La Oruga Azul.
miércoles, 30 de junio de 2021
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 56, 30 de junio de 2021 "SECRETOS".
EL SECRETO DE LA LLUVIA (Leyenda)., por Pepe Velasco Romero.
Los dos muchachos marchaban
amodorrados y cansinos tras la recua que guiaban. Caminaban asidos a sendos
cabos que sobresalía de los aparejos de
las caballerías; para así mejor mitigar el agotamiento derivado de la larga
caminata y del viento pertinaz y cansino que les había soplado de cara durante todo el viaje.
Conducían aquellas recuas desde que tenían memoria. Se habían pasado toda su
joven vida desde que eran unos chiquillos, acarreando mercadería y enseres de un
lado para otro sin apenas descanso. El padre de uno de ellos, que también había sido arriero durante toda su vida, era
el propietario de la pequeña caravana que por siempre se había dedicado al transporte de productos y
utensilios de todo tipo a lo largo y ancho de todo un amplio territorio. Ambos
muchachos siempre se habían presumido
camaradas y amigos, desde la más tierna infancia. Pero como casi siempre
ocurre; uno de los factores de diferenciación
entre ambos jóvenes, era el patrimonio
de la familia de cada uno de ellos. Por supuesto, también había otros
muchos factores de mayor o menor transcendencia
que se sumaban, al ya mencionado del dinero. Contribuía a ello también
el carácter, el talento, el instinto y por supuesto la genialidad y forma de afrontar la vida y sus vericuetos
de cada uno de ellos. Aunque ambos conducían aquellos animales de carga con
suma dedicación y extremado esmero. Alfredo solo era un simple peón al servicio
del padre de su “amigo”. <<Un bracero ganapanes, que no tenía donde
caerse muerto>>. Como con bastante frecuencia e insistencia intentaba recordarle Enrique; su compañero y cacareado
amigo. Sobre todo, cuando estaban ante alguien; para así bajarle los humos. <<Por si al muchacho se le ocurría
creerse algo más que un don nadie>>. Justificaba la retorcida mente del
engreído mozalbete. Así, con estos y otros altibajos, se había cimentado a lo
largo del tiempo aquella especie de amistad o camaradería, propiciada más que
nada por las interminables horas de compañía mutua en las soledades de los
dilatados caminos. Pero apego a fin de cuentas. Aunque ese apego de forma
fehaciente siempre hubiera estado cimentado en la perenne subordinación de
Alfredo. Así había transcurrido su relación durante la infancia y adolescencia
y proseguía aun inalterable. Enrique sería el futuro heredero de la actividad y
por tanto del negocio paterno. Por ello se creía con la prerrogativa de decidir
y mandar sobre la vida y los sueños de su cofrade. Alfredo siempre consintió
tal trato, por su carácter apacible y también por la evitación de conflicto con
el que él siempre había considerado su amigo. Pero esta actitud suya, surtía el
efecto contrario y reafirmaba al otro en
sus creencias e ínfulas. Incluso la mayoría
de las veces lo interpretaba como debilidad o cobardía del muchacho.
Pero
ahora, aquella relación que parecía ser perdurable e inalterable por siempre,
hacía algún tiempo que se había agriado sobremanera. Sin apenas darse cuenta,
había prendido en ellos la chispa de la discordia. Sutil y soterrada, pero
enconada y honda. Sus breves momentos de ocio; otrora la mayoría de las veces
festivo y alegres, se habían tornado desabridos y acres. La mayoría de los
itinerarios los hacían huraños y en silencio; sin apenas dirigirse la palabra.
Pero a pesar de todo, o quizá a raíz de ello,
la herida se enconaba con más virulencia cada día que pasaba. Más aun
cuando regresaban donde moraba el motivo
de la fiera animadversión que había nacido y crecido entre ellos.
Teresa
había amado a Alfredo desde que apenas eran unos chiquillos. Pero cuando la
pubertad despertó en ellos el deseo incontrolable y anhelo constante por estar
el uno junto al otro y procedieron a mantener algún que otro escarceo amoroso
de menor trascendencia. Siempre ambos, en el último momento habían intentado por
todos los medios sofocar aquel fuego que les consumía con inusitada insistencia. En definitiva, era el miedo
inculcado en ello desde la más tierna infancia lo que en cada ocasión había
frustrado la consumación de aquella
pasión vehemente que a diario les acuciaba. Pero también contribuyo a ello la
sensata madurez que ambos muchachos mostraros a la hora de evaluar los posibles
problemas que acarrearías sus actos. Tanto, que aquel reflexivo razonamiento,
al fin se antepuso a la excitación desmedida que despertaba en ellos el cuerpo
amado. Alfredo razonaba con Teresa de forma juiciosa, que la mayor parte de las
probables y posible nefastas
consecuencias que pudieran acarrear sus actos, caerían sobre ella. Por tanto,
él no estaba dispuesto a ver sufrir a su amada. Habrían de buscar una solución
para poder dar rienda suelta a su amor sin ningún tipo de cortapisa.
