La Oruga Azul.
miércoles, 30 de marzo de 2022
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 64, 30 de marzo de 2022
MATAR LA RISA, por Pepe Velasco Romero.
“Malditas las guerras… y malditos
quienes las siembran”.
A Nanuka los disparos le
llegaron lejanos, al reverberar en las vecinas montañas del pequeño pueblo
donde había ido a parar aquella vez, adonde había ido a sentar sus reales su
tropa, en su persistente afán por buscarse el sustento diario. Miró la patata
de su nariz repintada en la punta y sintió como el color adosado a sus ojos se
corría y se formaban regueros leves. Luego miró al público y vio la multitud de
anónimas caras, que sonreían ahora, y que esperaban de ella que les arrancara
unas carcajadas futuras con las que poder evadirse de su hastiado destino en
aquel villorrio perdido de la mano de Dios. Y en cierta medida, para espantar
la hecatombe que se cernía sobre ellos, o como queriendo transformar la
realidad que ellos no habían contribuido a crear.
Intentó retener y controlar
sus lágrimas, pero se rebelaron a su deseo, como si quisieran despegarse de
ella y cumplir el cometido de expresar sus sentimientos en contra de su
compostura fingida. Comenzó a andar sobre la pista de tierra apisonada por
multitud de pies que actuaron allí antes que ella con mayor o menor éxito, como
impelida por un deseo imperioso de moverse, y tropezó con una silla medio plegada
que se interpuso en su camino. El tópico y manido tropiezo y la sorpresa de
ella provocaron la hilaridad del publico, lo que de forma paradójica contribuyó
a aumentar sus lágrimas.
Las lágrimas
nublaron sus ojos, lo que causó nuevos encontronazos y tropiezos. El público
reía como jamás lo había hecho allí. La risa provocaba grandes estertores en
alguno de ellos, otros la exageraban y hacían grandes aspavientos, contorsiones
y gestos que rondaban lo absurdo; incluso simulaban pedir aire para insuflar a
sus pulmones. Los más reían y reían... Nanuka, atribulada y confusa, con los
ojos nublados por un tenue velo acuoso, no hallaba la forma de abandonar el
maremagno de objetos y personas en que se había convertido de imprevisto aquel
sencillo escenario de tierra apisonada. Ni por un momento recordó, atribulada
como estaba, que estaban puestos a propósito para que ella al tropezar
provocara la hilaridad del público. Pero ella no estaba allí, su mente de
chiquilla, despierta y vivaracha, había volado hasta donde se produjo aquella
escena; de la que ella solo había escuchado reverbera los estampidos...
Acarició
el cuerpo sin vida de Pope, su compañero de escena; aún con el calzón a media
pierna, su chaqueta a cuadros imposibles y sus zapatos torcidos en una posición
extraña sobre sus piernas. Luego vio su rostro al que el artificial remarque de
maquillaje sobre su boca y sus ojos daban a su semblante un rictus como de
tomarse a broma aquella circunstancia suya. Las dos enormes manchas rojas
resaltando sobre el rojo sucio de los cuadros alternados con azul y verde se
deslizaban con un hilillo ralentizado y reseco hasta alcanzar la barriga del
payaso, que se adivinaba fofa y sucia de tierra. Luego, después de un gran
esfuerzo, dirigió sus pasos a la figura que yacía tendida unos metros más
adelante. Estaba boca arriba, con un rictus como de sorpresa y asombro infinito
por no saber descifrar la sinrazón que le había llevado a aquello.
—¡¡Sebastián!!
¡¡Sebastián!! ¿Qué te han hecho?
Los
gritos desgarrados de la niña, de apenas doce años, sonaron huecos; lastimeros,
como el inicio de una salmodia o un canto lúgubre y desgarrado que alguien
entonara desde lo más hondo del barranco. La figura del padre continuaba
impasible; muda. Con sus ojos vidriosos y casi opacos, mirando un punto indeterminado
del azul -sucio por la calina- del cielo de aquella mañana de principios de
verano.
—¡Sebastián!
