La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 30 de marzo de 2022

ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 64, 30 de marzo de 2022

 



Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) 
por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", 
laorugazul2013@gmail.com
ISSN: 2340-8634




SUMARIO



FOTO DE PORTADA, por Dori Hernández Montalbán.



ENTREVISTA: 



ARTÍCULOS: 





POEMAS: 








RELATOS: 




MATAR LA RISA, por Pepe Velasco Romero.

 


“Malditas las guerras… y malditos quienes las siembran”.

 

A Nanuka los disparos le llegaron lejanos, al reverberar en las vecinas montañas del pequeño pueblo donde había ido a parar aquella vez, adonde había ido a sentar sus reales su tropa, en su persistente afán por buscarse el sustento diario. Miró la patata de su nariz repintada en la punta y sintió como el color adosado a sus ojos se corría y se formaban regueros leves. Luego miró al público y vio la multitud de anónimas caras, que sonreían ahora, y que esperaban de ella que les arrancara unas carcajadas futuras con las que poder evadirse de su hastiado destino en aquel villorrio perdido de la mano de Dios. Y en cierta medida, para espantar la hecatombe que se cernía sobre ellos, o como queriendo transformar la realidad que ellos no habían contribuido a crear.

Intentó retener y controlar sus lágrimas, pero se rebelaron a su deseo, como si quisieran despegarse de ella y cumplir el cometido de expresar sus sentimientos en contra de su compostura fingida. Comenzó a andar sobre la pista de tierra apisonada por multitud de pies que actuaron allí antes que ella con mayor o menor éxito, como impelida por un deseo imperioso de moverse, y tropezó con una silla medio plegada que se interpuso en su camino. El tópico y manido tropiezo y la sorpresa de ella provocaron la hilaridad del publico, lo que de forma paradójica contribuyó a aumentar sus lágrimas.

Las lágrimas nublaron sus ojos, lo que causó nuevos encontronazos y tropiezos. El público reía como jamás lo había hecho allí. La risa provocaba grandes estertores en alguno de ellos, otros la exageraban y hacían grandes aspavientos, contorsiones y gestos que rondaban lo absurdo; incluso simulaban pedir aire para insuflar a sus pulmones. Los más reían y reían... Nanuka, atribulada y confusa, con los ojos nublados por un tenue velo acuoso, no hallaba la forma de abandonar el maremagno de objetos y personas en que se había convertido de imprevisto aquel sencillo escenario de tierra apisonada. Ni por un momento recordó, atribulada como estaba, que estaban puestos a propósito para que ella al tropezar provocara la hilaridad del público. Pero ella no estaba allí, su mente de chiquilla, despierta y vivaracha, había volado hasta donde se produjo aquella escena; de la que ella solo había escuchado reverbera los estampidos...

Acarició el cuerpo sin vida de Pope, su compañero de escena; aún con el calzón a media pierna, su chaqueta a cuadros imposibles y sus zapatos torcidos en una posición extraña sobre sus piernas. Luego vio su rostro al que el artificial remarque de maquillaje sobre su boca y sus ojos daban a su semblante un rictus como de tomarse a broma aquella circunstancia suya. Las dos enormes manchas rojas resaltando sobre el rojo sucio de los cuadros alternados con azul y verde se deslizaban con un hilillo ralentizado y reseco hasta alcanzar la barriga del payaso, que se adivinaba fofa y sucia de tierra. Luego, después de un gran esfuerzo, dirigió sus pasos a la figura que yacía tendida unos metros más adelante. Estaba boca arriba, con un rictus como de sorpresa y asombro infinito por no saber descifrar la sinrazón que le había llevado a aquello.

—¡¡Sebastián!! ¡¡Sebastián!! ¿Qué te han hecho?

Los gritos desgarrados de la niña, de apenas doce años, sonaron huecos; lastimeros, como el inicio de una salmodia o un canto lúgubre y desgarrado que alguien entonara desde lo más hondo del barranco. La figura del padre continuaba impasible; muda. Con sus ojos vidriosos y casi opacos, mirando un punto indeterminado del azul -sucio por la calina- del cielo de aquella mañana de principios de verano.

—¡Sebastián!

Ahora la entonación de su grito fue más calmada y floja, como si esos pocos instantes que mediaron entre el momento en que descubriera el cadáver y el presente en que se hallaba ahora, hubiera comprendido que ya nada podía hacer. Que aquellas detonaciones que escuchara cuando empezó su actuación, allá en el viejo circo, cambiaban inexorablemente su vida. Ella siempre había llamado a su padre por su nombre. No conoció a su madre, y él cuidaba de ella, haciendo las veces de los dos. Pero antes, siempre que había pronunciado su nombre, era como si la confianza y la seguridad lo impregnaran todo. Pero lo hacía no por falta de respeto, sino más bien por una profunda y franca compenetración con su progenitor. Pero ahora su nombre lo había pronunciado como si fuera el de un extraño, como si fuera el de un extraño desconocido al que hubiera de guardar el máximo respeto y consideración por pura cortesía. 

 

Luego oyó pasos quedos, como tímidos, en torno a la escena; e instintivamente se puso alerta, pero pronto descubrió por el rabillo del ojo el pantalón bombacho de franela desteñida y sucia de Puski.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó Nanuka al recién llegado sin apenas volver la cabeza.

Le hizo la pregunta en tono áspero; casi hiriente, como si le molestara profundamente el que hubiera venido, o le molestara su sola presencia.