<<Se
fugarían y así los padres de ella habrían de consentir en su unión>>
Discernieron ambos amantes auspiciados por la intimidad cohibida de sus
caricias deseosas, arrumacos y besos clandestinos. Y el muchacho, como hombre
noble y de buen corazón que era. Sin doblez ni mala intención. Había contado
sus cuitas, sus inquietudes y sus más íntimos anhelos a su supuesto amigo y
compañero de trabajo.
Pero
Enrique, en vez de alegrarse de la felicidad del camarada, o colaborar en
hilvanar un plan para propiciar su dicha. La envidia ciega que había estado agazapada por siempre en su
pecho resentido; se desató en tropel. Como caballo aterrorizado y enloquecido. Y en el mismo
instante que supo de la posible y probable felicidad que su
compañero sentiría junto a
aquella muchacha y de sus anhelantes
proyectos para perpetuarla. Él la deseo con vehemencia para sí; con
ansia exacerbada. Pero al contrario que Alfredo, Enrique solo sentía un deseo
arrogante de ella; colmado de lubricidad
irracional y ciega. Era un insano apetito, concupiscente y ávido. Impelido por
la soberbia a la vez que por la exacerbada envidia que lo aguijoneaba de
continuo al pensar que la muchacha se fuera con Alfredo y no con él. Pensar en
que jamás podría poseerla por estar con
su odiado “amigo” le producía unos accesos de ira sorda que a veces le nublaba
el sentido. Pero la tendría, vamos si la tendría. <<Pensó
altanero>> Aunque para ello hubiera de oponerse con todos los medios a su
alcance al que él consideraba su subordinado y por tanto su inferior.
Alfredo
era de carácter sosegado y calmo. Conciliador y sensato hasta casi lo que la
mayoría confundía con una soterrada simpleza; hasta cobardía. Enrique por el
contrario era de un carácter orgulloso y difícil; irascible y voluble hasta
casi la vehemencia. Pero ante todo, era un taimado cobarde. Y como tal actuó…
-¡Oye
pelagatos! ¿Te has jodido ya a la tipa?
- preguntó Enrique en tono grosero e incisivo en uno de sus descansos.
En aquella ocasión, habían sido forzados a guarecerse de forma repentina de una
incipiente tormenta que le había sorprendido en un terreno abrupto y sumamente solitario y apartado.
-¡Escúchame
bien Enrique, no hables así de Teresa, ella se merece todo tu respeto!
–reconvino Alfredo siempre con su tono conciliador y de sentido común.
-¡Yo hablo de esa puta como me
sale de los cojones, mamarracho! –fue la cruel y altiva y ofensiva respuesta de
su cofrade.
La
tormenta se encontraba en su cenit. Y la lluvia comenzó a caer como si se
hubieran abierto los cielos. Las bestias asustadas y cohibidas intentaban
protegerse en cualquier recoveco o saliente de las rocas que los circundaban.
La
pendencia presagiada, se desató con saña; compitiendo en brío con la tormenta
que estaba desatada sobre ellos. Ambos se embistieron una y otra vez con
ferocidad ciega. El uno impelido por una ira sorda preñada de loca envidia. El
otro, lo hizo al sentir pisoteada la dignidad
de su amada al extremo. <<Enrique se había pasado de la
raya>>. Coligió Alfredo instantes antes de llegar a las manos con su
camarada. << La ofensa a él, quizá se la habría consentido, incluso
después de tanto agravios y menosprecio durante tanto tiempo. Pero ofender así
a la persona que tanto amaba. Eso nunca>>.
La
tormenta proseguía con su estruendo pavoroso. Y la lid de los muchachos, aunque
atenuado su estruendo por la tempestad, no le iba a la zaga. Ambos estaban
sobre una pequeña planicie rocosa donde el agua que caía corría con fuerza para
intentar encontrar un natural desagüe. Alfredo en un momento dado, dio la
espalda a Enrique; como intentando por todos los medios dar por concluida
aquella sin razón absurda. El resonar de un rayo y posterior estruendo del
trueno; atenuaron el ruido del arma al abrirse, y Alfredo sintió una punzada a
la altura de los riñones que él en un principio en su nobleza intrínseca, pesó
que habría sido pellizcado de Forma amigable por su colega para así sellar la
pretendida paz. Pero de imprevisto, observó la afilada punta del arma que le
salía por el pecho casi a la altura de
su corazón. Por donde comenzó a manar la sangre con profusión y furia. El
muchacho cayó de espalda sobre la laja anegada. Mirando con incredulidad y
sorpresa a su compañero de faena y por siempre su supuesto amigo. En breves
instantes comprendió lo que realmente había sucedido. La vida se le escapaba a
Alfredo a raudales, pero aún le quedaron fuerzas para emitir una premonitoria sentencia
contra su asesino: “Las gorgoritas que produce la lluvia al caer con esta
fuerza, serán testigos y acusadoras de mi muerte” Enrique prorrumpió en una carcajada gutural y
descreída. Cogió al que fuera su camarada de fatigas, ya cadáver, por ambos brazos
y sin miramiento y no sin esfuerzo; comenzó a arrastrarlo para deshacerse del
cuerpo. El agua torrencial borraría todo
tipo de huella; y la sabia de una cercana y profunda sima donde arrojó el
cadáver sin contemplaciones.