Ahora
la entonación de su grito fue más calmada y floja, como si esos pocos instantes
que mediaron entre el momento en que descubriera el cadáver y el presente en
que se hallaba ahora, hubiera comprendido que ya nada podía hacer. Que aquellas
detonaciones que escuchara cuando empezó su actuación, allá en el viejo circo,
cambiaban inexorablemente su vida. Ella siempre había llamado a su padre por su
nombre. No conoció a su madre, y él cuidaba de ella, haciendo las veces de los
dos. Pero antes, siempre que había pronunciado su nombre, era como si la
confianza y la seguridad lo impregnaran todo. Pero lo hacía no por falta de
respeto, sino más bien por una profunda y franca compenetración con su
progenitor. Pero ahora su nombre lo había pronunciado como si fuera el de un
extraño, como si fuera el de un extraño desconocido al que hubiera de guardar
el máximo respeto y consideración por pura cortesía.
Luego
oyó pasos quedos, como tímidos, en torno a la escena; e instintivamente se puso
alerta, pero pronto descubrió por el rabillo del ojo el pantalón bombacho de
franela desteñida y sucia de Puski.
—¿Qué
haces tú aquí? —preguntó Nanuka al recién llegado sin apenas volver la cabeza.
Le
hizo la pregunta en tono áspero; casi hiriente, como si le molestara
profundamente el que hubiera venido, o le molestara su sola presencia.
El
recién llegado no contestó. Se limitó a apretar con fuerza entre sus manos un
gorro pequeño de lana deshilachada y manida, casi ridículo. Luego se puso a
llorar, pero no con un llanto tópico y circunstancial, sino un llanto áspero y
quieto de lágrimas abundantes y límpidas, como si a aquel ser lo estuvieran
exprimiendo con una máquina imposible, y el jugo que proporcionara su
considerable masa, solo fuera el elixir de sus lágrimas.
—¡Lo
siento por no ser fuerte...! ¡Tuve mucho miedo...! —musitó al fin.
—¡Tus
disculpas no me van a devolver a mi padre! —prosiguió Nanuka con su voz agria.
El
otro dio media vuelta y, sin proferir ni una sola palabra más, se dispuso a
marcharse de allí en silencio, como había llegado.
—¿Dónde
vas? —le espetó la niña ahora con voz chillona y autoritaria.
Su
interlocutor no contestó, pero se quedó quieto y firme, como una estaca que
hubieran clavado al suelo, sin volverse o hacer otro gesto que pudiera delatar
que por su cuerpo aún corría la vital sabia.
—¿Es
que te has quedado mudo? —prosiguió Nanuka con su tono amedrentador y agrio
hacía el chiquillo.
El
otro movió la cabeza de izquierda a derecha en un significativo gesto de
negación, pero continuó sin decir nada. Nanuka se fue hacía él y le cogió por
el antebrazo, pero ahora su tono se había tornado más suave y calmo, como
maternal.
—¡Si
tú no les hubieras denunciado, aún estarían con vida! ¿No lo entiendes, Puski? —cogió
ahora la niña su barbilla, en tono que iba cambiando paulatinamente del agrio y
áspero primigenio a otro más conciliador y compresivo.
El
chiquillo, al escuchar que le llamaba por su apelativo familiar, aflojó la
tensión y al remitir el miedo que le embargaba, distendió sus músculos y
levantó los ojos hasta encontrarse con los de la muchacha... Los de ella le
miraron entre fríos y tiernos. Concatenando ambos sentimientos en una simbiosis
imposible, porque ambos pugnaban en una lid de fiera rabiosa, por salir a la
luz venciendo al otro.
—¡Tuve
mucho miedo, me meé encima! —confesó Puski con apenas un hilo de voz, con su
mirada balanceándose entre la de ella y el suelo.
—¡Pues
te lo hubieras aguantado, cobarde, pues mi padre ahora está muerto! —gritó
Nanuka con voz aflautada y grave.
Nanuka
pensó: ”qué clase de desalmados serían los que eran capaces de asesinar, sin el
menor atisbo de escrúpulos a aquellos inocentes ‘hacedores de risas’. La
ilusión y la risa estaban tendidas a sus pies, compendiadas en aquellos tristes
despojos en los que se habían convertido estos dos anónimos propulsores de la
alegría y de la magia>”.