El recién llegado no contestó. Se limitó a apretar con fuerza entre sus manos un gorro pequeño de lana deshilachada y manida, casi ridículo. Luego se puso a llorar, pero no con un llanto tópico y circunstancial, sino un llanto áspero y quieto de lágrimas abundantes y límpidas, como si a aquel ser lo estuvieran exprimiendo con una máquina imposible, y el jugo que proporcionara su considerable masa, solo fuera el elixir de sus lágrimas.

—¡Lo siento por no ser fuerte...! ¡Tuve mucho miedo...!  —musitó al fin.

—¡Tus disculpas no me van a devolver a mi padre! —prosiguió Nanuka con su voz agria.

El otro dio media vuelta y, sin proferir ni una sola palabra más, se dispuso a marcharse de allí en silencio, como había llegado.

—¿Dónde vas? —le espetó la niña ahora con voz chillona y autoritaria.

Su interlocutor no contestó, pero se quedó quieto y firme, como una estaca que hubieran clavado al suelo, sin volverse o hacer otro gesto que pudiera delatar que por su cuerpo aún corría la vital sabia.

—¿Es que te has quedado mudo? —prosiguió Nanuka con su tono amedrentador y agrio hacía el chiquillo.

El otro movió la cabeza de izquierda a derecha en un significativo gesto de negación, pero continuó sin decir nada. Nanuka se fue hacía él y le cogió por el antebrazo, pero ahora su tono se había tornado más suave y calmo, como maternal.

—¡Si tú no les hubieras denunciado, aún estarían con vida! ¿No lo entiendes, Puski? —cogió ahora la niña su barbilla, en tono que iba cambiando paulatinamente del agrio y áspero primigenio a otro más conciliador y compresivo.

El chiquillo, al escuchar que le llamaba por su apelativo familiar, aflojó la tensión y al remitir el miedo que le embargaba, distendió sus músculos y levantó los ojos hasta encontrarse con los de la muchacha... Los de ella le miraron entre fríos y tiernos. Concatenando ambos sentimientos en una simbiosis imposible, porque ambos pugnaban en una lid de fiera rabiosa, por salir a la luz venciendo al otro.

—¡Tuve mucho miedo, me meé encima! —confesó Puski con apenas un hilo de voz, con su mirada balanceándose entre la de ella y el suelo.

—¡Pues te lo hubieras aguantado, cobarde, pues mi padre ahora está muerto! —gritó Nanuka con voz aflautada y grave.

Nanuka pensó: ”qué clase de desalmados serían los que eran capaces de asesinar, sin el menor atisbo de escrúpulos a aquellos inocentes ‘hacedores de risas’. La ilusión y la risa estaban tendidas a sus pies, compendiadas en aquellos tristes despojos en los que se habían convertido estos dos anónimos propulsores de la alegría y de la magia>”.

—¡Vámonos de aquí! —Escuchó nebulosa y lejana la voz de su amiguito y compañero de escena.

—¡No podemos irnos, Puski! —repuso Nanuka con voz un tanto solemne.

—¿Por qué? —se extrañó el chiquillo.

Nanuka le miró ahora compasiva y tierna a la vez. El chicuelo había despertado en ella su instinto maternal. No en vano, aunque casi una niña, era ya toda una mujer. Tuvo su primera regla muy poco tiempo atrás, casi sin darse cuenta, entre su continuo ir de acá para allá con el espectáculo ambulante y los esporádicos juegos con su amiguito Puski, al que ahora veía desvalido, desamparado y solo, necesitado con urgencia de su protección y cariño.

—¡Puski, hemos de enterrarles, no podemos dejarles aquí para que se los coman los perros!

—¡Pero...! ¿Cómo los vamos a llevar hasta el cementerio? —inquirió el chiquillo con su voz cándida.

—¡Los enterraremos aquí! —repuso Nanuka con decisión, sin vacilar ni un instante.

—¡Bien! ¡Pongámonos manos a la obra!

La mañana se tornó dura y áspera. Al dolor de tener que arrastrar a sus seres más queridos en aquel estado, como tristes despojos demacrados y sucios, se sumaba el calor sofocante y pegadizo que aumentaba conforme avanzaba la mañana, y las moscas que acudían por legiones al olor de la muerte.

 

Nanuka hacía un esfuerzo ímprobo, aferrando el cadáver de su padre con fiera rabia por las axilas; intentando arrastrarle, en tanto, su amiguito Puski hacía un esfuerzo, sobrehumano también, por levantar las piernas caídas con los zapatos como pesados colgajos.

—¡Vamos, empuja de una vez! —chilló la muchacha entre nerviosa y enfadada consigo misma, por no tener la corpulencia y fuerza suficiente para efectuar aquella desagradable tarea.

El trabajo realizado fue arduo y agotador y les costó muchas horas sepultar los cadáveres. Cuando acabaron era ya noche cerrada, y al pertinaz agotamiento se sumó ahora el miedo. Miedo que avanzaba conforme avanzaban las sombras. Ambos amigos se arrebujaron muy juntos, junto a una mata enclenque que milagrosamente había crecido al amor de la estéril tierra removida y ferrosa...

El talud de tierra removida, cerca de donde habían enterrado los cadáveres, comenzó a moverse y oyeron rodar guijarros y cascotes con gran estrépito. Las voces les llegaban nítidas, y a la tenue claridad de las lucecillas difusas y endebles de unos cuantos faroles -antiguos de queroseno- veían contorsionarse las figuras en una danza patética, intentado repartirse los despojos de aquellos profanados cadáveres.

—¡Los han desenterrado y les están quitando la ropa y el calzado! —exclamó el muchacho aterrorizado—. ¿Quiénes serán? —preguntó con voz trémula.

