La Oruga Azul.
sábado, 5 de agosto de 2023
EL TOMATE LE SALVÓ LA VIDA, por Aïda Romero Inglada
Lo
esencial es invisible a los ojos
Antoine
de Saint-Exupéry – El principito
La suave brisa de verano le regalaba
el aroma a lavanda y hierbabuena. Los campos lucían un verde musgo intenso con
chispas de amarillo limón, las tiernas hojas caídas a los lados y los frutos
maduros preparados para su recolección. El cielo se teñía de todos los colores
del universo, donde el cian y el naranja predominaban sobre los demás.
La paz se podía respirar en el aire,
una mezcla de sosiego y calma que inundaba el corazón de cualquiera. Parecía
que, en aquellas tierras, el tiempo corría demasiado despacio. Incluso si
estrechaba los ojos en un par de rendijas, podía observar la lentitud en la que
caía una gota de rocío hasta perderse en el suelo.
Una cigarra cantó a lo lejos cuando
salió de la casa. Le recordó al crepitar del fuego en las hogueras de San Juan,
donde mucho tiempo atrás había saltado entre las llamas mientras ardía lo viejo.
Todavía recordaba la única promesa que se había obligado a cumplir,
convirtiéndose en su presente. La mujer había cambiado el trabajo de oficina
por una hoz y una regadera, los lujosos trajes por botas impermeables y un
gorro de paja, el maquillaje y los costosos peinados por una tez más tostada.
Había dejado atrás a aquella
enfermedad que engullía el mundo silenciosamente, comúnmente denominado estrés.
El segundo infarto fue una clara advertencia de lo que estaba sucediendo en su
vida, pues amasar fortunas bajo el coste de su propio tiempo, no fue la
decisión más acertada.
Cuando consiguió romper las cadenas
que ella misma se había colocado, fue como si la jaula se hubiera abierto de
par en par; como si el aire hubiese regresado a sus pulmones, pues ahora podía
respirar. Respirar de verdad, no el sencillo hecho de coger aire para
después soltarlo más tarde, sino sentir como la vida entraba en su interior y
lo iluminaba todo, limpiando toda la angustia que llevaba dentro hasta
disolverse en volutas invisibles.
Lo que antes le parecía
imprescindible, ahora carecía completamente de valor. Había aprendido a
custodiar el fuego en las noches más frías, a bailar entre las abejas del panal
y a agradecer el agua que caía de los cielos. Cada día se había convertido en
un regalo hermoso y único.
Caminó a través del césped
brillante, con un saco de paja a un lado y una guadaña en el otro. Aquella
mañana el sol lanzaba destellos blancos sobre las tierras aradas, llenando de
vida los árboles que danzaban con sigilo y los campos repletos de vegetación.
La
mujer se aproximó a una cuadra en la que había plantado tomateras. Le fascinó
ver que estas habían sobrepasado la altura del propio poste en el que se
sostenían. Los frutos permanecían intactos en sus ramas, de un color escarlata
brillante. Aquel era el resultado del trabajo bien hecho y el cuidado diario.
Acercó
sus manos a un tomate. Era suave como la seda, tierno pero turgente al mismo
tiempo, con un olor tan dulzón como la miel. Giró su muñeca sobre la pieza
varias veces y el tomate se desprendió de la gruesa rama. Se lo llevó al pecho
y notó como aquel sencillo gesto, le llenó el corazón de una felicidad
indescriptible.
Aquella
esfera rojiza parecía tan inofensiva en sus manos, tan vulnerable e
insignificante ante la crudeza del mundo y la inmensidad del universo. Sin
embargo, únicamente ella conocía la realidad de lo que aquello significaba, de
las verdaderas palabras que anidaban en su interior.
El
tomate le había salvado la vida y, junto a él, el entorno rural en el que se
hallaba. No podía estar más agradecida.
EL ESPECTRO, Gerardo Vázquez Cepeda
El sol se alza entre los
olivos y luego coge fuerza, se comprime y aumenta su fulgor. Lo contemplo desde
mi coche, castigando la superficie lacerada de la llanura. En verano, el cielo
se quema en la línea que dibuja el horizonte. Con el cielo en llamas, que
parece aplastar la tierra como un martillo, las hierbas se secan y los ríos se
agostan. Sin embargo, dentro del coche el climatizador crea un ambiente
relajado, de siesta de verano bajo la sombra de una higuera. Y pensar que bajo
este mismo cielo mi abuela enjuagó la mayor parte de su vida. Su infancia se la
robó el campo y la marchitó el sol. Esos primeros años fueron como el rasguño
que apenas sangra y desaparece de la piel sin dejar cicatriz. Luego la zarpa
del odio le abrió gruesas heridas, que nunca sanaron: siempre suspiraba por su
padre muerto.
Todo comenzó al acabar la
guerra. Cesó el fuego de mortero y el rugido de los aviones cayendo en picado,
pero la sangre siguió borboteando. Acusaciones anónimas que condenaron a
muchos, inocentes o no. Entre ellos su padre. Mi abuela hacía el camino paso a
paso entre las lindes que serpenteaban, con la música de las chicharras, hasta
la cárcel donde a pesar de los ruegos no le permitían hablar con él. Mi
bisabuelo fue quebrantado por una bala. Como causa de muerte la burocracia, con
su espantosa rúbrica, decretó fallo cardíaco.