Todos,
familiares y conocidos, dieron por buena la versión de la desaparición de
Alfredo a causa de la terrible tormenta. Jamás se encontró el cuerpo.
El
tiempo paso y de forma inexorable fue borrando el recuerdo del muchacho.
Enrique cortejó a Teresa y estimulada y
casi obligada incluso por su propia familia,
al fin decidió unir su vida a la
de aquel hombre. La vida aconteció inexorable y vinieron los hijos. Y crecieron
y comenzaron a ayudar a su padre. Incluso a veces lo sustituían en las tareas
de trasiego de su negocio.
Por
tanto, Enrique había tiempos que se
quedaba junto a su esposa y la más pequeña de las hijas que a la sazón se
encontraba en un pueblo vecino en casa de los abuelos. Uno de aquellos días se
desató una terrible tormenta y ambos esposos coincidieron junto al amplio
ventanal contemplando el aguacero. De pronto, la lluvia amaino como por ensalmo
y, las gruesa gotas que continuaron
cayendo esparcidas, comenzaron a hacer gorgoritas en la encharcada explanada
que estaba frente a la casona. Al hombre se le dibujo una sonrisa apena
imperceptible, pero que no pasó desapercibida para su perspicaz compañera.
-¿De
qué te ríes? -preguntó ella como
distraída.
-¡De
nada mujer! ¡No te preocupes! –contestó él lacónico, dando a entender con un
gesto que no le apetecía proseguir con la cuestión.
Pero
ella no se dio por vencida. Ni aun convencida. Su intuición le decía que
aquella media sonrisa enigmática guardaba algún sombrío secreto. Y aquella
noche en el lecho, utilizó toda la sagacidad de que fue capaz. Y tras muchas
caricias, gemidos y promesas de
desenfreno libidinoso; fue sonsacando con paciencia y calma la naturaleza de
aquel oscuro secreto que con tanto celo
parecía querer guardar su cónyuge.
-¿Te
acuerdas de Alfredo? ¡No desapareció en la tormenta! –prosiguió el marido
lacónico pero con un tono un tanto jactancioso.
¡Yo lo maté y arroje su cuerpo a una sima apartada y profunda! –confesó
el consorte en el letargo que sucedió al intenso e inenarrable placer al que
había sido transportado aquella noche, de forma incompresible para él, por su
entregada y solícita pareja. Ella siempre se había limitado a entregarse a él
con sumisión en un acto instintivo con fin procreador y ahora…
Teresa
abrió unos ojos como platos. Pero se cuidó mucho de que su marido viera su
semblante. Con la excusa de que estaba cansada se dio la vuelta en la cama y
simulo estar dormida. Pero no lo estaba. Su cabeza era un hervidero de
dudas… Ella siempre lo había intuido en
lo más hondo de su corazón. Pero ahora la confirmación de su siempre soterrada
sospecha, con la confesión del autor material de aquel execrable crimen; la
ponía en un brete difícil de digerir y
de aceptar. Aquello era superior y más abominable de todo lo que alguna vez
había pasado por su intuitiva imaginación. Su marido al calor del goce
inopinado, le había confesado su crimen con todo lujo de detalles. A Teresa se
le estremecía el abdomen y de pronto una opresión como si una gigantesca mano
le apretara el estómago amenazó con hacerla echar hasta la bilis…
Se
quedó mirando en la lontananza donde se adivinaba la serranía por donde ahora transitarían sus hijos y en la
que en su día… Su marido al día siguiente de haberle confesado su secreto, de
forma inexplicable se había entregado a la autoridad y confesado su horrible
crimen. De vez en cuando, el fulgor de
un relámpago lejano parecía querer recortar el agreste perfil de las lejanas
montañas. En la quietud de la noche silente, comenzó a oírse un rumor distante
que parecía querer traerle a ella un mensaje. Incluso creyó oír que le
susurraba la brisa. De pronto, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza y
luego que su febril imaginación de persona sensual y sensible se liberó de ataduras
y echó a volar. Teresa comenzó a soñar. Y soñó como hubiera sido si aquellos
hijos suyos los hubiera engendrado con el ser amado. Y sin ella proponérselo; ni sospecharlo siquiera, su
cuerpo comenzó a vibrar y agitados y
entrecortados gemidos comenzaron a escapar de forma incontrolada de su laringe
y espasmos a cortos intervalos recorrieron su anatomía toda; dejándola arrodillada exhausta y saciada de
goce. Ella intento incorporarse llena de vergüenza y de miedo por si alguien la
hubiera escuchado. <<Jamás había sentido una sensación semejante a esta
que ahora había experimentado soñando con el ser amado>> Pensó cohibida.
Y también sintió vergüenza y miedo por ello. Pero la brisa con su melodía calma
la tranquilizó al instante y le susurró despacio y quedo al oído: “Te amé, te
amo, y te amare por siempre”
Las
gorgoritas de la lluvia, habían cumplido con fidelidad su cometido de desvelar
y hacer pagar aquel terrible crimen.
EL SECRETO DE JIMENA, por Dori Hernández Montalbán.
Jimena hubo
de defender la ciudad de Valencia tras la muerte de su esposo Rodrigo Díaz de
Vivar, con ayuda de su yerno Ramón Berenguer
III, aunque fue complicado.
Mazdali
permitió la salida honrosa de los cristianos, tal como siempre había hecho
el Cid con sus enemigos musulmanes derrotados.
Doña
Jimena salió al frente portando los restos del inmortal Rodrigo Díaz de Vivar, por miedo al saqueo de la mezquita-catedral.
Antes de abandonar la ciudad, los propios moradores incendiaron sus hogares
****
La
escena que propongo, se desarrollaría en algún punto del itinerario Valencia, Monasterio
de Cardeña, Burgos. Durante este
traslado, Alvar Fáñez, lugarteniente del
Cid, será requerido por Jimena, con la que habría de encontrarse en el
lugar acordado. Ya en tierras de Castilla, los cristianos hincarían tiendas a
la espera de Albar Fáñez (Minaya). Jimena, a jugar por los datos disponibles,
además de ser gobernadora de Valencia, debió contribuir a la reconquista como
nieta y biznieta de reyes, así como dama
favorecedora de otras empresas inéditas en pro de la reconquista.
I
Sobre
la cruda llanura de Castilla cae el sol a plomo. Suena el graznido de un ave
rapaz que planea el lugar. Una nube de
polvo se alza tras el paso de las mesnadas cristianas. Tras el arrastre de
carros y caballerías, se distinguen algunos vasallos del Cid; en otro tiempo
valerosos guerreros defensores de
Castilla,
Hacia
su tierra pelada y parda se dirigen, vencidos, que no rendidos, tras verse
obligados a evacuar Valencia, en
dirección al monasterio de Cardeña, para depositar los restos mortales del Cid.
Unos a pie, otros a caballo, y Jimena al frente como custodia dora y capitana.
Alguna
torre abandonada se divisa. Al fondo de la polvorienta llanura, despuntan unas colinas coronadas por viejos árboles,
anunciando cobijo a la soldadesca.
Aún
restan algunas jornadas para llegar a las márgenes del río, pero será aquí, en
mitad de la llanura inhóspita dónde se ordena hincar tiendas en espera de Albar
Fáñez. Todos enmudecen y el silencio reina en el sopor del atardecer.
¿Dónde
quedó la opulencia de Castilla? Se pregunta Jimena, al observar, ahora, con
detenimiento, a la mesnada venida a
menos y miserables condiciones de los soldados. Que no han de poseer algunos, a
juzgar por el indumento, ni techo que los cubra.
Declinando
y como apagándose el sol en ascua viva,
hasta aquí llega un débil tañido de campana. Se oscurece el campo y dibuja al
fondo la imponente silueta a caballo de un erguido caballero, no es otro que
Albar Fáñez. Descabalga, y con el yelmo en mano, rodilla en tierra, se inclina
ante Jimena.
JIMENA:
Levantad, por dios, mi buen Minaya y
tomad el humilde asiento que para vos se ha improvisado. Pronto caerá la noche
para ensombrecer aún más mi pesar. Minaya, amigo, como bien sabéis nos vimos obligados a salir de Valencia. Y atravesando por estos
duros caminos hacia Castilla, esta comitiva se me antoja una vieja dama,
vestida de harapos que a duras penas puede avanzar con el viento en contra.
MINAYA:
Noble y buena señora de mío Cid, no desfallezca vuestro ánimo que ésta tierra
aún dispone de valientes para vengar afrentas y presentar batalla, si dios lo
quiere.
JIMENA:
Leones, leones necesitaría Castilla para echar al enemigo, mi buen amigo, y no
tantos abades bien nutridos y sumisos. Y aún nobles, parapetados en sus
castillos. No alcanzo a comprender cómo el rey, nuestro señor, contempla impasible tanta miseria.
MINAYA:
A los vasallos de mío Cid nunca les ha de faltar casa y alimento, siempre dio
buen galardón.
JIMENA:
Sin embargo se nos dice que no llegó a
tiempo el clamor de Valencia. Alfonso
ordenó la evacuación y no nos pasaron a cuchillo porque el moro se
sintió en deuda con mío Cid. El siempre dejó marchar al vencido, si es que ese
era su deseo. Llevamos con nosotros los restos de Rodrigo para dar nueva
sepultura, por esto os mande llamar, y porque quiero asegurarme de que lleguen
intactos a Cardeña. Muy a mi pesar los hemos tenido que sacar de la mezquita-catedral,
por miedo al saqueo y profanación. Hemos quemado las casas, sus moradores
sacaban lo poco que podían llevar consigo. Más parecía aquello botín de guerra;
no perdían la batalla, a juzgar por sus rostros, ganaban, Minaya, ganaban
porque sabían que el féretro de mío Cid salía con ellos.