—No lo sé... —siseó Nanuka con los ojos muy abiertos—, ¡pero no podemos permitir que les hagan eso! —continuó ahora exaltada.

En unos segundos, los intrusos se vieron sorprendidos por una lluvia de guijarros y piedras de todos los tamaños y medidas. Ante tal acopio de proyectiles, optaron por poner pies en polvorosa a pesar de lo enconado de su reyerta, propiciada por el repartimiento de la indumentaria requisada a los cadáveres. Puski, aunque se había sumado al instante al lanzamiento de proyectiles contra los intrusos al ver la decidida y valiente actitud de Nanuka, ahora le había tomado afición, y continuaba lanzando andanadas a diestro y siniestro, e incluso, se permitió lanzarles algún que otro insulto tímido...

... Puede continuar la historia, o puede acabar aquí. Pero estoy seguro de que siempre que la sinrazón y el odio se apoderan del ser humano, esparciéndose y prodigándose como una epidemia nefasta y absurda, se han repetido y se repetirán a través de los tiempos escenas y episodios como los aquí narrados, produciendo víctimas que no llegan a comprender, ni por asomo, la sinrazón del hecho. Víctimas propiciatorias que, pasado el tiempo, sencillamente pasan a engrosar la lista de una fría y cruel estadística, y nada más. Entretanto, muere la razón, muere la magia, muere la ilusión; muere la risa...


JITANJÁFORA DEL ZAPANUBES, por Isabel Bermejo.

 



 

Este ser que se cree extragoviriano

―calzando sus raídas zapanubes―

pisoteaba el cielo cimborriano

tiñendo, a soletazos, los surcájaros

que, en el cielo azulado y rosaleta,

dejaban tras su vuelo algunos jáparos.

 

***

 

GLOSARIO

 

Extragoviriano: persona que traspasa los márgenes permitidos a la observación natural del entorno más inmediato.

Zapanubes: zapatillas para pisar las nubes.

Cimborriano: nube con forma de cimborrio en los cambios de estación.

Soletazo: golpe seco y contundente propinado con la suela del zapato.

Surcájaro: surco invisible que hace el pájaro al volar.

Rosaleta: tonalidad resultante de la mezcla entre rosa y violeta del atardecer.

Jáparos: pájaros que vuelan al revés, con el vientre mirando al cielo.

 

DOBLE O NADA, por Francisco Javier Franco Miguel.

 