Con el paso de los meses,
los remordimientos acabaron por asaltar el alma de la persona que lo había
delatado. Aquel hombre quiso vengar una antigua afrenta, cuando en mitad de una
discusión recibió de mi bisabuelo un puñetazo que desmoronó su hombría. Y aprovechando
que permanecían abiertos los postigos del odio, condujo a mi bisabuelo a la
tapia del cementerio. A una fosa común de la que solo sería removido cuarenta
años después, cuando el osario sobre el que crecía la cardencha fue adecentado
y se colocó una placa. ¿Acudió el denunciante a dejar unas flores y limpiar su
conciencia? No pudo, porque hacía mucho que había muerto.
Fue una noche de niebla,
en una alquería moldeada con barro en pleno monte. De esa alquería, hoy, apenas
se yergue una ruina de adobe. Allí se apareció mi bisabuelo regresando de entre
los muertos. Dicen que tocó con los nudillos en la ventana y llamó a su delator
con un aullido. El hombre, asustado, salió a la noche, pero no vio nada. Se
dejó caer en el poyo y se puso a liar un cigarrillo para calmar los nervios. Entonces
el espectro se sentó a su lado. Cruzó las piernas y se puso a liar con él. Parece que lo hizo
como tenía por costumbre en vida —alguien vio después los restos de dos
pitillos a medias de consumir, entre el polvo—, con poco tabaco. Se lo acomodó
en el margen de los labios y se giró hacia el delator, que le reconoció y
contempló con horror la cuenca de sus ojos vacía de mucosa, con gusanos blancos
culebreando. Mi bisabuelo le tocó en el hombro, haciendo un gesto para que le
acercara la mecha. Sintió un frío intenso, la presión de un cepo en la garganta
que le atenazaba y el cosquilleo de los gusanos en sus oídos, bajo los
párpados, dentro de la nariz, royendo la carne. Quiso gritar la fórmula que las
viejas decían alejaba a los aparecidos: “¡por Dios, te pido que me digas a qué
vienes y qué quieres!”. Pero no pudo.
Al amanecer la niebla se
deshizo. El delator seguía sentado en el poyo, vivo pero estático. Al poco
pestañeó, abriendo el párpado derecho y ese ojo quedó velado hasta que lo
llevaron de vuelta al pueblo, donde el médico diagnosticó una apoplejía que
derivó en muerte.
El espectro de mi
bisabuelo no volvió a pasearse por el mundo de los vivos y de su funesta visita
la gente tan solo hacía conjeturas.
Recuerdo esta historia
mientras contemplo a los lados de la autovía, como huesos calcinados por el
sol, las casas de quintería de las que no quedan más que los muñones. Hubo un tiempo en el que las tapias eran de
barro y se enlucían con cal. Junto al blanco mantecoso que disfrazaba las
paredes crecían higueras en los patios y se uncían los animales en las cuadras.
Entorno los ojos y me parece ver a mi abuela vestida de luto durante la siega,
con la abultada barriga que contiene a mi madre o mi tía. Le rozan las espigas
doradas que cercena manejando la hoz, retuerce y amontona y así va mordiendo
poco a poco la superficie amarilla del trigal, que se extiende como un océano insalvable.
Imagino la tierra seca, el cielo de fuego y a ella caminando entre el polvo
para ver a su padre, si la autoridad se lo permite, por última vez.
LA PELOTA, por Patricia Riveiro García
Acabó el colegio, por fin
vacaciones, pero Manuel sólo pensaba en los madrugones que le esperaban, en el
trabajo de sol a sol que se avecinaba, acabar el colegio para él era empezar
con el trabajo en casa, llevar las vacas a pastar, plantar todo lo que a sus
padres se les antojara y todo lo que eso implicaba, y mientras, ver a sus
amigos camino del río a disfrutar de las horas bajo el sol, refrescándose,
jugando y divirtiéndose, o verlos camino del campo de la fiesta con la pelota
en mano para echar un partidillo. Manuel se quedaba mirándolos pasar con el
entrecejo fruncido y ya no volvía a hablar en todo el día hasta que su madre,
después de la faena, le pasaba su brazo sobre el hombro camino a casa, le
besaba la frente y le decía lo agradecida que estaba por la ayuda que les
prestaba, entonces el entrecejo de Manuel se relajaba, se le hinchaba el pecho y
se sentía orgulloso de sí mismo, hasta la mañana siguiente que todo volvía a
ser igual.
Era
todavía de noche cuando su madre con un susurro lo despertó, desayunó un tazón
de tibia leche recién ordeñada y una rebanada de pan del día anterior, se lavó
la cara con agua fría para intentar espabilarse un poco, se vistió con la ropa
vieja y desgastada que estaba cada mañana frente a la lumbre de la chimenea,
como esperándolo para darle los buenos días; Manuel odiaba aquellos trapos que
se tenía que poner, sus amigos vestían más modernos, más limpios, más elegantes
y el estaba harto, quería ser como sus amigos. Media hora después de
despertarse ya estaba camino de la finca de patatas, su padre silbaba a su lado
llevando una carreta con los aperos necesarios y su madre, al otro lado llevaba
una cesta con comida sobre la cabeza, y una jarra grande de agua en cada mano,
Manuel llevaba la manta que siempre ponían en el suelo al mediodía para
almorzar, miró al cielo y pensó en el largo y caluroso día que le esperaba por delante.
Tan
pronto como llegaron a la finca el padre de Manuel comenzó a labrar la tierra
hasta tenerla suelta, Manuel iba detrás echando el abono y removiendo la tierra
para que esta fuera más rica en nutrientes y detrás de él, su madre, iba
haciendo una zanja que luego inundaría con agua
un par de veces, para luego ya por fin sembrar las patatas entre los
tres, en esas estaba Manuel cuando algo
llamó su atención entre todas aquellas tonalidades del color marrón, primero le
dio con el pie para apartar un poco la tierra y luego se agacho curioso por ver
lo que era, era una pelota minúscula, la cogió, la apretó fuertemente en su
puño, tanto que casi le dolía la mano y pensó lo injusta que era la vida con
él, que daría todo lo que tenía por estar jugando en ese mismo instante, quería
ser como cualquier otro niño.
Todo
se nubló a su alrededor, una niebla que se hacía más espesa cuanto más se
acercaba a él, ya no podía ver a sus padres, unos segundos y no veía ni sus
propios pies, se quedó inmóvil, empezaba a asustarse cuando empezó a ver de
nuevo, pero no estaba sobre tierra, bajo sus pies había grava, siguió allí
quieto, esperando, y cuando levantó de nuevo la vista estaba en el campo de la
fiesta, una pelota se dirigía a él como un fogonazo, iba directa a su cara,
pero como un acto reflejo la cogió entre sus manos y sus amigos corrieron hacia
él a celebrar el “paradón” que había hecho, sin saber cómo había llegado allí,
no le importó, siguió jugando el partido, y después fue al río con sus amigos y
se lanzaba como ellos desde una cuerda atada a la rama de un gran árbol en la
vera del río, y después de eso todos recogieron unos puñados de moras
silvestres y se tumbaron en la hierba a comerlas mientras hablaba, contaban
chistes y se reían a carcajadas.
Manuel
estaba feliz como nunca, qué tarde tan espléndida, caminó con sus amigos de
vuelta a casa cuando anochecía, fueron despidiéndose unos de otros hasta que
Manuel se quedó solo caminando, llegó a su casa, o más bien a dónde debería
estar su casa, porque allí solo había un terreno yermo, miró a su alrededor
dando vueltas, buscando su casa, corrió por los alrededores buscando el camino,
tal vez se había equivocado, pero cómo podía equivocarse si llevaba toda su
vida haciendo ese mismo camino, agotado se sentó apoyado contra un árbol y llorando, asustado y cansado se durmió, con
los primeros rayos de sol se despertó, frotó sus ojos y volvió a su casa, pero
seguía sin estar allí, corrió entonces a la finca de las patatas y se encontró con una finca abandonada, con la
hierba tan alta que casi no podía ver por encima de ella, cayó de rodillas
llorando y llamando a gritos a su madre, lloró hasta quedar agotado, sólo
entonces se puso en pie y pensando qué hacer y a dónde ir metió las manos en
los bolsillos de sus pantalones y de uno sacó la pelota que ayer encontrara
mientras ayudaba en la siembra, se acordó de lo que pensó cuando la encontró,
de lo que tanto deseara al verla, y la maldijo, la maldijo una y otra vez,
mientras culpaba a aquella minúscula pelota de todo, se dio cuenta que sólo él tenía la culpa por
haber pensado que lo cambiaría todo por poder ser como sus amigos. De pronto
volvió a estar rodeado por una espesa niebla y la esperanza asomó a sus
pensamientos, y allí estaban sus padres cuando la niebla se disipó, su padre
seguía silbando mientras labraba la tierra y su madre miraba a Manuel con
pesar, Manuel la miró, sonrió y comenzó a silbar como su padre.
VOLÓ CON EL HUMO, por José Antonio Cascales Rosa.
Fuego reparador de un día de
invierno, todo lo hace olvidar, todo lo hace amar. Tu llama bailarina hipnotiza
a quien la mira, el humo se eleva y se esfuma, como la vida misma.
Recuerdo
a mi abuelo sentado y yo en su regazo con el fuego encendido y un trozo de
tocino pinchado en una vareta de olivo, arrugándose y retorciéndose como una
serpiente. En ese punto mi abuelo lo retiró de fuego, lo descansó sobre un
pedazo de pan y con una navaja afilada lo troceó sin llegar a partirlo del
todo, lo tapó con otro trozo de pan y bocado a bocado, lentamente, saboreándolo
nos lo comimos. No sé si supe apreciar aquel manjar, pero con el paso de los
años ese recuerdo se mantiene muy vivo en mi memoria. Tenía una bota de vino
“las tres ZZZ” de Pamplona, Navarra. Recuerdo la maestría de cómo al darle el
achuchón no se le caía ni una gota, menos mal que no lo veía mi madre, claro
que en aquellos tiempos no había tantos controles médicos ni el afán de vivir
eternamente, pero sí de disfrutar del día a día.
Me
contaba historias de su niñez y juventud, de esas que no quieres escuchar y no
quieres que se detenga una vez empezadas.
Comenzó
a nevar, ¡ah! Esto no es nada, verás qué pronto para, nevazos los de antes
cuando yo tenía tu edad. Mi abuelo se fue emocionando “recordando los nevazos
de antes” hasta quiso hacer un ángel, pero ¡abueloooooo! ¡Tú ya no estás para
estos trotes! Disfrutó como un niño. ¡Anda abuelo vamos a la lumbre, echaré más
palos al fuego que tú has encendido con bolinas, retamas secas y esa leña de
almendro y de olivo! ¡Te secarás en un periquete!
Se
sentó frente a él, observaba como el fuego bailaba y se entrelazaban las
llamas, su humo se elevaba por la chimenea perdiéndose entre las nubes.
Fuego
rojo y amarillo, que te alimentas con leña, fuego rojo y amarillo con leña de
almendro y olivo, haces que mis ojos no se aparten de ti y que mi imaginación
vuele entre el humo y las nubes. El abuelo estuvo callado un rato, hasta un
punto que me preocupó, pero no tenía razón, le miré a los ojos, casi
emocionados, me dijo que había vuelto a la niñez, que esa nieve le retrocedió
en el tiempo (recordaba cuando esquiaba con albarcas y calcetines de lana y una
vara de durillo como bastón para equilibrarse).
Aunque
en esos días de frío o nieve los tenían que aprovechar para hacer faenas dentro
de las casas, cuidar y alimentar al ganado. En un momento se le escapó una
carcajada y me dijo que le encantaba recoger los huevos de las gallinas, que
hasta soñaba con ello y soñando gritaba ¡siete huevos ha puesto esta gallina!
Su propia invención le despertó, ¡jajaja!
Yo
lo escuchaba y me parecía increíble, que mi abuelo o las personas mayores
contaran cosas de críos, creía que ya habían nacido siendo adultos, que la
niñez era solo mía. Creía que nunca me haría mayor.
La
nieve continuaba cayendo, los copos más grandes, un cielo plomizo y sin aire,
se apaciguaba el frío e invitaba a salir, mi abuelo no quiso, su momento de
niñez ya pasó. Está muy bien recordarlo, pero no se puede volver atrás, el
tiempo ha pasado y bien pasado está.
Yo
salí un poco, tenía buen calzado y excelentes ropas, hasta un gorro que me
podía tapar los ojos, pero yo quería ver, quería ver como la nieve nos cubría
con su manto blanco que se iba
extendiendo hasta debajo de los árboles, como los pajarillos se protegían
debajo de ellos buscando algo de alimento. Paseé un poco, desde allí se
divisaba el pueblo y como la nieve confundía los tejados de unas casas a otras,
sobresalía la torre de la iglesia. ¡No sé cuándo volveré a ver una estampa así!
Volví
dentro al fuego rojo y amarillo, al fuego rojo y amarillo que se alimenta con
leña de almendro y olivo, que sus llamas bailan y su humo huye de él por la
chimenea. Mi abuelo allí seguía, embelesado, ausente…volvió en sí, me comentó
como era muy buena la nieve para el campo y para el ser humano, será nuestra
despensa para el verano y sacará las cosechas tardías, eliminará plagas y
vendrá el río crecido, las montañas renacerán de su sequía y las fuentes
volverán a manar.
En
los inviernos que nevaba tanto, la juventud se reunía en la plaza y comunicaban
las casas con pequeños caminos, la nieve se juntaba en el centro bien apretada,
llegaba bien la primavera y aún quedaba.
En
su regazo estaba muy a gusto, pero llegó un momento en el que me apartó, “anda
hijo siéntate en el otro sillón que ya pesas mucho”, él se acurrucó y cerró los
ojos, frente al fuego, el fuego rojo y amarillo que se alimenta con leña, con
leña de almendro y olivo. Subió con el humo a las cimas nevadas, en las que en
las mañanas claras se ve el mar de Adra y la Lagunilla Seca “con agua”. Bajaba
por el rio con los guindos en flor. Recorría la campiña donde los mares de
espigas hacían ondas marinas. Los árboles se desnudaban y de alfombras
coloridas cubrían los prados. Las escarchas llegan al río y los charcos se
cubren con un cristal traslúcido.
La
nieve nos cubre y el fuego reparador se enciende en la chimenea…fuego rojo y
amarillo que se alimenta con leña, con leña de almendro y olivo. El humo subió
y con él mi abuelo, con su sabiduría no aprendida.
El
abuelo se ha dormido para no despertar, se fue con el humo, con el humo del
fuego encendido y su nieve querida.
ELLA, por Alba Escudero Hernández
El sudor sonaba cada segundo al
chocar contra la dura tierra que labraba. Eran tan sólo las seis de la mañana y
ella ya estaba conectada a cada raíz, a cada pedrusco que encontraba al paso
ascendente de su pequeño mancaje por entre las plantas escasas que este verano
había podido ver crecer.
Líneas
arraigadas, huellas de esfuerzo y grietas de sacrificio se asomaban en aquellas
manos que, con tanta delicadeza, golpe tras golpe, sembraban para dar a sus
hijos el alimento que necesitaban, en aquellos tiempos de hambre y tristeza que
discurrían tan lentamente donde el simple hecho de cultivar ya era un tesoro
familiar.
Y
sin cesar, se vislumbraba a la luz del alba su silueta, su pañuelo como el
ámbar para que los primeros rayos de luz que asomaban no dañaran su rostro, su
mandil para secar las gotas que discurrían por su frente y sus alpargatas,
llenas de miseria, de sufrimiento, pero a la vez de vida.
Así
era ella, una mujer empoderada y valiente que guerreaba con la labranza cada
amanecer pero que, tras ello, con el serón de su burra cargado de algunas
patatas, un par de melocotones y alguna que otra ciruela escondidas entre un
ramillete de alfalfa, se encaminaba hacia su cueva, su hogar tallado bajo un
hermoso cerro de tomillo y jara.
Y
allí, al llegar, se postraba delante de la fachada de barro, blanca por la cal
recién echada, donde sólo colgaban unas transparentes camisetas diminutas y una
ristra de pimientos rojos secos de los que pocos quedaban. Al lado de ella, se
encontraba un pilarcillo donde ataba a su burra, allí, sí, allí, estaba ella,
lavando su flácido rostro con el agua fresca de su cántaro y sus recias manos
para intentar domar las líneas de la vida y hacerlas más tiernas. Una vez
lavadas y secadas con su mandil, desatando las frágiles cuerdas de este, lo
dejaba secar a la fresca en la guita negra que tensa se apoyaba de esquina a
esquina de su fachada, junto a las cuatro camisetas que en nada quedarían de
nuevo manchadas.