—¡Vámonos
de aquí! —Escuchó nebulosa y lejana la voz de su amiguito y compañero de
escena.
—¡No
podemos irnos, Puski! —repuso Nanuka con voz un tanto solemne.
—¿Por
qué? —se extrañó el chiquillo.
Nanuka
le miró ahora compasiva y tierna a la vez. El chicuelo había despertado en ella
su instinto maternal. No en vano, aunque casi una niña, era ya toda una mujer. Tuvo
su primera regla muy poco tiempo atrás, casi sin darse cuenta, entre su
continuo ir de acá para allá con el espectáculo ambulante y los esporádicos
juegos con su amiguito Puski, al que ahora veía desvalido, desamparado y solo,
necesitado con urgencia de su protección y cariño.
—¡Puski,
hemos de enterrarles, no podemos dejarles aquí para que se los coman los
perros!
—¡Pero...!
¿Cómo los vamos a llevar hasta el cementerio? —inquirió el chiquillo con su voz
cándida.
—¡Los
enterraremos aquí! —repuso Nanuka con decisión, sin vacilar ni un instante.
—¡Bien!
¡Pongámonos manos a la obra!
La
mañana se tornó dura y áspera. Al dolor de tener que arrastrar a sus seres más
queridos en aquel estado, como tristes despojos demacrados y sucios, se sumaba
el calor sofocante y pegadizo que aumentaba conforme avanzaba la mañana, y las
moscas que acudían por legiones al olor de la muerte.
Nanuka
hacía un esfuerzo ímprobo, aferrando el cadáver de su padre con fiera rabia por
las axilas; intentando arrastrarle, en tanto, su amiguito Puski hacía un
esfuerzo, sobrehumano también, por levantar las piernas caídas con los zapatos
como pesados colgajos.
—¡Vamos,
empuja de una vez! —chilló la muchacha entre nerviosa y enfadada consigo misma,
por no tener la corpulencia y fuerza suficiente para efectuar aquella
desagradable tarea.
El
trabajo realizado fue arduo y agotador y les costó muchas horas sepultar los
cadáveres. Cuando acabaron era ya noche cerrada, y al pertinaz agotamiento se
sumó ahora el miedo. Miedo que avanzaba conforme avanzaban las sombras. Ambos
amigos se arrebujaron muy juntos, junto a una mata enclenque que milagrosamente
había crecido al amor de la estéril tierra removida y ferrosa...
El
talud de tierra removida, cerca de donde habían enterrado los cadáveres,
comenzó a moverse y oyeron rodar guijarros y cascotes con gran estrépito. Las
voces les llegaban nítidas, y a la tenue claridad de las lucecillas difusas y
endebles de unos cuantos faroles -antiguos de queroseno- veían contorsionarse
las figuras en una danza patética, intentado repartirse los despojos de
aquellos profanados cadáveres.
—¡Los
han desenterrado y les están quitando la ropa y el calzado! —exclamó el
muchacho aterrorizado—. ¿Quiénes serán? —preguntó con voz trémula.
—No
lo sé... —siseó Nanuka con los ojos muy abiertos—, ¡pero no podemos permitir
que les hagan eso! —continuó ahora exaltada.
En
unos segundos, los intrusos se vieron sorprendidos por una lluvia de guijarros
y piedras de todos los tamaños y medidas. Ante tal acopio de proyectiles,
optaron por poner pies en polvorosa a pesar de lo enconado de su reyerta,
propiciada por el repartimiento de la indumentaria requisada a los cadáveres. Puski,
aunque se había sumado al instante al lanzamiento de proyectiles contra los
intrusos al ver la decidida y valiente actitud de Nanuka, ahora le había tomado
afición, y continuaba lanzando andanadas a diestro y siniestro, e incluso, se
permitió lanzarles algún que otro insulto tímido...
...
Puede continuar la historia, o puede acabar aquí. Pero estoy seguro de que
siempre que la sinrazón y el odio se apoderan del ser humano, esparciéndose y
prodigándose como una epidemia nefasta y absurda, se han repetido y se
repetirán a través de los tiempos escenas y episodios como los aquí narrados, produciendo
víctimas que no llegan a comprender, ni por asomo, la sinrazón del hecho.
Víctimas propiciatorias que, pasado el tiempo, sencillamente pasan a engrosar
la lista de una fría y cruel estadística, y nada más. Entretanto, muere la
razón, muere la magia, muere la ilusión; muere la risa...
JITANJÁFORA DEL ZAPANUBES, por Isabel Bermejo.
Este ser que se cree extragoviriano
―calzando sus raídas zapanubes―
pisoteaba el cielo cimborriano
tiñendo, a soletazos, los surcájaros
que, en el cielo azulado y rosaleta,
dejaban tras su vuelo algunos jáparos.
***
GLOSARIO
Extragoviriano: persona que traspasa los márgenes
permitidos a la observación natural del entorno más inmediato.
Zapanubes: zapatillas para pisar las nubes.
Cimborriano: nube con forma de cimborrio en
los cambios de estación.
Soletazo: golpe seco y contundente
propinado con la suela del zapato.
Surcájaro: surco invisible que hace el
pájaro al volar.
Rosaleta: tonalidad resultante de la mezcla
entre rosa y violeta del atardecer.
Jáparos: pájaros que vuelan al revés, con
el vientre mirando al cielo.
DOBLE O NADA, por Francisco Javier Franco Miguel.
TRINCHERAS, por Tomás Sánchez Rubio.
Querida Alicia:
Espero que estéis bien papá y tú. Yo lo estoy. No os preocupéis por mí. En este momento me encuentro haciendo guardia a la entrada del campamento. No somos muchos: el destacamento es pequeño, y los turnos, por tanto, son largos. No tengo sueño. Creo que mis compañeros hacen como si durmieran, pero no lo hacen. Nadie puede dormir esta noche: por una parte, mañana temprano tendrá lugar lo que los oficiales llaman “la gran ofensiva”; por otro lado, no ha parado de llover en todo el día. Todavía sigue lloviendo. Es como si el cielo, enfadado con nosotros, no dejara de llorar de rabia. También se siente abandonado por Dios... Las gotas que golpean el suelo son como lágrimas heladas que agujerean el barro. Ojalá se les pase pronto el odio a todos...
No sé si leerás lo que estoy escribiendo ahora, Alicia. Me gustaría que te llegara algún día. Quisiera ser yo quien te lo diese en mano tras un largo abrazo, pero no sé si esto será posible.
Esta mañana temprano, llegamos a una casa de campo abandonada. Tenía un jardín bonito, pero descuidado, aunque no tanto como cabría esperar en una situación y en una tierra como éstas. Debió de tener moradores hasta hace poco. Se veía que habían salido huyendo con prisas, pues se habían dejado ropa en los armarios y comida en la despensa. Me vino a la cabeza lo bien que tenía mamá nuestro jardín y nuestra casa. Cómo velaba por sus flores y sus plantas, por su ropa blanca y su vajilla... Me emocioné mucho al ver en el salón, tirados en el suelo, algunos cuentos troquelados y cuadernos para colorear. Entre unos y otros, también yacía una carpeta con folios de bordes amarillentos desparramados, sin vida; a su lado, una caja nueva de lápices. Creo que el sueño y el cansancio acumulados hicieron que se me formara un nudo en la garganta al tiempo que se me humedecían los ojos. Veía esos colores desamparados, como me veo yo ahora lejos de papá y de ti. Cogí uno de esos cuadernos, así como un lápiz azul, y me los guardé en la chaqueta, pegados al pecho... En la última hoja del bloc es donde estoy escribiéndote esta carta.
Alicia, quiero sobre todo darte las gracias por el tiempo que me has dedicado estos años, sobre todo tras la marcha de nuestra madre: las noches en vela junto a mi cama, la comida que nos hacías... He crecido a tu sombra, hermana, y me has hecho valorar aquello que de verdad lo merece este mundo a veces tan extraño y absurdo...