Tenía las pupilas tan dilatadas que podían haberle estallado en cualquier momento. Los excesos: cocaína, alcohol, tabaco, cafeína y, sobre todo, adrenalina. La adrenalina que le producía cada elástica noche apurada hasta saltar en una nueva sesión de juego, de casinos a garitos ilegales y perdidos, doble o nada, siempre doble o nada, para acabar tirado en un camastro sucumbiendo dentro de una orgía nihilista.
Cuando llegó a Nueva York aún había torres gemelas y la gran manzana estaba en su dulzor preciso para comérsela, le habían becado como traductor en las Naciones Unidas. Él era un chico de provincias en una región mediterránea y rural de la vieja Europa, no conocía apenas nada del mundo allende las fronteras nativas, los Erasmus no eran tan prolíficos y comunes en su época, ni su familia era lo suficientemente pudiente cómo para poder mandarlo de veraneo educativo, lo más cerca que estuvo fue trabajando de camarero en la costa del sol o Mallorca. Descubrió un mundo nuevo en el que aplicar su aplicación, desde niño, al coleccionismo del dominio de idiomas: castellano, francés, inglés, italiano, ruso y alemán. Tras la beca, obtuvo plaza fija y quedó atrapado en la tela de araña de la gran metrópoli, alquiló un iluminado, pero minúsculo apartamento, en Manhattan Sur y comenzó a convertirse en un neoyorquino más, intentando dejar a un lado todo lo que le delatara su carácter de latino, incluso intentó obtener la nacionalidad, dejando extraviados en el pozo del sin recuerdo su familia y su viejo mundo.
Luego conoció a Etta, era una chicaguense alta, delgada y hermosa, negra como el azabache y exquisita como el marrón glasé, eso le decía a ella, aunque en realidad no sabía muy bien lo que era. Lo que realmente le atraía era su olor, siempre había escuchado que las negras olían diferente y, al conocerla, se convirtió en una obsesión, le gustaba verla sudar, por eso la conminaba para hacer running los domingos por Central Park, para luego ver su cabello rizado alisarse por el sudor y poder aspirar el aroma que desprendía todo su cuerpo y, en especial, su sexo, desde que follaron la primera vez tras una dominical sesión; ella quiso ducharse primero, pero él no la dejó, le inhaló sus vapores con fruición y saboreó cada mililitro de sudor que pudo, perdiéndose al final en la mezcla de conjunciones líquidas de su vulva, recién abierta a su lengua como una granada. Pero Etta no era para él, era demasiado ser humano para él, no ya física, sino intelectual y anímicamente, y pronto lo mandó de regreso con sus internas contradicciones de rústico a medio madurar. Lo hizo cuando él estaba plenamente obsesionado con ella, con ella y sus olores, cuando toda ella le representó la personificación del amor anhelado y encontrado, aunque en realidad sólo fuese una confusión entre sentimiento y deseo, una fantasía disfrazada de verdad indubitable y al cabo una obsesión terrible. No aceptó el no, y se convirtió en un acosador incombustible, que extendía su sombra sobre el vivir todo de ella, que no tuvo más remedio que recurrir a la policía metropolitana. Una detención, una orden de alejamiento y la espada de Damocles de la deportación fueron los éxitos de su perseverancia.
Cuando Etta apareció muerta en un callejón suburbial de Harlem, él fue el primer sospechoso para los investigadores, era quien estaba más a mano, además de ser un vulgar hispano, por mucho que se empeñase en disimularlo. Volvió a estar detenido, no habría deportación a Europa, porque era probable que lo fuera al corredor de la muerte, hasta que aquel negro enorme fue detenido portando el móvil y la master card de ella. Era un yonqui, pero ¿qué hacía ella en suburbio de yonquis? Después se supo. Tras dejar al ingenuo traductor, se dejó arrastrar por el lujo y las fiestas privadas, ser chica de compañía, ganando un sobresueldo de lujo, por hacer lo mismo que hacía con aquel europeo latino e imbécil, aunque bien dotado. Fiestas, sexo, alcohol, cocaína y un caballo de fuego galopando por las rojas praderas de sus venas. A días de vino y rosas, sucedieron noches de sangre y sombras, y esquinas de madrugada mendigando polvillo blanco.
Él quedó marcado para siempre por aquella experiencia. Comenzó a pisar sobre los pasos nocturnos que ella hubo pisado. A revivir el mundo que ella vivió sola y que él hubiera, a pesar de todo, querido compartir, volvió a oler sudores y vaginas, pero nunca encontró un aroma igualable al que hubo perdido para siempre, buscó subir sus niveles de adrenalina con otros sucedáneos y descubrió el juego, el doble o nada, que le acompañaría siempre.
Ahora se encontraba semiinconsciente sobre el camastro, seguramente pensaba que estaba solo, como solía estarlo a esas horas de la madrugada, pero era incapaz de percibir la respiración que provenía del otro lado de la habitación, la respiración de aquel mulato de labios anchos y sonrisa de dientes lechosos y afilados, testa rasurada y cicatriz profunda de un lado al otro del mentón. Cuando comenzó a incorporarse, éste le preguntó si tenía ya la pasta para saldar su deuda, él, aún en la inopia, no sabía de qué se trataba, hasta que recibió el primer golpe en el bajo vientre. «Doble o nada», fue lo único que dejaron escapar sus labios, y recibió una segunda andanada de golpes secos. Entonces, a la fuerza obligan, sí supo situarse en tiempo y espacio, recordó que había vencido el plazo con el prestamista cubano, al que había vendido su deuda el corredor de Little Italy. No tenía el dinero, sino que, incluso, había acrecentado su deuda con otro corredor afroamericano. «Doble o nada», volvió a repetir. Pero el mulato le preguntó sobre el doble de qué, ¿qué podía él ofrecer? Todo lo que le quedaba era su vida y eso ofreció a doble o nada, realmente a todo o nada: podía ser un esclavo, podían matarlo y desmembrar sus órganos para el mercado negro… lo que quisieran. El esbirro le dijo que él no decidía y que su jefe ya disponía de todo ello, lo único que quería era la su pasta, lo otro lo podía recoger en cualquier momento. Miró al techo descascarillado, cerró los ojos por un momento y sintió el perfume del cuerpo de Etta rodeándolo, y al final dijo «si nada valgo, que sea nada».
Su cadáver mutilado, sin hígado, sin ojos, ni riñones, ni corazón apareció en el mismo callejón en que se halló el de Etta, un año antes. Dos cuerpos en el mismo rincón, destinados al mismo vacío, un último doble o nada.

TRINCHERAS, por Tomás Sánchez Rubio.




Querida Alicia:

Espero que estéis bien papá y tú. Yo lo estoy. No os preocupéis por mí. En este momento me encuentro haciendo guardia a la entrada del campamento. No somos muchos: el destacamento es pequeño, y los turnos, por tanto, son largos. No tengo sueño. Creo que mis compañeros hacen como si durmieran, pero no lo hacen. Nadie puede dormir esta noche: por una parte, mañana temprano tendrá lugar lo que los oficiales llaman “la gran ofensiva”; por otro lado, no ha parado de llover en todo el día. Todavía sigue lloviendo. Es como si el cielo, enfadado con nosotros, no dejara de llorar de rabia. También se siente abandonado por Dios... Las gotas que golpean el suelo son como lágrimas heladas que agujerean el barro. Ojalá se les pase pronto el odio a todos...  

No sé si leerás lo que estoy escribiendo ahora, Alicia. Me gustaría que te llegara algún día. Quisiera ser yo quien te lo diese en mano tras un largo abrazo, pero no sé si esto será posible.

Esta mañana temprano, llegamos a una casa de campo abandonada. Tenía un jardín bonito, pero descuidado, aunque no tanto como cabría esperar en una situación y en una tierra como éstas. Debió de tener moradores hasta hace poco. Se veía que habían salido huyendo con prisas, pues se habían dejado ropa en los armarios y comida en la despensa. Me vino a la cabeza lo bien que tenía mamá nuestro jardín y nuestra casa. Cómo velaba por sus flores y sus plantas, por su ropa blanca y su vajilla... Me emocioné mucho al ver en el salón, tirados en el suelo, algunos cuentos troquelados y cuadernos para colorear. Entre unos y otros, también yacía una carpeta con folios de bordes amarillentos desparramados, sin vida; a su lado, una caja nueva de lápices. Creo que el sueño y el cansancio acumulados hicieron que se me formara un nudo en la garganta al tiempo que  se me humedecían los ojos. Veía esos colores desamparados, como me veo yo ahora lejos de papá y de ti. Cogí uno de esos cuadernos, así como un lápiz azul, y me los guardé en la chaqueta, pegados al pecho... En la última hoja del bloc es donde estoy escribiéndote esta carta. 