Una
vez que su tez se encontraba ya más fresca, sigilosamente entraba a su pequeño
hogar labrado en arcilla, como si de una pieza de alfarería se tratara, para
entrar en el primer cuarto y dar un cálido beso en la frente, junto con una
sonrisa entornada, a sus cuatro chiquillos que aún dormitaban en su colchón de
farfollas, tapados con una ligera manta.
Los
miraba sin cesar, miraba los rostros angelicales de sus pequeños retoños, de su
prolongación de vida porque, sólo ella sabe, en aquel lugar, que otro día más
de lucha por la vida se le otorgaba. Lucha por sacar adelante a aquellas cuatro
criaturas, con la desdicha de saber que se encuentra sola en aquel mundo, sola
porque así lo decidió el destino al arrebatarle a su marido del alma. Y sin
más, tras verles despertar, tras ver esos ojos iluminados que la miraban, esas
muecas y esas manitas que se agarraban fuertemente a las suyas, sin más, supo
de nuevo que, por ellos, valía la pena amanecer cada mañana.
Aunque
el alma aún debía de sanar y cicatrizar las heridas que albergaba, tenía que
dar gracias a la vida por dejarla respirar una vez más, por tener en propiedad
su pequeña cueva y su rincón hortelano que tantos sin sudores le costaba, por
ver, acoger y acompañar en el camino de la vida a sus cuatro descendientes que,
sin duda, cuando tengan la tez ya más castigada, entenderán y valorarán la gran
labor que su madre hizo en aquel tiempo, por ellos, siempre y ante todo, por
ellos.
A
veces pensó en desaparecer, en cambiar a otro lugar, en tomar de la mano a la
suerte, pero decidió ser valiente, mantener la calma y dejar que la vida la
guiase, dejar que las raíces que ya tenía afrutadas terminaran de germinar.
Allí, fiel a sus costumbres, a su dureza, cómplice de su humilde vida y libre,
pero a la vez atada por cuatro hilos indivisibles que tiraban y tiraban, que
eran felices en su hogar, en su cueva, en su mundo rural, que desprendían amor,
añoranza y fuerza, sobre todo, desprendían mucha fuerza para, así, continuar
dibujando las líneas ya borradas de su madre del alma.
Así,
y sólo así, era ella, simplemente así…Ahora, observada por su pequeña bisnieta,
sentadas ambas a la sombra de la fachada de su cueva, recordando tiempo atrás,
esbozaba una sonrisa estrecha y una lágrima descendía por su arrugada mejilla.
Lo conseguí, pensaba.
Lo
consiguió, sobrevivió y renació junto a los suyos, bajo el manto de su hogar.
EL NIÑO, 1984, por Albino Monterrubio.
Intermitente y lejana, como si las notas musicales cabalgasen sobre una ráfaga de viento, se escucha de pronto una tonadilla pegadiza. Al oírla, la chiquillería que juega a la puerta del bar endereza las orejas igual que un perro de caza que ventea una perdiz y sale en estampida en dirección a la plaza.
La rebolada baja por la Calle Real. A los gaiteros ―un hombre enjuto de pelo cano y piel rugosa y un mocetón rubicundo que sopla enérgico la caña de la dulzaina― les acompaña un tamboritero que no alcanzará los catorce años. El chiquillo sigue el ritmo con cara de mucha concentración y, de vez en cuando, da un salto corto para evitar pisar los charcos que espejean en el pavimento embarrado.
El grupo se detiene delante de la cancela de la casa del alcalde. Después de cruzar una mirada cómplice, inician La entradilla castellana con un toque floreado. La máxima autoridad municipal, que espera hace rato tras la puerta, sale al momento, vara en mano. Embutido en el terno de las grandes ocasiones, la camisa le estalla sobre el amplio pecho. Su mujer, con una bandeja en la que reposa una botella reluciente a la que el sol de invierno arranca destellos irisados, ofrece de beber a la concurrencia.
Los músicos degustan un vasito de anís con mucha prosopopeya. Al acabar, se oye un repicar de campanas. ¡Las segundas! La hija mayor del alcalde, inquieta, se acerca a su padre y da un último toque al nudo de la corbata que, rescatada la noche anterior de lo más hondo del armario, expele un tufo a naftalina. La comitiva parte entonces hacia la iglesia, seguida por una nube de chicuelos.
Durante la misa, Don Mariano amonesta varias veces a los que se han quedado a la puerta, instándoles a entrar. La admonición del párroco causa que la algarabía de las conversaciones se apague progresivamente, pero al rato vuelve a penetrar en el interior del templo, frío y silencioso, y la feligresía de las primeras filas gira la cabeza, enfadada.
Tras finalizar la ceremonia, y mientras el cura se cambia las vestiduras de oficiar, los mozos se disputan el honor de llevar los pendones. Cuatro rapaces en traje de domingo asen las andas con la imagen del Niño de la Bola, a la que sacan con pasos vacilantes por el arco de la entrada. «A El Niño le llevan los niños», comenta con socarronería un hombre gordo que trae un cohete en la mano. Luego, tras dar una calada profunda al faria que humea maloliente anclado en la comisura de sus labios, prende la mecha con el cigarro.
El estallido del proyectil da la señal de partida de la procesión, que se mueve al son de las dulzainas, con la imagen a la cabeza. Detrás, las autoridades con Don Mariano en el centro arropado en un humeral de color oro. El viento desmelena los pendones, y uno de los mozos que los porta trastabilla y está a punto de caer entre las risas de sus compañeros. Los parroquianos, desparramados en romería por las calles del pueblo, se animan con chanzas a bailar la jota.