MINAYA:
Duros hombres, como ésta tierra dura, y valientes…
JIMENA:
Aún así, guardo un viejo recelo para con los asaltantes, la razzia y
escaramuza. En esta nueva aventura me acompaña mi yerno Ramón Berenguer; le fue
otorgada por mío Cid la espada Tizona. Bien sabéis, que nos fue devuelta en las
cortes de Toledo por aquellos infames de Carrión, y valerosamente blandida en
duelo por Diego González, en reparación por el maltrato infligido a mis hijas. La
Tizona ha de ser esgrimida por gurrero valeroso, y mi yerno, aún siendo digno caballero, todavía es
demasiado joven e inexperto. En unos años, será digno caballero en la batalla.
Por lo tanto, la tizona, ha de quedar junto a mío Cid en Cardeña. Allí estarán
a buen recaudo, si así lo quiere dios. Gracias por salir a mi encuentro,
Minaya, que dios te lo premie.
Después
de esto, besó, Alvar Fáñez, las manos de Jimena y se retiró a descansar.
Crepita
aun la leña en las hogueras. Las bridas de los caballos amarradas a los carros,
descansan. Los caballos, aliviados de monturas, y la luna alzada traspasada por
algunas nubes negras. El relincho del caballo de Alvar Fáñez lo pone sobre aviso, que sin hacer ruido
alguno, se desliza por su tienda y sorprende a un grupo de velados desertores
del grueso almorávide, intentando robar los carros tras haber degollado a la
guardia.
Dio la
voz de alarma por no saber cuántos de ellos había. Y todos, chicos y grandes,
prestos a defenderse fueron. Jimena corrió a empuñar la Tizona, dando muerte a
uno de ellos y presentando combate a otros tantos. Después de pasar a cuchillo
a los demás, hablo asombrado Alvar Fáñez:
ALBAR
FÁÑEZ: Pero decidme ¿dónde y cuándo aprendisteis a manejar la espada?
JIMENA:
En Valencia, una vez muerto Rodrigo, fui
adiestrada por un valeroso guerrero, muy
noble caballero venido de tierras lejanas, vasallo leal a mío Cid. Así lo había
dejado dispuesto. Pero os ruego, Minaya, que de aquesto guardéis secreto. No
fue tarea fácil gobernar una ciudad siendo mujer y viuda de mío Cid. Básteos
saber que tal caballero cristiano es y, según dijo, monje y soldado a la par.
II
Al
alba, los castellanos de aquellas tierras, oidores de lo acontecido, les iban
saliendo al paso. Rodilla en tierra, alzaban plegarias al cielo por el Cid, que
en buena hora nació. Entre ellos hablan algunos, y dicen que por sus campos,
aún, el fantasma yerra. - ¡Aun cabalga
mío cid!-grita una voz de los que entre allí estaban. Se escuchan vivas:- ¡Viva
Rodrigo Díaz de Vivar! ¡Aquel que rodilla en tierra y espada hincada juro en
nombre del criador lealtad a su rey! ¡Viva, Viva! Hoy de nuevo, y ya muerto a
cruzar los campos llega.
Estos
humildes labriegos de Castilla sufren
escasez y aún hambre. Y todavía les quedan fuerzas para llorar la derrota
de sus amos, piensa para sí Jimena.
-Señora,
mi señora, -se atreve a gritar un pobre apenas vestido de estameña- no temáis.
La simiente está echada y si dios quiere, las mieses crecerán y habrá pan, y
con él ventura. –Animado, otro también alzó la voz -Dará la encina leña para el
fuego. -Se escuchan vítores, alzando aperos
y lanzas: ¡Mío cid, mío cid, mío cid…! -Los ojos de Jimena se humedecen
y dice para sí - Estos hombres, al roble se parecen. Quiera dios que nunca
falten gentes como estas en Castilla.
Una
jornada más y llegan a Cardeña, ya muy menguada la comitiva, pues muchos de
ellos en sus tierras fueron quedando. Una vez en el monasterio son recibidos
por el abad y algunos monjes. Allí se entraron, Albar Fáñez, Jimena y su dueña,
el joven Ramón Berenguer y su esposa María Rodríguez. Se celebraron
exequias y se cantaron misas por el alma de mío Cid.
Más
tarde se procedió al entierro. Allí también quedó expuesta y a buen recaudo la
espada Tizona.
Antes
de partir Alvar Fáñez, Jimena lo volvió a requerir y, en la intimidad de aquel
regio claustro, en dónde ya descansaba
el Cid, con estas palabras habló:
JIMENA:
Vos, Minaya, sois noble caballero, lugarteniente del Cid, entre nos y Dios,
quede este asunto sellado. Un último favor os pido me hagáis, coged la Tizona y
ponedla sobre mis hombros; os ruego me nombréis
dama y defensora de la fe cristiana. Y si ha de ser con las armas,
también a ello me comprometo, en el nombre de Dios padre. Tomadme pues
juramento, pues mientras vida me quede, así lo he de hacer. Así hizo Alvar
Fañez.
ALVAR
FAÑEZ: Quede con dios noble señora. Guardado
queda en mi corazón tal juramento por toda la eternidad. Y si así no lo hiciera
que dios me lo demande. Señora, he de partir sin demora, la mesnada espera.
JIMENA:
Id y que dios os guarde, Alvar Fáñez.
ALVAR
FAÑEZ. Que así haga también con vos.
J
CON SUMO SECRETO, por Pedro Pastor Sánchez.
Aquel día, José se levantó con una sensación extraña, un desasosiego que no obedecía a nada concreto pero que no conseguía sacudirse de la cabeza. Fiel a sus rutinas, se afeitó mientras la radio escupía las mismas absurdas noticias. Sin prisa, se preparó el desayuno, rumió algún titular de un periódico atrasado y marchó hacia el mercado. En el portal se encontró con el cotilla de Santi, su vecino del primero, cuarentón sin oficio ni beneficio que vivía a las faldas de su anciana madre.
—¿Qué, Pepe, a currar un poco? —le preguntó al tiempo que le guiñaba un ojo—. Aquel gesto inopinado, y el uso del hipocorístico, le parecieron extraños, nunca antes se había comportado con esa confianza. Más bien al contrario, el tipo era huraño, se encerraba en casa y apenas se le veía el pelo en la finca, sino a través de los visillos del balcón.
—Sí, claro. Alguien tiene que levantar el país —le espetó un hiriente dardo como respuesta.
El otro se encogió de hombros y dio un paso atrás para dejarle el paso franco hacia la calle. Había caminado apenas unos metros, dejando al interfecto a su espalda, cuando escuchó la tibia voz de Santi:
—Sé lo de tu secreto.
José se paró en seco. Pensó: «¿De qué coño está hablando este gilipollas?». De todas las ideas que vinieron a su cerebro en ese momento, una se fijó en su hipocampo. ¿Acaso fue testigo de su efusiva despedida de Felicidad aquella noche? Fue una temeridad, lo reconoce, comportarse como dos pipiolos enamorados justo frente a su casa, pero a esas horas, con la que estaba cayendo, y bajo aquel gran paraguas, nadie les podría haber reconocido. ¿O sí? ¿Y si el muy cabrón iba con el cuento a su mujer? Era capaz. En una de estas que Adelina volviese de guardia del hospital, a traición, el muy gañán lo mismo aprovechaba para sembrar cizaña de forma gratuita. En más de una ocasión había observado cómo se quedaba embobado ante el cimbreo de caderas de su esposa.
Pero no, tenía que actuar de forma inteligente, no caer en la provocación. Se volvió y, tragando saliva, le preguntó haciéndose el tonto:
—No te he entendido. ¿A qué te refieres? —le dijo taladrándole con la mirada. El otro se giró sin atender a su pregunta, y se escondió en el portal cual rata en retirada.
Mientras avanzaba por la calle, en sus sienes martilleaba la frase de su vecino. Y es que mantener oculta una infidelidad no era nada fácil. Y menos cuando la hembra que le había vuelto loco, con la que había descubierto un nuevo aliciente en el terreno amoroso —y también en el sexual— era la mujer de su mejor amigo y socio, Raúl. Además, amiga de la infancia de su cónyuge, eso sí que era complicarse la existencia.
Cuántas miradas furtivas, colmadas de concupiscencia, habían intercambiado en cenas, paseos y viajes en común, siempre los cuatro juntos, inseparables. Feli le daba, a escondidas, todo lo que Adelina le negaba. El tedio y la monotonía se había instalado tiempo atrás en su relación. Pero eso iba a cambiar en breve. Pensó que ya era el momento de dar un paso adelante, pese al dolor que sabía que iba a causar. Por muy egoísta que pareciese, tenía que pensar en su propia felicidad.
Lo tenía todo calculado, esa noche iban a cenar ambas parejas en su restaurante. Prepararía algo especial, una receta que no había elaborado hasta ahora, y que marcaría un antes y un después en sus vidas.
Llegó al mercado y, después de adquirir algunas verduras que le servirían como acompañamiento, se acercó por el puesto de Luis. Tras unos minutos de animada conversación, el carnicero le entregó la bolsa con el pedido que le había hecho el día anterior.
—Sé lo de tu secreto.
No podía ser. Palabra por palabra. Exactamente la misma frase que le soltó su vecino. Pero Luis no podía saber nada sobre su relación furtiva con Feli. Entonces, ¿se refería a su adicción al juego? Sí, seguro que era eso, la casa de apuestas estaba justo enfrente, y en más de una ocasión, en su recorrido matutino, no había podido reprimir ese instinto de tahúr que le corría por las venas. Empezó echando unas monedas en las máquinas, y no se le dio mal al principio. Hasta que la suerte, esquiva, cambió, y trató de recuperarse con las apuestas deportivas. La cosa fue a peor, y al final el roto en el bolsillo fue tan grande que tuvo que cubrir sus deudas falseando las cuentas del restaurante y esquilmando parte de los beneficios, a espaldas de Raúl. Ludópata de libro.
Se giró y Luis seguía observándole con su perenne sonrisa. ¿Qué clase de juego era este?
—¿Estás sordo o qué? —Volvió a interpelarle el chacinero—. ¿Qué cómo lo vas a preparar?
Sordo o loco. José no sabía muy bien lo que le estaba pasando. Salió del paso como pudo: «Es una sorpresa».
Se alejó raudo antes de tener que dar más explicaciones. Y tanto que iba a ser una sorpresa, iba a dejar a todos los comensales con la boca abierta.
Levantó la persiana del restaurante y se fue directo a la cocina. Tenía que preparar el plato con bastante antelación. Sacó la pieza y la aliñó con especias, alcaravea y kalonji, entre otras, para darle un toque exótico. La envasó al vacío y la metió al horno a baja temperatura. Casi tres horas a sesenta y cinco grados obrarían el milagro.
Raúl apareció de forma inesperada, no era habitual verlo por allí a esas horas tan tempranas, solía llegar poco antes de empezar con los servicios. Con semblante serio, se acercó.
—Buenos días, José. ¿Ya estás liado? Pronto empiezas…
Estaba disimulando, claramente. Eso fue lo que José pensó. Su desconfianza iba en aumento, y pareció confirmarse con la siguiente frase, que acompañó con una mano sobre su hombro.
—Estuve hablando con Feli. Sé lo de tu secreto.
¡Traidora! ¿Qué le había contado? ¿Lo de su relación a escondidas? ¿Lo del dinero que le había robado? ¿Por qué había roto en pedazos su corazón y confianza? ¿Pensó a última hora que no se la jugaría dejando a Raúl, que no podía traicionar tampoco a su amiga Adelina?
Tan sumido en su locura estaba que José no recordaba que había contado a Feli, en su último encuentro, la receta que tenía preparada para ocasión tan especial. Sin saber el propósito oculto, la compartió con Raúl. Este, inocente, descubrió la sorpresa antes de tiempo.
Iba a ser su mejor plato, sin duda. Pero su socio no disfrutaría del jugoso secreto que José estaba cocinando. Hundió en su pecho el cuchillo con el que lo había preparado. Luego arrastró su cuerpo inerte hasta la cámara, con gran frialdad.
Esa noche, a la mesa, solo tres personas compartieron el secreto de José.
HABLANDO DE LETRAS CON JAVIER MORO
Desde joven, Moro viajó por diversas partes del mundo y colaboró en diferentes publicaciones como periodista freelance, escribiendo en periódicos como El Mundo o El País.
En París acudió la Universidad de Jussieu entre los años 1973 y 1978 para estudiar Antropología e Historia.
Además de en prensa escrita, Javier ha participado en medios audiovisuales, produciendo y escribiendo la película “Valentina” (1982), basada en la novela “Crónica del Alba” de Ramón J. Sénder. Posteriormente retomó la obra de Sénder en “1919. Crónica del Alba” (1983).
Algunos de sus libros, la mayoría de ellos centrados en asuntos sociales, histórico-románticos y medioambientales, son “Senderos De Libertad” (1992), “El Pie De Jaipur” (1995), “Las Montañas De Buda” (1997), “La Mundialización De La Pobreza” (1999) o “Era Medianoche En Bhopal” (2001), co-escrito junto a Dominique Lapierre.
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Cuéntenos
como fue su primera incursión en el mundo de la literatura.
Tengo la
suerte de pertenecer a una familia de escritores. Recuerdo a mi tío Dominique
Lapierre y a Larry Collins viviendo una temporada en casa cuando yo era
pequeño, mientras ellos investigaban para el libro O llevarás luto por mi.
Fue entonces cuando empecé a colaborar con ellos. Me pidieron que les pusiese
en contacto con el padre de un compañero de clase (estudiaba en Liceo Francés)
que necesitaban entrevistar, un torero muy famoso llamado Luis Miguel
Dominguin. Hablé con mi compañero de pupitre Luis Miguel González, que mas
tarde se haría famoso con el nombre artístico de Miguel Bosé, y arreglamos la
cita.
Quizás
fue esa mi primera incursión en el mundo de la literatura. Luego, a los 17
años, publiqué mi primer reportaje de viaje en el Dominical de ABC. Pero tardé
mucho en escribir mi primer libro.
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¿Qué le
llevó a escribir su primera novela “Senderos de libertad”?
Había
estudiado Antropología en Francia y siempre me había fascinado la vida de las
tribus amazónicas. Cuando mataron a Chico Mendes, el líder de los caucheros de
la Amazonia, estaba en Brasil investigando la historia de un antropólogo
norteamericano y un indígena Kayapo que luchaban para evitar la construcción de
una presa que iba a destruir parte de sus territorios. Recibían constantes
amenazas de muerte. Hice una investigación sobre todos los actores de la
Amazonia: los buscadores de oro, los terratenientes, los sicarios, los
caucheros, los indígenas, los posseiros etc… con la idea de mostrar en un libro
la realidad de esa región que es vital para el resto del mundo. El hilo
conductor fue la vida de Chico Mendes y la de uno de los sicarios que fue
contratado para matarle.
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Sus
novelas son casi todas de corte histórico-antropológico, pues se sumerge, a
menudo, en otras culturas mediante viajes. ¿Escribir una novela es para usted,
también, una aventura?
Siempre.
Cada libro me lleva una media de tres años, en los que conozco a gente nueva, y
a veces me hago amigos que me duran luego toda la vida. Me gusta recrear las
vidas de mis personajes, ir a los lugares donde han vivido, hurgar en el pasado
para luego reconstruirlo. Y cada libro es una aventura porque nunca sabes si va
a gustar al público. Es siempre un salto al vacío.
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El
problema medioambiental aparece recurrentemente en sus novelas ¿Cree que el ser
humano está cavando su propia tumba?
No soy
pesimista con respecto al ser humano. El progreso en la lucha contra la pobreza
extrema ha sido enorme en los últimos 40 años, y doy fe de ello porque he
estado viajando todo este tiempo y he podido constatarlo con mis propios ojos.
Creo que se vive mejor ahora que hace un siglo. Con esto, no quiero obviar los
enormes problemas de desigualdad que afectan a la sociedad global, y que están
muy vinculado a la degradación del medio ambiente.
El
calentamiento global es un problema gravísimo, como lo son todos los problemas
ambientales porque una vez que estalla la crisis, es muy difícil, por no decir
imposible, revertirla. Cuando se destruye una especie, se destruye para
siempre. Cuando muere el último indígena de una tribu, se acaba su idioma y
toda una cultura fruto de miles de años de evolución. Si llega a subir el nivel
de mar por efecto del calentamiento, será muy difícil evitar una catástrofe
global. La situación es crítica porque la primera fuente de energía sigue
siendo el carbón y el petróleo y la transición energética va demasiado lento, pero
confío en la capacidad de supervivencia que ha demostrado siempre el ser
humano.
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¿Qué ha
supuesto para usted el Premio Planeta? ¿qué opina del mundo editorial en la
actualidad?
El Premio
Planeta me ha hecho ganar lectores y reconocimiento, y encima me permitió hacer
unas giras por todo el mundo en las que me he divertido mucho. También me ha
hecho ganar unos kilos de mas por los banquetes a los que fui invitado en
aquella época de promoción. Lo recuerdo un poco como un sueño.
Nunca he
tenido problema con el mundo editorial. Está mas concentrado en pocas empresas
muy fuertes, pero eso es un problema mundial que afecta a la necesaria
diversidad.
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Su novela
“A flor de piel” nos cuenta las vicisitudes de un grupo expedicionario que
pretende llevar la vacuna contra la viruela por toda Latinoamérica, un tema que
es a día de hoy de candente actualidad ¿Cree que las patentes de las vacunas
deberían ser liberadas?
Si yo
fuese el inventor de una vacuna en la que hubiese arriesgado tiempo, energía y
capital, que me obligasen a liberar mi patente no me sentaría muy bien. Pero
deben de existir mecanismos compensatorios porque por otro lado no es justo que
por un problema de dinero la gente se muera. Un ejemplo de esa actitud lo da
precisamente la expedición de la vacuna. Fue una empresa de sanidad pública.
Hay ciertas cosas que solo lo público puede solucionar bien, una de ellas son
las campañas de vacunación. Necesitan muchos recursos y una participación
social amplia.
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¿Qué
aconsejaría a una persona que pretenda escribir su primera novela?
Que no
tenga prisa en ponerse a escribir, que lea mucho antes, que lea a autores que
hayan tratado el mismo tema que el suyo, que reúna la máxima informaciíón
posible, luego que deje reposar (como una buena infusión) y que, después, se
ponga a escribir, y lo haga con método y disciplina.
SECRETO, por F. Javier Franco Miguel.
(Con estrambote)
No leéis, y a vosotros, un secreto
os quiero desvelar en estos versos,
y aunque no me leáis, brunos o tersos,
es para vuestros ojos el soneto.
Sé que no os interesa, lo respeto,
preferís caminar con pies dispersos
y no dejar más huellas, si universos
descubrís son sólo un punto concreto.
Pero ya va llegando ese momento
en el que los sumandos de la suma,
juntos, van conformando un sentimiento.
Fluye al fin mi secreto entre la espuma,
en su rumbo ideal no hay contratiempo:
«La indiferencia vuestra no me abruma».
(Ya lo escribe mi pluma.
No me leéis vosotros: no me quejo.
No me leeréis: no seré el espejo)