Alicia, quiero sobre todo darte las gracias por el tiempo que me has dedicado estos años, sobre todo tras la marcha de nuestra madre: las noches en vela junto a mi cama, la comida que nos hacías... He crecido a tu sombra, hermana, y me has hecho valorar aquello que de verdad lo merece este mundo a veces tan extraño y absurdo...   

Siempre recordaré las primeras navidades después de habernos dejado mamá: papá se había sentado en el borde de mi cama ─yo llevaba varios días con anginas, si bien se me había pasado ya la fiebre─. Con gesto apesadumbrado, los hombros caídos, y sin mirarme a los ojos, me dijo que ese año no habría regalos. Aquella noche, tal como me ocurre en este momento, no pude conciliar el sueño. Por ello, percibí que, tras cenar con nuestro padre en silencio, te encerraste en tu habitación. Me levanté de madrugada para beber, y vi que seguía habiendo luz debajo de la puerta. Pegué el oído. Fue la primera vez que hice eso, te lo juro... Me pareció oírte sollozar, pero me di cuenta de que, como te había escuchado en alguna ocasión mientras hacías las tareas de la casa, a la vez canturreabas; quizá para alejar de ti la desesperación, o bien para mantenerte despierta... Volví a mi cama, me tapé, y fue entonces cuando me fue posible dormir... 

Al despertar por la mañana, vi encima de la cama una especie de osezno con grandes orejas, recosido con varias telas distintas y con botones a manera de ojos: uno de ellos algo más grande que el otro y además partido. Me hacían gracia porque no estaban muy centrados, la verdad. Me reí y luego lo abracé y no paré de llorar en un rato, en silencio, apretándolo contra mis ojos y mi cara. Llamé al muñeco Oso Bisojo.

Me viene a la cabeza, también en estos momentos, nuestra despedida en el andén. Fue hace casi un año, pero me da la sensación de que hace más, mucho más tiempo. Pudiste acompañarme, ya que habías conseguido que la vecina, Concha, se quedara con papá. Lo hizo refunfuñando, como lo hace todo, pero una vez más demostró ser buena persona en el fondo. Volvía a ver en tus ojos, a pesar del cansancio y la tristeza, ese orgullo y ese amor de hermana mayor con que siempre me miraste. 

Te quiero, hermana. Yo sí que estoy orgulloso de ti. 

Besos míos y de Oso Bisojo…



VERSUS, por Isabel Rezmo.

 



 

Se vengará el mar, de todos sus hijos.

Los arrecifes y los corales.

 

Se vengará la tierra con todos sus espectros.

El fuego con toda su lava,

las lenguas que habitan sus casas.

 

Se vengará el sol de sus eclipses, y de la infidelidad

de la luna.

 

Se vengará el Tifón, el huracán pendenciero

 que exige su sitio vomitando sobre el mirador, 

la carrocería de los transeúntes.

 

La palabra, la poesía, la guitarra, el esperpento.

La noche, la sombra, la farola, el cerco a las ratas,

y la epidemia de gripe.

 

Se vengarán los jarrones

 por soportar el agua de los tallos,

sacados de su raíz para ser el decorado 

junto a un cuadro de Monet en la salita.

 

Se vengarán los tibios contra los fuertes.

Unos labios secos, contra tu cuerpo desnudo en una cama. 

El orgasmo que mantiene indiferente a las putas;

mientras las señoras piensan en la cena o la comida de mañana.

 

Se vengará la indiferencia en las playas.

 El recorrido de los barcos, de los petroleros,

de los plásticos, de las algas a la deriva.

 

El hecho ha sido consumado.

El maestro ha dejado paso al alumno.

 

Se vengará en la distancia de un puño.

Cualquiera de ellos.

EN BOCA DE TODOS, por Pedro Pastor Sánchez.

 




            Aquel martes no era un día más para Emilio. Las lluvias torrenciales del fin de semana le convirtieron en el damnificado del naufragio de su matrimonio. No supo neutralizar los reproches de Estela, la convivencia les quemó demasiado pronto. No se puede mezclar agua y aceite. Pero marcharse así no era el estilo de Estela. Cuando volvió del trabajo el lunes, echó en falta una pequeña maleta y algunas prendas del atiborrado armario. No había muchas opciones: o se había marchado con su madre, a Benidorm, o seguramente estaría con su íntima amiga Rosa, poniéndole a caldo. No sería la primera vez. Tanteadas ambas opciones, no sin tener que aguantar el chaparrón con el repetido «¿Qué le has hecho esta vez?», empezó a preocuparse por esta fuga sin destino definido.

            Antes de pasar a mayores, prefirió preguntar a vecinos y conocidos, por si alguien había visto a Estela moverse por el barrio en alguna dirección determinada. Frente a su domicilio, en el mercado, trataban de recobrar la normalidad después de los estragos producidos por el temporal. Filtraciones en la techumbre habían inundado el vestíbulo principal, afectando, en mayor o menor medida, a los puestos de fruta y pescado. El recinto ya no tenía la actividad que él recordaba de niño: género de todas las clases, gentío por doquier, idas y venidas de carritos y bolsas. Una gran familia de comerciantes que trataban de ganarse la vida.

