Hoy la ciudad ha amanecido de forma distinta a
la habitual. Por un momento, la luz cegadora de un radiante sol lo inundaba
todo, deslumbraba como nunca, parecía como si me invocara para tocar su
incandescente núcleo, y tentado estuve de ello, abstraído como estaba en un
placentero sueño embriagador. Más, de repente, todo se sumió en una penumbra
desasosegante y fría. El vivaracho sinople y leonado que teñía las copas de los
árboles se tornó plúmbea ceniza, el bullicio ensordecedor de la urbe quedó
apagado y mudo, como si el légamo que dejó la tormenta de anoche hubiera
acolchado el bramido incansable de miles de ruedas a su paso. La niebla, a su
vez, aplacó la eterna fanfarria de atascados bocinazos, los vociferantes
exabruptos de los necios, pero también el casi indistinguible trino de los
pocos moradores alados de los parques y cornisas.
En mi errático deambular
diario me cruzo con no pocas sombras que se arrastran de un lado a otro. No son
los mismos rostros de siempre, aunque tampoco me resultan ajenos. Esforzándome
un poco consigo traer a mi memoria esbozos de recuerdos vividos junto a
aquellas caras. Su talante es distinto a como lo recordaba, más amable,
regocijándose en el reencuentro, cómo dándome la bienvenida. Atrás quedó el
rechazo, la incomprensión y el desprecio de los que eran incapaces de entender
cómo la adversidad se cebaba no sólo con los débiles, obscena coyuntura
provocada por los poderes fácticos para su propio beneficio.
Mi periplo me lleva junto a
las altas torres, inmundos símbolos de poder construidos sobre ancestrales
estercoleros, alcantarillas de hipocresía rodeadas de muros de insolidaridad,
cínico gueto de prevalentes medradores.
Estoy aturdido por la
inextricable sensación de atemporalidad y ubicuidad que me embarga. A mi
alrededor, la urbe parece moverse a dos velocidades. Destellos blancos y rojos
atraviesan las avenidas, semejando insectos atraídos por refulgentes farolas,
apenas fogonazos ante mis ojos. En paralelo, las recargadas aceras palpitan con
un ir y venir de espectros entrelazados, execrable hormiguero humano de
vaporosos trazos intangibles moviéndose sin criterio. Y de fondo, un monótono y
distante tañido, como de ultratumba, acompaña mi gélido hálito.
Una vaharada cálida del
horadado subsuelo me recuerda que bajo el asfalto de la metrópoli emergerán
aquellos a los que debo rendir vergonzosa pleitesía, genuflexión forzada, para
obtener las migajas de sus beneficios, únicas rentas que me permitirán
sobrevivir, a duras penas, un día más, en esta selva de egos consumistas.
En los aledaños del
hospital, apostado entre el clausurado quiosco de prensa ―ya nadie lee― y la
cabina telefónica ―ya nadie llama―, bajo un montón de cartones y miseria, he
buscado a “el teclas”, con el que más de una vez he compartido lecho, cogorza,
frío y lágrimas. Siempre mantuvo que, en otro tiempo, fue un afamado
concertista de piano, caído en desgracia por culpa de las mujeres y el alcohol,
por ese orden. Su melomanía nos permite, de tanto en tanto, obtener unas
monedas al compás de un desvencijado acordeón, únicas teclas que ha tocado en
muchos años. De alguna forma inexplicable, noto la fetidez de su aliento en mi
cuello, pero por más que miro soy incapaz de hallarlo allí. En cambio, me he
topado de bruces con un niño de aspecto demacrado. Bajo una gorra oculta la
incipiente alopecia, impropia de su edad. Con voz grave, me interpela:
―¿Estás sólo?
―Sí ―le respondo mirando a
izquierda y derecha, con un gesto tan absurdo como estéril.
―¿Tienes hambre?
Asiento. Entonces saca de su
raído abrigo una galleta y me la entrega. Su mano está tanto o más helada que
la mía.
―Todavía estás a tiempo.
Pide ayuda. Para mí ya es tarde.
Me quedo perplejo ante su
insólito proceder y enigmática frase. No entiendo lo que quiere decirme.
Tampoco tengo ocasión de preguntarle ni darle las gracias. Al instante, el
famélico espectro es engullido por la voraz niebla. Tras el insólito encuentro,
me quedo repentinamente exangüe, y aprovecho la cercanía del improvisado cobijo
para tumbarme.
El frío lacera mis carnes
sin contemplaciones. Debo haber estado durmiendo todo el día porque, de nuevo,
el haz deslumbrante y perturbador se clava en mis pupilas.
La pequeña linterna rastreó
algún tipo de reacción del nervio oculomotor. Negativo. Las luces de la unidad
medicalizada y el ajetreo del personal sanitario y policial sacó a los vecinos
de su habitual apatía. Lo macabro a la puerta de sus casas les impelió a
levantarse de sus cómodas butacas y asomarse a las perfectamente insonorizadas
y herméticas ventanas. Los comentarios se desperdigaron como flemas de
estornudo, demonizando aquel reducto de indigencia que osaba colarse en sus
vidas.
― ¿Quién lo ha encontrado?―
preguntó el médico al policía que tomaba notas en su libreta.
― Una patrulla. Esta mañana
alguien contactó con la comisaría. Dijo ser un familiar del mendigo, todavía no
hemos comprobado su identidad, no lleva documentación encima. Nos indicó que le
llamó por teléfono, pidiendo ayuda.
―¿Le llamó esta misma
mañana? ―balbuceó el desconcertado facultativo.
―Sí, a primera hora.
―Eso es imposible, agente.
Este desdichado falleció anoche debido a la hipotermia.