Siempre recordaré las primeras navidades después de habernos dejado mamá: papá se había sentado en el borde de mi cama ─yo llevaba varios días con anginas, si bien se me había pasado ya la fiebre─. Con gesto apesadumbrado, los hombros caídos, y sin mirarme a los ojos, me dijo que ese año no habría regalos. Aquella noche, tal como me ocurre en este momento, no pude conciliar el sueño. Por ello, percibí que, tras cenar con nuestro padre en silencio, te encerraste en tu habitación. Me levanté de madrugada para beber, y vi que seguía habiendo luz debajo de la puerta. Pegué el oído. Fue la primera vez que hice eso, te lo juro... Me pareció oírte sollozar, pero me di cuenta de que, como te había escuchado en alguna ocasión mientras hacías las tareas de la casa, a la vez canturreabas; quizá para alejar de ti la desesperación, o bien para mantenerte despierta... Volví a mi cama, me tapé, y fue entonces cuando me fue posible dormir...
Al despertar por la mañana, vi encima de la cama una especie de osezno con grandes orejas, recosido con varias telas distintas y con botones a manera de ojos: uno de ellos algo más grande que el otro y además partido. Me hacían gracia porque no estaban muy centrados, la verdad. Me reí y luego lo abracé y no paré de llorar en un rato, en silencio, apretándolo contra mis ojos y mi cara. Llamé al muñeco Oso Bisojo.
Me viene a la cabeza, también en estos momentos, nuestra despedida en el andén. Fue hace casi un año, pero me da la sensación de que hace más, mucho más tiempo. Pudiste acompañarme, ya que habías conseguido que la vecina, Concha, se quedara con papá. Lo hizo refunfuñando, como lo hace todo, pero una vez más demostró ser buena persona en el fondo. Volvía a ver en tus ojos, a pesar del cansancio y la tristeza, ese orgullo y ese amor de hermana mayor con que siempre me miraste.
Te quiero, hermana. Yo sí que estoy orgulloso de ti.
Besos míos y de Oso Bisojo…
VERSUS, por Isabel Rezmo.
Se vengará el
mar, de todos sus hijos.
Los arrecifes y
los corales.
Se vengará la
tierra con todos sus espectros.
El fuego con toda
su lava,
las lenguas que
habitan sus casas.
Se vengará el sol
de sus eclipses, y de la infidelidad
de la luna.
Se vengará el
Tifón, el huracán pendenciero
que exige
su sitio vomitando sobre el mirador,
la carrocería de
los transeúntes.
La palabra, la
poesía, la guitarra, el esperpento.
La noche, la
sombra, la farola, el cerco a las ratas,
y la epidemia de
gripe.
Se vengarán los
jarrones
por soportar el agua de los tallos,
sacados de su
raíz para ser el decorado
junto a un cuadro
de Monet en la salita.
Se vengarán los
tibios contra los fuertes.
Unos labios
secos, contra tu cuerpo desnudo en una cama.
El orgasmo que
mantiene indiferente a las putas;
mientras las señoras piensan en la cena o la
comida de mañana.
Se vengará la
indiferencia en las playas.
El recorrido de los barcos, de los petroleros,
de los plásticos,
de las algas a la deriva.
El hecho ha sido
consumado.
El maestro ha
dejado paso al alumno.
Se vengará en la
distancia de un puño.
Cualquiera de
ellos.
EN BOCA DE TODOS, por Pedro Pastor Sánchez.
Aquel martes no era un día más para Emilio.
Las lluvias torrenciales del fin de semana le convirtieron en el damnificado
del naufragio de su matrimonio. No supo neutralizar los reproches de Estela, la
convivencia les quemó demasiado pronto. No se puede mezclar agua y aceite. Pero
marcharse así no era el estilo de Estela. Cuando volvió del trabajo el lunes,
echó en falta una pequeña maleta y algunas prendas del atiborrado armario. No
había muchas opciones: o se había marchado con su madre, a Benidorm, o seguramente
estaría con su íntima amiga Rosa, poniéndole a caldo. No sería la primera vez.
Tanteadas ambas opciones, no sin tener que aguantar el chaparrón con el
repetido «¿Qué le has hecho esta vez?», empezó a preocuparse por esta fuga sin
destino definido.