En el promontorio sobre el que está construida la iglesia, varios rezagados observan un horizonte de cielo gris plomizo, que hace barruntar la nieve. Desde la cola de la procesión llega un grito seco, casi un alarido: «¡Viva El Niño!», secundado al instante por un coro de voces destempladas: «¡Viva!».
ENEMIGOS O AMIGOS, por Mª Carmen Iniesta Turanzas.
—¿Ya estás aquí? Te dije que hoy no
vinieras. Me comprometes.
—Buenos días para ti
también.
—Tienes razón, perdona, es
que hoy estoy muy nervioso. No he pegado ojo en toda la noche por culpa del
maldito ruido de esos monstruos, y no digamos de las luces dirigidas a mis
ojos.
—Pues por eso mismo he
venido tan temprano. Bueno y porque he dormido de maravilla.
—Di que sí, tú tan feliz
en tu inconsciencia. Claro, como te puedes largar a dormir donde no te moleste
nada…
—No refunfuñes; lo que te
digo es que, como no me dé prisa, estos monstruos, como tú los llamas, me dejan
sin probar bocado. Solo un poquito, por favor; ayer no comí casi nada. Me muero
de hambre. Tengo que aprovechar antes de que lleguen a esta zona. Cuando nos
queramos dar cuenta llega el viejo de la barba blanca. Ya sabes le encanta
cubrir el campo con una manta nívea o
esparcirlo de cristales helados para que no podamos ingerir alimento
alguno.
—Si, una época dura para
ti, mas con la misma rapidez hará su entrada triunfal tu amiga llena de
colores, los arroyos reventarán de agua cristalina y la tierra eclosionará para
ofrecerte alimento hasta que tu cuerpo diga ¡basta!
—Hombre, hoy estás
poético. No será el hambre quien desate tu imaginación ya que tu nunca comes.
—Sí, eso es cierto, yo no
paso hambre, pero, mírame, estoy espantoso con estos colores horribles.
—No te enfades; hoy estás
especialmente estrafalario. No sé en que piensa el que te viste, debe tener un
problema de cromatismo, si no, es incomprensible esa mezcla de colores
antagónicos.
—No te rías de mí.
¿Sabes?, te envidio. No me gusta mi vida. Aborrezco dar miedo, espantar a seres
que alegran la vista y el oído con sus colores y sus voces. Odio mi trabajo, me
gustaría estar del otro lado, del tuyo. Y no te digo como me siento ante las
burlas y la evocación de mi nombre para describir a alguien estrafalario y
despreciable. Fíjate, sin ir más lejos, esta madrugada han pasado dos de los
chicos del Eusebio. Venían de las fiestas de Santa Cruz dando tumbos y sus
carcajadas al señalarme con la botella que llevaban en la mano, creo que se
oirían hasta la plaza del ayuntamiento de Santa María.
—A ver si ahora te me vas
a deprimir. Ya sabes como son, no tienen nada en la cabeza, máxime con unas
cuantas copas. Descuida que mañana sin falta los voy a dar un concierto al
amanecer y nos reiremos nosotros. A levantar ese ánimo, soy tu amigo, hace un
día estupendo; mira que amapola tan bonita. Y…, a todo esto, ¿me dejas o no?
—Venga come, pero date
prisa. Parece que se acercan. Hazlo despacio, no te vayas atragantar y yo no
puedo darte golpecitos en la espalda. Cuando estés harto, sube si te apetece.
Cada tarde al bajar a
beber al arroyo, los corzos, en la soledad de la llanura, a la par que bosteza
el sol en el borde del otero entre algodones anaranjados y los planetas se
atropellan para aparecer los primeros, se encuentran con ellos: como un cuadro
imposible, un colorido espantapájaros tocado con sombrero de paja donde alguien
ha pinchado una amapola. Tiene la cara vuelta hacia su brazo en el que apacible
y feliz duerme un pequeño y gordito gorrión.
LEY VITAL, por Azul Dos.
Era todo un proceso. Llegar y manar. Fluir, confluir, remansarse con el tiempo, antes de la desembocadura inevitable. Fuente de seres vivos. Creación. Vida. El secreto estaba en amarla para no desperdiciarla y abandonarla antes de tiempo. A Agustín le gustaba, de toda la vida, observar el agua en todas sus manifestaciones. Manantiales de montaña cuando era joven, los regadíos agricultores para cosechar la siembra, ríos y mares cuando podía viajar, las fuentes urbanas del pueblo ahora que lo ataba en corto la edad… Agustín siempre encontraba su origen y su acomodo en cada rastro de agua. Mecerse, sumergirse en aquel murmullo primordial, dejarse llevar por cada uno de los sentidos y por la evocación… Con el agua podía volver atrás en el tiempo, viajar donde quisiera a su través por tenerla interiorizada como pocos. Para Agustín no tenía nada de raro abismarse en la contemplación de las aguas. Orillaban en él una abstracción general con carta blanca para imaginar. Ya podían pensar los demás lo que quisieran al verlo inmerso en su mundo, que nada turbaba sus remontadas interiores, su audiencia de armonías íntimas; aquel santuario de suyo y de nadie más.
Desde niño Agustín se venía preguntando de dónde sacaría tanta fuerza y persistencia el agua; cómo podría manar sin cesar de fuentes y surtidores, en superficie o bajo tierra, contra todos los demás elementos. Todos los días del año, ya fuera invierno o fuera verano, cantaran los pájaros o los cisnes en cada estación de la vida, seguían su curso las aguas. Corrían sin parar, aunque no se supiera bien hacia dónde. Ni siquiera al beberlas estaban quietas o localizadas mucho tiempo, por más que fueran el componente esencial y mayoritario de todos los organismos vivos.
Corría el tiempo y las gentes y los cultivos se agotaban, se secaban y se morían. Pero el agua no. Aunque retrocediese, jamás perdía y siempre dejaba su huella. Un circuito continuo, imperturbable, eterno. Ay, quién pudiera seguirle al agua el curso y el ciclo: tampoco habría de morirse nunca tan afortunado seguidor, se decía Agustín. Pero no. El único curso que estaba en condiciones de seguir él ahora era el del encogido riachuelo para volver a su casa poco a poco, que los años ni perdonan ni se olvidan de pesar. Posiblemente se encontraría con su hijo al llegar. Le había dicho por teléfono que vendría. Hacía tiempo que no se acercaba por el pueblo. ¿A qué se debería la visita esta vez? ¿Volvería para pedirle más dinero? ¿Para otro aval con las tierras que no quiere seguir cultivando? ¿A decirle que lo había hecho abuelo y que por fin pensaba sentar la cabeza un mínimo?, se iba preguntando Agustín entre el murmullo impasible del agua. A quién habría salido su vástago, que en tan poco se le parecía. Aunque por muy cabra loca que fuese, tampoco podía cerrarle la puerta y el grifo a su propia sangre directa. Era ley de vida, vital e inevitable. Y biología mandaba ya desde el agua. En el campo, en la ciudad, en todas partes; en todo lo tocante a la fibra de los seres vivos.
LA VEJEZ DEL CAMPESINO, por Mercedes García Poyatos (2º Premio)
Se mira las manos. Primero las palmas y luego el otro lado. Varias veces, como para cerciorarse que las ha visto bien. Están esclarecidas. No como antaño, que de tanto sol y tanta tierra las tenía negras como el carbón y no había forma de quitarles esa roña que parecía que estaba incrustada en la propia piel a modo de tatuaje. El mismo día de su casamiento se pasó una hora larga intentando dejarlas lo más decentes posible: le avergonzaba sobremanera que, en el momento de colocarle el anillo, la novia pusiera mala cara y pensara que se estaba desposando con un dejado. Los callos de las palmas, las borregas y las grietas fueron más difíciles de arreglar para aquella jornada tan señalada. A duras penas y con múltiples remedios caseros consiguió disimular los efectos de la azada y el arado. Para ello llevaba días usando su propia orina y lavándose después con el jabón de sosa que hacía su madre. También se rebozaba las manos en manteca al acostarse, pero ni con esas logró que sus caricias fueran suaves en la noche de bodas.
Nada
que ver como las tiene ahora, de cuidadas y blanquitas. Desde que sufrió aquel
ictus que lo dejó con medio cuerpo paralizado, apenas va un par de días a la
semana y casi tiene que suplicarle a algún hijo o nieto para que lo lleven a
dar una vuelta al haza. Casi siempre en sábado o domingo, lo acercan con el
coche para conformarlo y allí, cayado en mano, va paseando entre los surcos
medio desmoronados y secos, repletos de malas hierbas, y se acerca a los olivos
y a los almendros, viendo si las últimas heladas han hecho mucho daño, aunque
de nada sirve si al final los frutos se quedarán en los árboles.
¡Cómo
tenía él la tierra! Daba gloria ver la perfección geométrica de los surcos,
emparejados por cultivos: aquí las cebollas, los ajos al lado y alrededor,
calabazas. Las hortalizas de verano, sembradas a partir de semillas de las
mejores del año anterior que guardaba en tarritos con el nombre escrito:
"Tomates de pera”, 'Picantes’, “Pepinos", plantadas primero bajo el
plástico a modo de túnel y ya crecidas, en el exterior.
Cada
mañana, bien temprano, empezaba el ritual: labraba varios arroyos quitando las
hierbas indeseadas, enderezaba las matas caídas y aplastaba terrones sueltos.
Entresacaba frutos de los árboles o recogía los maduros. Tomaba un bocado a
media mañana, casi siempre algo de lo que le ofrecía la tierra y continuaba la
tarea. En primavera y verano había mucho más trabajo, echaba toda la jornada
allí y volvía a la caída del sol, subido al carro que tiraba la mula torda, a
descargar en la despensa de la cueva lo que hubiera recolectado a lo largo del
día. Cuando el campo ya no daba lo suficiente para el sustento de la prole,
buscó trabajo en la obra y redujo la siembra, dejando sólo lo necesario para la
casa. Al jubilarse regresó con más ganas pero con menos fuerzas y plantaba de
todo para la familia, ya crecida y multiplicada.
Hasta
el día de la embolia maldita. Meses sin pisar la vega y después, esperando como
pidiendo limosna que alguno lo lleve para ver, con tristeza, una tierra en
barbecho. Pero un domingo, el nieto mayor se ofrece a llevarlo al campo y allí,
sentados en sendas cajas de fruta bajo un almendro ya florido, le dice el
joven.
— Abuelo, estoy pensando en quitar esos
hierbajos y sembrar unos arroyos de patatas.
Asombrado
y emocionado el abuelo lo mira con ojos brillantes.
—
Pues recuerda que para San José tienen que estar puestas.
Todavía
queda esperanza.
ADÁN Y EVA, por Julio Navarro Carmona (1º Premio)
ADÁN Y EVA
El abuelo esparce un puñado de aceitunas sobre la superficie del tocón de olivo que tiene entre sus piernas y las va golpeando una a una, con la fuerza justa para no romper el hueso. Cuando están todas majadas, con el mismo guijarro, las empuja con maestría hasta la orza que colinda con el madero y repite la operación.