            Al pasar frente a la carnicería de Ignacio, apretó el paso. Desde el interior, Ignacio le hizo un gesto para que pasara. A regañadientes, se aproximó. Al abrir la puerta, escuchó la misma expresión que tanto le exasperaba: «¡Universitario!». Sabía que lo hacía adrede. Se conocían desde niños. Estela siempre coqueteó con Ignacio, era el gallito del colegio, fanfarrón y presumido. Mientras, Emilio babeaba cada vez que se cruzaba con ella en el aula o los pasillos. No sabía qué podía haber visto en aquel zote con patas, el caso es que durante aquellos últimos cursos de primaria y en el bachillerato eran uña y carne. Perdieron el contacto los años que Emilio estudió Bellas Artes en Valencia. Cuando regresó para labrarse un futuro en la capital, una noche de verbena, prendió la chispa. Ambos habían madurado y, ahora sí, se darían una oportunidad. Al carnicero no le sentó nada bien, como es lógico, que viniese el «artistucho», como le llamaba, a arrebatarle su bien más preciado. Llegaron a volar los puños, incluso amenazas nada veladas. «Mía o de nadie», llegó a decir el muy bruto. Finalmente, tuvo que aceptar la decisión de Estela, y las aguas volvieron a su cauce. Pero aquel resquemor siempre quedó en su memoria.

            Se encontró al matarife limpiando la picadora de carne, cuyas afiladas piezas estaban esparcidas por el mostrador. Mientras sacaba lustre a las cuchillas, inquirió:

            —¿Dónde vas con esa cara tan larga, universitario?

            —Nada, líos en el curro —le replicó.

            —¿En el curro? ¡Ja! Tiene más bien pinta de bronca con la parienta —le contestó guiñándole un ojo. El cabrón sabía echar sal a la herida. Pero ya que estaba, tenía que descartar todas las opciones.

            —Ya te gustaría a ti —le espetó con acritud—. Por cierto, no habrás visto a Estela pasar por aquí, ¿verdad?

            —Pues claro, pardillo —y soltó una sonora carcajada—. ¿O pensabas que era adivino?

            —¿Hablaste con ella? ¿Te dijo algo? —tuvo que tragar orgullo y saliva para preguntar a aquel idiota.

            —Claro. Le pregunté si se iba de viaje, y me mandó a la mierda. ¡Qué carácter!

            Se disculpó aduciendo que tenía prisa. Cuando cerró la puerta del establecimiento, se lo llevaban los demonios. Lo que le faltaba ahora era tener que aguantar las gilipolleces de un capullo.

Justo enfrente estaba el local de su viejo amigo Arturo, tantos años compañero de pupitre y sinsabores infantiles. Cuando se jubiló su padre, heredó el local en el mercado. Pero lo suyo no era servir encurtidos, de hecho aborrecía las aceitunas, así que puso unos taburetes fuera, adquirió una freidora y una plancha y se dedicó a poner tapas y vermuts. Mientras hubo clientela, no le fue mal, el sitio se convirtió en lugar de solaz y encuentro para muchos vecinos en su trajinar diario. Ahora apenas cubría gastos.

Ante Arturo, con la confianza que les unía, Emilio se derrumbó. Como mejor pudo, trató de confortar a su amigo, y le ofreció ayuda. Preguntaría con sutileza a todos sus parroquianos, por si alguien había visto a Estela. Quiso quitarle hierro al asunto, seguro que antes o después daría señales de vida, era cuestión de darle tiempo para que se le pasara el enfado.

El jueves, se inició la investigación policial. Tras descartar la desaparición voluntaria, se centraron en la otra vertiente, la delictiva. Interrogaron a Ignacio, última persona conocida que había visto a Estela. Por protocolo, y ante la ausencia de otros testigos, se puso al carnicero bajo vigilancia, aunque en ningún momento ni su actitud ni movimientos resultaron sospechosos.

El viernes, Emilio volvió a visitar a Arturo, esta vez con la intención de colocar un cartel con la fotografía de Estela, algunos detalles de su indumentaria  y un teléfono de contacto en caso de que alguien pudiese aportar algún dato sobre su desaparición. Lo vio más demacrado y abatido que el último día, por lo que trató de insuflar nuevos ánimos a su amigo. Le puso un vino y le instó a probar una albóndiga que acababa de freír. Sin apetito, la probó. Estaba muy jugosa, con carne finamente picada, sutilmente rebozada y con una pizca de ajo y perejil. Era realmente sabrosa. Tenía un sabor reconocible, familiar. Inmediatamente le embargó una sensación extraña, algo que no podía explicar. Preguntó por el origen de aquel producto tan exquisito. Al escuchar la respuesta, le asaltó un repentino terror, angustia indescriptible, inquietud abisal. Tras una violenta arcada, escupió el bocado. Se acordó de una frase que Ignacio repitió una y otra vez desde sus tiempos mozos: «Estela está para comérsela».

LA MEMORIA DE LA TIERRA, por Fran Ibáñez Gea.

 


A un paso de la Estación de ferrocarriles de Guadix, siguiendo la hilera de traviesas que hilvana la vía, se llega a un emplazamiento transitado por ciclistas y senderistas. Desde allí se divisa la ciudad entera y su entorno, sirviéndole de fortaleza los escarpados barrancos arcillosos muy enaltecidos en el marciano paisaje. Este lugar a la deriva del mapa es bien conocido por los oriundos accitanos, pues la brújula se encalla por la Cueva del monje, la ermita del Humilladero y el cerro del Diente y la muela, cada cual más arraigado en la tradición popular. El arqueólogo Antonio Reyes acotó el misticismo del dichoso eremita mozárabe habitante de esta oquedad, aunque como todo aquello que aun breve es infinito, sigue siendo tan enigmático como la cara oculta de la luna; en la modesta ermita sobre el altozano, existe el mito de que los Reyes Católicos recibieron las llaves de la ciudad, entregadas por El Zagal, tío de Boabdil; y la colina dentada, divisada y reconocida por su silueta, podría tratarse de una suerte de animal mitológico fosilizado en la cárcava, que aporta la dominante a este acorde cautivo.

