo la pregunta referida. ¿Sería posible que la nave en cuestión, junto
con los extraños hombres y la bola de luz, tuviera que ver con su buena
salud?...
Cinco años después, Arturo
seguía sin padecer ningún malestar ni dolencia, cada día se miraba al espejo y
comprobaba que ni un ápice de cansancio asomaba por su cara.
-¡Por ti no pasan los años!-. Le decían.
El paso del tiempo no hacía
mella en su salud, ni en su físico, parecía que hubiera pactado con el diablo.
Hasta su propio hijo le decía con determinación. – ¡Lo
tuyo no es muy normal, llegará un día en que serás más joven que yo! -.
Sus amigos y conocidos no
entendían cómo Arturo se mantenía en tan buena forma, sus familiares lo
asociaban a la genética.
-Acuérdate de tía Dorita, murió con cien años, y sin una arruga-. Le
había apuntado alguna vez su hermana. Y
seguían pasado los años.
Hubo quienes pensaron que
habría pasado por el quirófano, recurrido al lifting, o a ungüentos
procedentes de países exóticos.
De todo se habló, pero la
verdad era que Arturo llevaba más de veinte años sin un solo malestar y sin
tomarse una sola aspirina.
Ya pasaba de los sesenta pero
no aparentaba más de cuarenta, su hijo y él parecían amigos de la misma edad.
Él seguía visitando su casa
de las afueras y siempre que iba pensaba en la probabilidad de volver a revivir
aquella experiencia paranormal, pero ya no le daba ningún miedo, sabía que
aquellos marcianos, o lo que quiera que fuesen, no le iban a hacer ningún daño.
Permanecía horas sobre la
colina contemplando su paisaje, leyendo, o escribiendo. La calma de la naturaleza, esa sensación de
que las cosas quedaban pasmadas en el tiempo, la inexistencia de ruidos, de
tecnología, de mal humor y de cosas superficiales, lo sumían en la paz que necesitaba.
Sólo Lulú le hacía compañía,
una gata de angora gris que se sentaba en la mesa del ordenador y que parecía
disfrutar con la pulsación repetitiva del teclado. Allí se encontraba consigo mismo y conseguía
el equilibrio para volver nuevamente a enfrentarse a la civilización.
Uno de esos días, mientras divisaba
la puesta de sol, volvió a vislumbrar
aquella mancha lejana. Paulatinamente aquel
objeto fue tomando forma hasta comprobar que efectivamente era la misma nave de
hacía más veinte años. Arturo no se
inmutó, continuó en su cómoda silla. La nave aterrizó en el campo de amapolas,
como lo hizo tanto tiempo atrás. Sus tripulantes bajaron de igual forma y se
dirigieron hacia Arturo. Cuando llegaron
hasta él, éstos le pidieron que los acompañara y Arturo con la templanza de
hacer lo que le dictaba una voz interior, se dirigió hasta el ovni. Fue escoltado por los tres alienígenas, subió a la nave, y desapareció en el espacio.
Desde entonces no se volvió a
saber de él, nadie pudo entender jamás que había pasado. Hubo conjeturas de todas
clases, pero lo cierto es que Arturo fue abducido por seres de otro planeta,
para investigar a la raza humana.
El Gólem como trasunto de la pulsión creadora del hombre a partir de la materia inanimada y que siempre acaba en desastre, por PURA FERNÁNDEZ SEGURA.
La leyenda del Gólem se considera
precursora de uno de los mitos más fascinantes
de la ciencia ficción: La creación por parte del ser humano de robot, androides, seres mutados o
replicantes que pueda dominar y que se asemejen a él. En un deseo ancestral y atávico que empuja al hombre a emular y sentirse parejo a su Creador.
El origen de la historia del Gólem se remonta
al siglo XVI. Cuentan que en gueto judío de Praga vivía Judá León, un eminente rabino (Marahal),
conocedor de la Cábala,
astrólogo y alquimista. Este rabino logró crear,
un hombre artificial de arcilla. Su intención era utilizarlo como criado, para tocar las campanas en la sinagoga
y realizar las tareas más penosas del
quehacer diario. Este humúnculo cobraba vida sólo cuando el rabino colocaba detrás
de los dientes una chapa metálica con la
inscripción mágica “emeth” que
contenía la verdad del nombre oculto o no revelado del Hacedor. Del invento no
salió un auténtico humano, sino una mole de barro, sin capacidad fonadora, tosca
y poco inclinada al trabajo. La
animación del aprendiz de hombre duraba
hasta que su creador borraba la e de
la palabra mágica y quedaba “met” que significa muerto. Judá León abstraído
por sus estudios cabalísticos e inmerso en
la preparación del Sabbat, olvidó un viernes por la tarde quitar la chapa con
el secreto del Innombrable y que sólo él conocía. El Gólem, entonces cayó en una
suerte de estado de ofuscación y
desvarío. Destruyendo todo lo que encontraba a su paso por las angostas calles
del gueto judío y provocando el pavor entre quienes se tropezaban con él. Avisado
el rabino de lo que acontecía, salió en su busca y se enfrentó a él hasta
conseguir arrebatar de su boca la dichosa inscripción con la Clave. El Gólem, ya
sin vida cayó al suelo desmoronado y del “coloso de arcilla” no quedó más que una figura enana de barro. Según
Sholem el Gólem fue encerrado en una
habitación sin acceso y sale cada 33 años como un fantasma infernal al que todo el mundo teme.
Esta leyenda fantástica ha sido recurrente y continua fuente de
inspiración para la literatura y el cine
y en especial el género de la ciencia ficción.
J.L Borges desde muy joven estuvo interesado
por los estudios cabalísticos. Pronto se interesó por las leyendas y
supersticciones de la cultura hebrea y en
especial por el Golem. Él mismo aprendió el alemán leyendo la novela de Gustav Meyrink “Der
Golem”, había visto la película dirigida por Paul Wegener [Der Golem, wie er in die
Welt Kam (1920) y conocía a fondo el libro La cábala y su simbolismo del erudito judío G. Schoem. El profundo
conocimiento del tema le sirvió sin duda de inspiración para escribir su poema
“ El Gólem.
Borges
en su biografía confiesa, con la modestia propia de los genios, “que según su
amigo A. Bioy Casares, el mejor de
los muchos, de los demasiados poemas que había perpetrado había sido
sin duda El Gólem. Borges así también
lo creía, porque aunaba lo patético con
lo humorístico. Asimismo, afirmaba J.L.Borgues, que El Gólem es al rabino lo que el hombre es a Dios y lo que el poema es al
poeta.
En
mi humilde opinión es uno de los más hermosos poemas que he leído . Espero que
lo disfruten :
El Gólem, de JORGE LUIS BORGES
Si (como afirma el griego en el Crátilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.
Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.
No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)
El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.
Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.
Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.
El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'
'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.
Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.
Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.
Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.
No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.
Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,
la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.
El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.
Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.
(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)
El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.
Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.
Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.
Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)
Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.
El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'
'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'
En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?
La ejecución, por JOSE LUIS RAYA
El movimiento se detiene, ya no avanzamos, se me escapa un suspiro de alivio. Me quedo dormida, siempre apoyada en mis compañeras. Transcurridas doce o trece horas empieza la actividad. Incluso en sueños contamos los segundos que nos quedan. Se inician los fogonazos de luz y los gritos acompasadamente. Cada vez resulta más impactante, pues los lamentos, esos gritos de dolor son absolutamente metálicos. Grito-luz. Grito-luz. Grito-luz. Marcho cada vez más y más deprisa. Entonces me toca a mí. Veo la luz, me doblan las piernas y chillo. En realidad no sé qué sucede antes. Sólo sé que ya he salido del túnel y estoy agarrando firmemente unos cuantos papeles en alguna oficina. Nadie me podrá negar que es una triste existencia la de una grapa.
Carta de la mujer argonauta, por DORA HERNÁNDEZ MONTALBÁN
He de ser la única tripulante en esta nave fantasma flotada sobre un mar de silencio. Nadie vendrá por esta ignorada ruta, nadie me salvará del naufragio; ni tan siquiera él, el arcángel que habita en lo más recóndito del sueño de los hombres. Pues nadie hay en este lugar, nadie, no hay aquí ni hermanos, ni amores, ni hijos..., nadie en este rincón en donde el hombre se medita.
¿Y quién podría habitar estos parajes? Quién habría aquí, sino seres prometéicos atados a sus rocas, confinados por los dioses a los que una vez más desafiaron.