Antes de pasar a mayores, prefirió
preguntar a vecinos y conocidos, por si alguien había visto a Estela moverse
por el barrio en alguna dirección determinada. Frente a su domicilio, en el
mercado, trataban de recobrar la normalidad después de los estragos producidos
por el temporal. Filtraciones en la techumbre habían inundado el vestíbulo
principal, afectando, en mayor o menor medida, a los puestos de fruta y
pescado. El recinto ya no tenía la actividad que él recordaba de niño: género
de todas las clases, gentío por doquier, idas y venidas de carritos y bolsas.
Una gran familia de comerciantes que trataban de ganarse la vida.
Al pasar frente a la carnicería de Ignacio,
apretó el paso. Desde el interior, Ignacio le hizo un gesto para que pasara. A
regañadientes, se aproximó. Al abrir la puerta, escuchó la misma expresión que
tanto le exasperaba: «¡Universitario!». Sabía que lo hacía adrede. Se conocían
desde niños. Estela siempre coqueteó con Ignacio, era el gallito del colegio,
fanfarrón y presumido. Mientras, Emilio babeaba cada vez que se cruzaba con
ella en el aula o los pasillos. No sabía qué podía haber visto en aquel zote
con patas, el caso es que durante aquellos últimos cursos de primaria y en el
bachillerato eran uña y carne. Perdieron el contacto los años que Emilio
estudió Bellas Artes en Valencia. Cuando regresó para labrarse un futuro en la
capital, una noche de verbena, prendió la chispa. Ambos habían madurado y,
ahora sí, se darían una oportunidad. Al carnicero no le sentó nada bien, como
es lógico, que viniese el «artistucho», como le llamaba, a arrebatarle su bien
más preciado. Llegaron a volar los puños, incluso amenazas nada veladas. «Mía o
de nadie», llegó a decir el muy bruto. Finalmente, tuvo que aceptar la decisión
de Estela, y las aguas volvieron a su cauce. Pero aquel resquemor siempre quedó
en su memoria.
Se
encontró al matarife limpiando la picadora de carne, cuyas afiladas piezas
estaban esparcidas por el mostrador. Mientras sacaba lustre a las cuchillas,
inquirió:
—¿Dónde vas con esa cara tan larga,
universitario?
—Nada, líos en el curro —le replicó.
—¿En el curro? ¡Ja! Tiene más bien
pinta de bronca con la parienta —le contestó guiñándole un ojo. El cabrón sabía
echar sal a la herida. Pero ya que estaba, tenía que descartar todas las
opciones.
—Ya te gustaría a ti —le espetó con
acritud—. Por cierto, no habrás visto a Estela pasar por aquí, ¿verdad?
—Pues claro, pardillo —y soltó una
sonora carcajada—. ¿O pensabas que era adivino?
—¿Hablaste con ella? ¿Te dijo algo?
—tuvo que tragar orgullo y saliva para preguntar a aquel idiota.
—Claro. Le pregunté si se iba de
viaje, y me mandó a la mierda. ¡Qué carácter!
Se disculpó aduciendo que tenía
prisa. Cuando cerró la puerta del establecimiento, se lo llevaban los demonios.
Lo que le faltaba ahora era tener que aguantar las gilipolleces de un capullo.
Justo enfrente estaba el local de su viejo amigo Arturo, tantos años
compañero de pupitre y sinsabores infantiles. Cuando se jubiló su padre, heredó
el local en el mercado. Pero lo suyo no era servir encurtidos, de hecho
aborrecía las aceitunas, así que puso unos taburetes fuera, adquirió una freidora
y una plancha y se dedicó a poner tapas y vermuts. Mientras hubo clientela, no
le fue mal, el sitio se convirtió en lugar de solaz y encuentro para muchos
vecinos en su trajinar diario. Ahora apenas cubría gastos.
Ante Arturo, con la confianza que les unía, Emilio se derrumbó. Como mejor
pudo, trató de confortar a su amigo, y le ofreció ayuda. Preguntaría con
sutileza a todos sus parroquianos, por si alguien había visto a Estela. Quiso quitarle
hierro al asunto, seguro que antes o después daría señales de vida, era
cuestión de darle tiempo para que se le pasara el enfado.
