Llegó sin avisar, con diez minutos de adelanto, y el cloqueo
que venía de allá abajo, sonidos altos,
voces sin palabras, le sugirió risas, bromas, quizá canto y le despertó la
curiosidad y las ganas de unirse al probable juego.
Bajó las escaleras corriendo, desembocó en el aula como una
tromba, igual de inesperado e inoportuno: Ana lloraba y el profesor, la
guitarra en el suelo, retorciéndose las manos exageradamente, como simulando
retorcerse el corazón, le prometía que nunca lo volvería a hacer. Pero Ana
seguía llorando, él pidiendo perdón y ninguno de los dos parecía ver al niño
que estaba entre ellos, avergonzado aun sin saber por qué.
De repente, la voz imperiosa: “Siéntate, saca la guitarra y
practica el estudio cinco de Sor hasta que te salga perfecto”.
Se sentó, lo tocó, una, dos, seis veces… Se lo sabía, pero cada
vez le salía peor, no atinaba con los trastes, la partitura se emborronaba, volvía
a empezar, los ojos fijos en el redondel negro de la guitarra, aunque una vez
que miró era el profesor quien lloraba y declamaba de rodillas, mientras ella,
casi calmada, sonreía.
Los tres o cuatro minutos que duraba el ejercicio se volvían
inacabables; se habían puesto a sus espaldas, donde no podía verlos, y aquellos
gemidos no salían de ninguna guitarra y Ana era preciosa, solo un poco mayor
que él, y le dolían los dedos y se le acalambró la muñeca y, aunque sólo tenía
doce años, se levantó, subió la escalera y salió a la calle, sabiendo que allí
abajo quedaban sepultadas para siempre sus ilusiones de guitarrista.
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