Este es el reino de las cosas perdidas, de las emociones ultrajadas. Nadie, nadie. La naturaleza aquí devora y aniquila, estas son las latitudes de los caranchos, de las águilas y los cóndores, el espejismo atávico de las sombras.
¿Y quién podría habitar estos parajes? Quién habría aquí, sino seres prometéicos atados a sus rocas, confinados por los dioses a los que una vez más desafiaron.
Este es el reino de las cosas perdidas, de las emociones ultrajadas. Nadie, nadie. La naturaleza aquí devora y aniquila, estas son las latitudes de los caranchos, de las águilas y los cóndores, el espejismo atávico de las sombras.
La revelación, por JAVIER FRANCO.
Hace
mucho tiempo que no duermo, no lo necesito. Mi cerebro está fresco como una
flor en primavera, es joven, joven y en el momento más preciado de su madurez,
y ahí, en ese punto magnífico, se mantiene. Se mantiene en tan buena forma que
ya ni precisa del cuerpo, he sido capaz de ponerlo a funcionar casi al ciento
por ciento, lo que era impensable, pura ciencia ficción hace apenas unos cuantos
lustros. No necesitaría escribir estas notas, no es preciso, no me es preciso, puedo
comunicarme con vosotros sin que siquiera seáis conscientes de que lo estoy
haciendo, pero esto de los escritos de manifestación pública es una vieja
tradición, tan arraigada, que no vislumbro un porqué para su ruptura.
Podría deciros que nací de la
nada, ya ha habido otros antecesores que lo han hecho, pero el que lo sepáis no
me impide seguir siendo quien soy, porque dejaréis de saberlo en cuanto yo lo
desee.
Al principio –al principio de lo
que yo os quiero contar, evidentemente– yo era un ser humano vulgar, tan vulgar
que llegué a ser considerado por debajo de lo vulgar y acabé en el campo de
exterminio de Auschwitz-Birkenau; si era judío, comunista, homosexual, testigo
de Jehová, gitano o libre pensador, lo mismo da, el caso es que acabé allí. Y
de allí, la buena o mala fortuna, ya estoy por encima de esos conceptos, me
llevó a la Universidad de Estrasburgo, donde un doctor llamado August acaparaba
conejillos de Indias para sus experimentos, en su mayor parte escogidos
–recogidos, más bien– de aquel campo. El aprendiz de brujo, convencido de la
maestría de su ciencia, amparada por el uso sin cortapisas morales ni
materiales de cualesquiera medios que propusiese, había llegado a la conclusión
de que el cerebro jamás envejece, degenera, que sus constantes se mantienen
intactas e incluso su capacidad de rendimiento puede ir aumentándose
progresivamente en ciclos casi inagotables, de no ser por el envejecimiento, la
decrepitud del resto de los órganos del cuerpo, que hace que le llegue cada vez
menos oxígeno o en peores condiciones, que la sangre no lo circunde con la
fluidez necesaria. La solución sería mantener un cerebro siempre joven en un
cuerpo joven, permanentemente joven, pero ¿cómo conseguirlo?
Había
otro doctor, que luego alcanzaría la fama, especialista en experimentos genéticos,
de apellido Mengele, quien estaba iniciando una experimentación revolucionaría
sobre la capacidad de obtener réplicas exactas de seres vivos a través del
desdoblamiento de núcleos celulares, en fin, nunca he sido científico por lo
que tampoco entendí mucho de los pormenores, el caso es que fui designado para
formar parte de la experiencia.
Consistía
ésta en crearme una réplica, que llamaban clon,
y trasplantar a ésta, más bien a su cuerpo impoluto, mi cerebro y comprobar si
la capacidad neuronal de éste se mantenía o incrementaba, al ser alimentado por
un receptor nuevo, con unos órganos jóvenes y sanos. De ser así, y repitiendo
la operación una y otra vez, un cerebro en plenas condiciones podría llegar a
ser infinito. E infinitas podían mantenerse o incluso incrementarse en una
cadena evolutiva las capacidades de su führer,
que podría dirigir personalmente los mil años que vaticinaba para su Reich.