El jueves, se inició la investigación policial. Tras descartar la desaparición
voluntaria, se centraron en la otra vertiente, la delictiva. Interrogaron a Ignacio,
última persona conocida que había visto a Estela. Por protocolo, y ante la
ausencia de otros testigos, se puso al carnicero bajo vigilancia, aunque en
ningún momento ni su actitud ni movimientos resultaron sospechosos.
El viernes, Emilio volvió a visitar a Arturo, esta vez con la intención
de colocar un cartel con la fotografía de Estela, algunos detalles de su
indumentaria y un teléfono de contacto
en caso de que alguien pudiese aportar algún dato sobre su desaparición. Lo vio
más demacrado y abatido que el último día, por lo que trató de insuflar nuevos ánimos
a su amigo. Le puso un vino y le instó a probar una albóndiga que acababa de
freír. Sin apetito, la probó. Estaba muy jugosa, con carne finamente picada,
sutilmente rebozada y con una pizca de ajo y perejil. Era realmente sabrosa. Tenía
un sabor reconocible, familiar. Inmediatamente le embargó una sensación
extraña, algo que no podía explicar. Preguntó por el origen de aquel producto
tan exquisito. Al escuchar la respuesta, le asaltó un repentino terror, angustia
indescriptible, inquietud abisal. Tras una violenta arcada, escupió el bocado. Se
acordó de una frase que Ignacio repitió una y otra vez desde sus tiempos mozos:
«Estela está para comérsela».
LA MEMORIA DE LA TIERRA, por Fran Ibáñez Gea.
LA BOFETADA, por José Luis Raya.
Hacía tiempo que algo tan banal no copaba todas las
portadas —con la que está cayendo— de todos los noticieros, periódicos, radios
o televisiones de todo el mundo, generando acalorados debates, cuya
argumentación básicamente se reduce, como siempre a derecha o izquierda. Si
estás a favor del bofetón, te has posicionado a la derecha del Dios Padre, si
te posicionas en contra ya estás en la siniestra, con todo lo que ello lleva
implícito. Muchos nos estamos hartando y nos cruzamos de brazos para ver cómo
discuten y discuten sin llegar nunca a un punto de acuerdo. El placer por
discutir y enervarse a muchos ya nos cansa y preferimos oír, aunque sean
estupideces, verdades a medias o los creativos memes, donde todo esto,
amalgamado, constituye una suerte de posverdad
con la que estamos conviviendo día y noche, hasta convertirse todo ello en “El gran teatro del mundo” del genial Calderón de la Barca, donde Dios es el
director que escenifica el orden del mundo como un teatro. Así es, cada uno de
nosotros representamos un papel. El mismo papel que cada actante ha desempeñado
para levantar un espectáculo que estaba en decadencia y de camino —se agradece
hasta cierto punto—desviar la atención de tanto Covid y guerra despiadada que a
todos nos tiene el corazón en un puño, sobre todo cuando alguien pronuncia el
tabú de III Guerra Mundial o ataque nuclear.
Quizás esta anécdota sea un minucia, pero nos está dando
un respiro. Pero, al mismo tiempo que respiramos, deberíamos reflexionar, es
más, no son actos incompatibles.
Somos muchos los que nos desvelábamos con aquella
irrupción de aquella pandemia letal, que supuestamente acabaría con la
Humanidad, y ahora las mascarillas empiezan a brillar por su ausencia en muchos
lares, puesto que el miedo se ha trasladado a un posible ataque nuclear, el
cual, en treinta segundos podría exterminar a Varsovia o Berlín.
Parece como si alguien, ese Creador del gran teatro del
mundo, quisiera mantenernos permanentemente acojonados, puesto que el miedo es
un arma de control. No quiero guiñar, bajo ningún concepto, a esa caterva de
gurús que pululan por las RRSS, Youtube o TikTok —no sé si se escribe así ni me
interesa—y, a su manera, van formando una serie de rebaños que luchan contra
otros rebaños y discuten, incluso, sobre la forma de la Tierra. Por esas mismas
RRSS he visto a jóvenes, y no tan jóvenes, defendiendo acaloradamente la
planicie total de nuestro planeta. Durante la Pandemia, que va variando según
la óptica, —ahora se ha travestido en gripe— un científico aseguraba que
aspirar dióxido de cloro acabaría con el bicho. He de confesar que estuve
tentado. Nunca se pierde nada probando. Pues sí que se pierde. Se pierde
nuestra capacidad para pensar o razonar y nuestra debilidad para seguir a un
santero. También se llenaron cientos de informaciones falsas (memes) puestas en
boca de científicos y filósofos, todos ellos exhibiendo su premio Nobel, que
servían para que los negacionistas esgrimieran sus irrefutables argumentos.