 Varada en el medio de este recóndito paraje se encuentra una cueva, hoy vandalizada y abandonada. Y para que quede constancia, abogaré, en el subterfugio del recuerdo, para rescatarla del anonimato. Cuando la guerra civil comenzó, la ya citada barriada de la Estación de Guadix fue un punto irremediablemente perjudicado en la contienda. Por una parte, fueron los ferroviarios junto con los mineros del marquesado los que evitaron la caída de la ciudad ante el golpe nacional; y, en segundo lugar, su emplazamiento lo convertían en un nudo estratégico para albergar y abastecer a la región. En aquel tiempo fue destacado mi bisabuelo Francisco Ibáñez Capel, natural de Huércal de Almería, como jefe de dicha estación. Junto con su familia (su mujer Josefa, y sus hijos José, Bartolomé, Julia y Pepita) conoció la asiduidad de los bombardeos y el trémolo de metralletas de uno y otro bando: la intencionada lluvia de balas de la aviación fascista y las perdidas de la defensa desde la barbacana. Recuerdan aún cómo las ventanas eran tapiadas en zafarrancho con los colchones de lana para vetar el paso de los proyectiles. Ante esta situación es natural que aún se conserve el refugio antiaéreo (1937) que se hizo en la plaza del esparto, anexo a la propia estación para guarecer a los vecinos.

 Era entonces necesario un lugar seguro y cercano donde resguardarse. Al otro margen de la rambla de Baza, siguiendo el surco de balasto, dieron con un tímido otero que les salvó la vida. Padre e hijos se pusieron a horadarlo con gran esfuerzo y sacrificio, convirtiendo aquel trazo yermo en habitable. La tierra les fue refugio aquellos meses ásperos y cruentos. De esta forma, podría seguir desempeñando sus funciones y exigencias del cargo, acudiendo ante los avisos de bombardeos o al final de su jornada a un lugar donde su familia, y él mismo, se encontrase a salvo de las esquirlas. Guadix y sus cuevas han sido foco de atención para los forasteros que maravillados observan el trogloditismo del paisaje. Éstas son una parte inexcusable, auténtica y esencial del carácter de la ciudad, pues han dado escenario vivo a historias interminables.

 Con el fin y la esperanza de que este lugar quede amparado y protegido, unido a la red de refugios de la guerra civil que atesora Guadix. Testimonio de la lucha por la supervivencia en aras de la libertad y la fraternidad, el valor de un pueblo unido. La fragua del consuelo de tantos y tantos que aprisa acudían a estas moradas sin conocer si después de aquello aún quedaba algo de sol en sus días. En el estupor que causa aún hoy el llanto abatido, la sangre esparcida de los cuerpos desiertos. Por la desolación que brota la estéril guerra: no evadamos la memoria que aún nos queda, y sigamos honrando el legado de aquellos que rindieron cuentas al tiempo por el que les tocó cumplir.

 

LA BOFETADA, por José Luis Raya.



Hacía tiempo que algo tan banal no copaba todas las portadas —con la que está cayendo— de todos los noticieros, periódicos, radios o televisiones de todo el mundo, generando acalorados debates, cuya argumentación básicamente se reduce, como siempre a derecha o izquierda. Si estás a favor del bofetón, te has posicionado a la derecha del Dios Padre, si te posicionas en contra ya estás en la siniestra, con todo lo que ello lleva implícito. Muchos nos estamos hartando y nos cruzamos de brazos para ver cómo discuten y discuten sin llegar nunca a un punto de acuerdo. El placer por discutir y enervarse a muchos ya nos cansa y preferimos oír, aunque sean estupideces, verdades a medias o los creativos memes, donde todo esto, amalgamado, constituye una suerte de posverdad con la que estamos conviviendo día y noche, hasta convertirse todo ello en “El gran teatro del mundo” del genial Calderón de la Barca, donde Dios es el director que escenifica el orden del mundo como un teatro. Así es, cada uno de nosotros representamos un papel. El mismo papel que cada actante ha desempeñado para levantar un espectáculo que estaba en decadencia y de camino —se agradece hasta cierto punto—desviar la atención de tanto Covid y guerra despiadada que a todos nos tiene el corazón en un puño, sobre todo cuando alguien pronuncia el tabú de III Guerra Mundial o ataque nuclear.

Quizás esta anécdota sea un minucia, pero nos está dando un respiro. Pero, al mismo tiempo que respiramos, deberíamos reflexionar, es más, no son actos incompatibles.

Somos muchos los que nos desvelábamos con aquella irrupción de aquella pandemia letal, que supuestamente acabaría con la Humanidad, y ahora las mascarillas empiezan a brillar por su ausencia en muchos lares, puesto que el miedo se ha trasladado a un posible ataque nuclear, el cual, en treinta segundos podría exterminar a Varsovia o Berlín.

Parece como si alguien, ese Creador del gran teatro del mundo, quisiera mantenernos permanentemente acojonados, puesto que el miedo es un arma de control. No quiero guiñar, bajo ningún concepto, a esa caterva de gurús que pululan por las RRSS, Youtube o TikTok —no sé si se escribe así ni me interesa—y, a su manera, van formando una serie de rebaños que luchan contra otros rebaños y discuten, incluso, sobre la forma de la Tierra. Por esas mismas RRSS he visto a jóvenes, y no tan jóvenes, defendiendo acaloradamente la planicie total de nuestro planeta. Durante la Pandemia, que va variando según la óptica, —ahora se ha travestido en gripe— un científico aseguraba que aspirar dióxido de cloro acabaría con el bicho. He de confesar que estuve tentado. Nunca se pierde nada probando. Pues sí que se pierde. Se pierde nuestra capacidad para pensar o razonar y nuestra debilidad para seguir a un santero. También se llenaron cientos de informaciones falsas (memes) puestas en boca de científicos y filósofos, todos ellos exhibiendo su premio Nobel, que servían para que los negacionistas esgrimieran sus irrefutables argumentos. Curiosamente coinciden con los que repudian la guerra y al mismo tiempo comprenden los motivos  de Putin. Y ya, más de uno, nos derrumbamos ante tanto disparate y tanta estulticia.

Por otro lado, mucha gente está percibiendo que estamos entrando realmente en un nuevo estado de guerra de información o desinformación, según se mire.

Muchos nos estamos planteando si estamos siendo informados objetivamente. Incluso la objetividad se está replanteando, fulminando de un plumazo ciertos principios y valores universales, empezando por el Bien y el Mal

El ciudadano medio, formado meridianamente, debería reinformarse y filtrar muchas de las cosas que vemos o escuchamos. No es fácil. Todo el mundo ha enviado o reenviado, alguna vez, una información falsa. No sé quién o quiénes están detrás de todo este tinglado de posverdad, desinformación, memes, verdades a medias u ocultas. Ignoro si el fin consiste en crear un nuevo mundo distópico donde todos estemos controlados por el miedo, la cólera hacia algo o alguien y las pesadillas nucleares o víricas.

El mismo aspaviento de la Kidman se debió a la alegría que experimentó al ver a su querida Jessica Chastain y no por ese bofetón en medio del escenario. Supongo que nos enteraremos que todo sigue siendo un cuento inventado por grandes actores y que aquella bofetada fue impostada para acaparar la atención de un show que se encuentra en horas bajas.

Creemos que nos informamos correctamente y en ello consiste este mundo incoherente, pues hasta la misma coherencia ya resulta ambigua. Justificamos la agresión, ya que ha sido motivada por un hiriente chascarrillo, lo mismo que, a gran escala, muchos justifican la agresión soviética. El asunto se desnivela porque no ha sido un blanco el que ha abofeteado, menos mal que son de la misma raza. De repente, el foco se centra en Jada Pinkett porque ha sido defendida por su macho-alfa, en tanto ella se ha convertido en una muñeca de porcelana. De ahí a poner un burka hay un abismo. ¿O no? Las feminazis se alteran y las feministas también, pero vemos cómo Will Smith se ríe a mandíbula batiente antes de actuar, lo mismo que Bardem le sigue el rollo, después de haber seudomencionado a su muñequita de porcelana. Vivimos en un mundo de grandes machos alfa, sean de izquierdas o de derechas. No lo estoy aseverando, simplemente lo estoy interpretando, como este Gran Teatro del Mundo, donde uno ya no sabe lo que es y lo que no es.

ESPANTO, por Consuelo Jiménez.

 


No sé si gritarle al viento que corra, 
que no se detenga 
en el pálpito del laberinto. 
Voy a cerrar la  mirilla. 

Voy a quedarme en el pomo de la puerta, 
como un verso apoyado en el renglón, 
confiando que las palabras tornen del espanto. 

Si me narran, 
lameré el crimen de los otros, 
hasta  que la lluvia barra mi rabia 
y sus cenizas. 


DE "LOS SUEÑOS DEL NÁUFRAGO", por Dori Hernández Montalbán.

 





El silencio se filtra

por el tuétano y la osamenta,

cruza el esqueleto y se aleja.


La herida s

                a

                n

                g

                r

                a, se quiebra la piedra.


Fronteras, acero y espinos. El desfile,

la gran farsa de las patrias,

metales, almas, flores sesgadas,

la sangre coagulada que revienta,

las madres somos el vientre del mundo, 

no queremos serlo sin embargo,

del mal que lo devora. 


Desde la sombra, al ansia súbita de la luz,

vamos huyendo los hombres, 

en ese ir y venir ¿Cuándo se nos volvieron los ojos

duros como piedras?

PERDIDOS, por Carmen Hernández Montalbán


Del poemario "Los anillos de Saturno"



Hombres isla,

encapsulados en un mar de soledad,

humanidad que pierde la memoria del tacto,

vínculos empobrecidos,

circulando por fibras de vidrio,

embutidos en laberintos de cable.


La vida en una botella, 

que la marea arrastrará

hasta la medianía de una playa remota,

una costa deshumanizada

donde la cubra el olvido

como a un Ulises sin retorno.

ODA AL FUEGO, por Aylen Sobrecasas.

 


Te he sentido madre y padre,

creación.

Sentido intenso mundo

y tan fugaz.

 ¡He querido cuántas veces

tocarte con los dedos!

He danzado tu silueta escurridiza.

Me he perdido

en un cuento o en un canto.

He viajado en el reposo intermitente.

He tenido en ti un tiempo sólo mío,

he encontrado en ti las voces primigenias,

he sentido allí un abrazo desde siempre.

He visto alrededor la gente

y el siempre circular

acontecimiento de la unión.

¡Te he visto avanzar tan despiadado!

Te he visto besar tan sutilmente...

He sentido tu chasquido y tu silencio

y cada vez que estás presente

me hundo dentro.