Lo observo apoyado en el quicio de la puerta del porche, disfrutando de esa obra de arte en movimiento, ajena a su belleza, que la otorgan los ojos que la miran. No quiero molestarlo.
Levanto la mirada y el olfato hacia el patio recién regado de este atardecer que huele a hierbabuena, a romero, a rosas y jazmín. Perfuman la tarde.
La abuela aparece tras el cortinón, secando sus manos en el eterno delantal que parece una prolongación de sí misma.
Me pregunta si quiero hacerle un mandado. Cómo si tuviera otra opción, pienso. Pero le sonrío. A mis quince años no se me pasa por la cabeza desairarla.
La acompaño hasta la despensa, una habitación amplia que suele estar en penumbra, fresca, con anaqueles donde descansan una variedad de botes en conserva, esterilizados al baño María.
Bajo ellos, como si de un bodegón se tratase, hay tres orzas repletas de aceitunas, junto a dos cántaras de aceite; finaliza el cuadro un lebrillo, apartado del resto, que contiene jabón casero.
La abuela coge cuatros botes de berenjenas y me pide que se los lleve a la vecina África, que acaba de salir del hospital.
Si lo sé no vengo, me digo. Esa mujer a la que le tengo que llevar las berenjenas tiene una hija un poco orate. Va diciendo por ahí que está enamorada de mí y que se casará conmigo. No puedo evitar poner un gesto de fastidio.
Al salir a la calle veo a algunos vecinos tomando el fresco, sentados en sillas de todo tipo. Son parte de la familia, sin ser de sangre.
Esta vecina que se encuentra enferma será agasajada con visitas sin prisa deseándole lo mejor. Se ofrecerán para hacerle las tareas del hogar hasta que se recupere y recibirá regalos en forma de comida y bebida; sobre todo, no sé por qué, botes de melocotón en almíbar y zumos de la misma fruta. Creo que deben de tener alguna propiedad curativa, o regalar ese producto está asociado con una pronta recuperación.
Voy dando las buenas tardes. «Anda con Dios» me contestan los mayores, mientras los botes tintinean en la bolsa de plástico a cada paso que me acerca a mi destino.
Llamo al timbre dos veces y le pido a alguna deidad que no abra esa chica, pero abre ella. ¡Quién si no!
Nunca la había contemplado frente a frente, tan cerca. Lleva el cabello descansando sobre sus hombros y hasta mi olfato llega un aroma a vainilla. Tiene los ojos grandes, del color de las cáscaras de las almendras maduras. Su rostro ovalado posee pecas que nunca había visto, parecen estrellas en ese precioso firmamento.
Me sonríe y las estrellas de su rostro se transfiguran en otra constelación distinta. Tengo que forzarme en no mirarla.
Me invita a pasar, pero le pongo una excusa y le entrego la bolsa con los botes de berenjenas y el recado de mi abuela. Me doy media vuelta y alivio el paso. De espaldas a ella la escucho preguntarme: ¿Acaso me tienes miedo, Adán? Me hago el sordo y sigo mi camino, pero su risa, su rostro, sus pecas se quedan en mi pensamiento.
Esa noche, en la cama, me cuesta conciliar el sueño. La imagen de esa chica aparece una y otra vez y me descubro rememorando cada detalle de su rostro.
A la mañana siguiente, cuando bajo de mi cuarto para desayunar, me encuentro con la cocina repleta de personas conocidas. Había olvidado por completo que hoy era la protesta.
Escucho a alguien decir que el pueblo se está despoblando. Otro informa de que está pensando en vender sus propiedades y marcharse. En ese momento se produce un silencio frio. Los pocos que se atreven a mirar a la persona que ha pronunciado esas palabras lo hacen con tristeza. El ambiente se ha enrarecido de repente.
Mi padre da un palmetazo sobre la mesa y dice que hay que luchar. Ya se ha elaborado un plan para atraer a foráneos que equilibre la balanza de los que se marchan ofreciéndoles facilidades a la hora de adquirir una vivienda, junto a un trabajo digno y una vida sana y tranquila que tan solo te la puede ofrecer el pueblo. Y a medio día saldrán por las calles con pancartas y pitos. Ya han llamado a varios medios de comunicación para que cubran la noticia y sirvan de altavoz a la sociedad.
La plaza frente al ayuntamiento se encuentra llena de gente. Unas ochenta personas. Las autoridades van en cabeza.
Eva se ha apuntado y aparece disfrazada de india, con pinturas de guerra en su rostro. Tres líneas negras sobre ambas mejillas. Lleva una bolsa repleta de huevos en la mano.
Escuchamos silbatos. Le pido a Eva que deje lo que porta y que no haga ninguna tontería. Me responde que esté tranquilo y me sonríe. ¿Cómo voy a estar tranquilo con ella al lado vestida de guerrera india y armada con huevos?
Sale corriendo y voy tras ella. Cuando llega a la cabeza de la manifestación, frente a las cámaras que graban la noticia, lanza huevos frescos a los políticos que van en la vanguardia. Tiene buena puntería. Creo escuchar un ¨sálvese quien pueda¨, pero no estoy seguro. Todo pasa muy rápido.
Al grito de ¨nos estáis extinguiendo¨ huye veloz, mientras me conmina a seguirla y mis pies actúan por mí. Entendí en ese momento que estaba enamorado de ella y me dio miedo sentir. Sentir. Qué palabra tan grande. Y mientras corría pensé que quizás, solo quizás, en nosotros estaba la clave de la supervivencia de este pueblo.