Yo
fui la primera fase de su experimento y como ella hubiera concluido, cuando
irrumpieron las tropas norteamericanas, de no haber sido recuperado para la
ciencia de los libertadores invasores, en uno de sus múltiples programas
secretos. Y mientras mi cerebro se mantenía igual de joven e impecable pasados
años, lustros, décadas…, mi capacidad de poder arrancar de él cada vez mayores
posibilidades, en una evolución exponencial, llegó hasta el punto de poder ya prescindir
del cuerpo, de ser sólo “idea” –en su sentido más puro: puro conocimiento– y,
como tal, tan sin límites que ya no precisé de nada ni de nadie. Su experimento
concluyó en el preciso momento en que yo decidí emprender mi experimento.
Ya
era idea: idea pura, absoluta, libre. Ya podía “crear”, sí, crear, el estar por
encima, más allá, de todo lo material me permitió no ya cambiar el mundo,
convertir el mundo en otro, sino crear mi propio mundo a medida.
Y para ese mundo escribo este
testimonio, esta “revelación”, para vosotros que me llamáis con un nombre que
nunca me ha gustado utilizar y que otros como yo se han empalagado en
reiterarlo, sí, ese nombre tan repetido a lo largo de la Historia, mejor dicho
de “las Historias”, esa palabra que ya estáis intuyendo: DIOS.
P.D. No lo he dicho, pero ahora creo que sí es oportuno el descubríroslo: antes de ser detenido era un implacable y voraz agente de bolsa en Frankfurt del Mein. Por eso, mi mundo, este mundo no podía ser concebido de forma distinta a cómo es.
Mundos infinitos, de PEDRO CASAMAYOR RIVAS
De niño en mi
habitación eran frecuentes los terremotos, las fumarolas en busca de las
entrañas de la tierra, las inmersiones al fondo de las aguas a bordo del
Nautilus. Entre las láminas de aquellos libros y sus tentáculos ya iba yo buscando
la respuesta para todas aquellas preguntas que embarraban mis juegos desde pequeño: ¿habrá vida en otros planetas?, ¿harán
la comunión también los marcianos?, ¿jugarán
al fútbol?
En aquellos
momentos la imaginación era más importante sin duda que el conocimiento. Tras
el reino de la siesta, comenzaba el descenso dentro del cono del volcán, la
exploración en busca de monstruos de tres cabezas en las grutas de un mar
misterioso. Previamente ya había hecho
la mochila cargada solo con lo imprescindible: bocadillo, cantimplora, brújula y un buen
montón de cromos por si había ocasión de algún intercambio en mi viaje.
Anticipando
logros científicos y tecnológicos como cohetes o submarinos, mi cita con lo
desconocido sacaba pecho y valentía haciendo amigos entre praderas submarinas y
bosques de hongos gigantescos. La era terciaria y sus helechos se mezclaba con
el canto de ballenas y perlas de moluscos de valvas gigantescas.
La máquina del
tiempo volaba adentrándose en mis dominios, libre de gases contaminantes, híbrida
entre una caja de cartón y las antenas de las azoteas y con una munición
potente de rayos secuestrados a las tardes de tormentas. Una vez dentro, mi destino, rumbo al amanecer
de otros mundos infinitos.
Hoy simulo mi
realidad inventando nuevas anochecidas.
Ya la tarde encendía dos lunas,
la creciente cargada de luz de hogaño
con intenciones de destellos de futuro
y la menguante para hablarnos de un ayer
ofrecido a las confines de la memoria.
En el cielo las estrellas abrían de dos en dos
como los ojos de un rostro sin espejo
que recuerdan un camino de miradas.
Del mar libre de horizonte en el que descansar
levaduras de amor sin disculpas.
Geografía poética, por INMACULADA J. FERRERO
El cielo ha callado
sus quejas,
enredado
entre hilos dormidos.
El sol es una araña celeste,
tejiendo mi extraño destino.
Descalza estoy
esperando calzarme,
arrodillada
ante el mapa
que escribo y escribo.
Estoy en una esfera
esperando encontrarlo,
y apunta siempre
el mismo camino.
Mi brújula me engaña,
el tiempo se agota…
y yo… en rumbo perdido.
Se ha cansado
mi lengua,
y el sudor
en mi frente,
me dice que vuelva al inicio.
La noche
es una sombra perversa,
tras la sospecha asustada
de un grito.
Y huyo,
¿Quién quiere encontrarme,
para que vuelva
al principio
que olvido?
El viento
sonríe verdades,
esperando
que encuentre mi sitio.
Y yo en pié escapando a mi norte,
en pié escapando a mi ruido.
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