Llegó sin avisar,
sobornando las yemas de los dedos.
Inmediatamente después de un suspiro.
Aquel que atravesaba el círculo concéntrico de los labios.
Se quedó inmóvil como una tapia en la madrugada,
encendiendo las mejillas de un dormitorio.
Costaba mover la sangre,
el cuerpo, las piernas; el verbo,
La caricia, la mirada que no se ve,
el cáliz o la termita.
Pero llegaba. Llegaba como si el amanecer
estuviera adormilado por la aurora,
por el fresco rocío de los desiertos.
Los tulipanes yacían en el suelo,
las gárgolas no querían ver el lugar de los
relojes.
Y Dios era testigo, testigo inerte
de la absurda rutina que mata de hambre
el placer y el sexo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario