Llegó sin avisar, pero ya lo esperaba. El fulgor en el
cristal de la lluvia, alambicada por los fugaces rayos de sol, que se colaban chisporroteando
entre las nubes caprichosas, era más poderoso que el brillo de la herida de sus
labios. La lumbre poblada de inquietos duendes rojos, traviesos pero mansos,
lamía con vibraciones de calor la memoria del gato; y lo devolvía a sus
orígenes más primitivos. La mecedora balanceaba perezosamente el tiempo
espesado por la rutina. El viejo reloj de pared desgranó su monótono rosario de
las doce con las dos agujas amenazando el techo. En los posos de la taza del
café libaban un par de moscas nerviosas lavándose de vez en cuando la cara con
sus patas delanteras. Por las rendijas de la ventana entraban unos alfileres de
vientecillo fresco que morían entre los cálidos abrazos del ambiente espeso del hogar. No había muerto el
invierno ni había llegado la primavera pero ya se intuía el despertar de la
vida bajo tierra. Mil años después de que se fuera, llegó. Sin avisar, pero ya lo
esperaba. En la madera reseca y lastimada de la puerta tocó con los nudillos despertando
un uno eco sordo y lejano…tan desconocido como esperado. Venía con el alma
roída por la pena y el hambre poblándole el estómago. Aquella casa de la que
tuvo que irse también era suya. O eso creía. La navaja le pesaba en el bolsillo
como un pecado sin perdonar. Su hermano se levantó de la mecedora con la pereza
de siglos, sin prisa. Sabía que el tiempo no podría adelantársele. Descolgó la
escopeta del dieciséis y sacó los dos cartuchos de la bolsa de plástico
descolorida por la espera. La cargó y con la tristeza en los ojos avanzó hacia
su destino. No habría explicaciones. Las afrentas había que lavarlas con
sangre.
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