Curiosamente coinciden con los que repudian la guerra y al mismo tiempo
comprenden los motivos de Putin. Y ya,
más de uno, nos derrumbamos ante tanto disparate y tanta estulticia.
Por otro lado, mucha gente está percibiendo que estamos
entrando realmente en un nuevo estado de guerra de información o
desinformación, según se mire.
Muchos nos estamos planteando si estamos siendo informados
objetivamente. Incluso la objetividad se está replanteando, fulminando de un
plumazo ciertos principios y valores universales, empezando por el Bien y el
Mal
El ciudadano medio, formado meridianamente, debería reinformarse y filtrar muchas de las cosas que vemos o escuchamos. No es fácil.
Todo el mundo ha enviado o reenviado, alguna vez, una información falsa. No sé
quién o quiénes están detrás de todo este tinglado de posverdad,
desinformación, memes, verdades a medias u ocultas. Ignoro si el fin consiste
en crear un nuevo mundo distópico donde todos estemos controlados por el miedo,
la cólera hacia algo o alguien y las pesadillas nucleares o víricas.
El mismo aspaviento de la Kidman se debió a la alegría que experimentó al ver a su querida Jessica Chastain y no por ese bofetón
en medio del escenario. Supongo que nos enteraremos que todo sigue siendo un
cuento inventado por grandes actores y que aquella bofetada fue impostada para
acaparar la atención de un show que
se encuentra en horas bajas.
Creemos que nos informamos correctamente y en ello
consiste este mundo incoherente, pues hasta la misma coherencia ya resulta
ambigua. Justificamos la agresión, ya que ha sido motivada por un hiriente
chascarrillo, lo mismo que, a gran escala, muchos justifican la agresión
soviética. El asunto se desnivela porque no ha sido un blanco el que ha
abofeteado, menos mal que son de la misma raza. De repente, el foco se centra
en Jada Pinkett porque ha sido
defendida por su macho-alfa, en tanto ella se ha convertido en una muñeca de
porcelana. De ahí a poner un burka hay un abismo. ¿O no? Las feminazis se
alteran y las feministas también, pero vemos cómo Will Smith se ríe a mandíbula batiente antes de actuar, lo mismo
que Bardem le sigue el rollo,
después de haber seudomencionado a su
muñequita de porcelana. Vivimos en un mundo de grandes machos alfa, sean de
izquierdas o de derechas. No lo estoy aseverando, simplemente lo estoy
interpretando, como este Gran Teatro del Mundo, donde uno ya no sabe lo que es
y lo que no es.
ESPANTO, por Consuelo Jiménez.
DE "LOS SUEÑOS DEL NÁUFRAGO", por Dori Hernández Montalbán.
El silencio se filtra
por el tuétano y la osamenta,
cruza el esqueleto y se aleja.
La herida s
a
n
g
r
a, se quiebra la piedra.
Fronteras, acero y espinos. El desfile,
la gran farsa de las patrias,
metales, almas, flores sesgadas,
la sangre coagulada que revienta,
las madres somos el vientre del mundo,
no queremos serlo sin embargo,
del mal que lo devora.
Desde la sombra, al ansia súbita de la luz,
vamos huyendo los hombres,
en ese ir y venir ¿Cuándo se nos volvieron los ojos
duros como piedras?
PERDIDOS, por Carmen Hernández Montalbán
Hombres isla,
encapsulados en un mar de soledad,
humanidad que pierde la memoria del tacto,
vínculos empobrecidos,
circulando por fibras de vidrio,
embutidos en laberintos de cable.
La vida en una botella,
que la marea arrastrará
hasta la medianía de una playa remota,
una costa deshumanizada
donde la cubra el olvido
como a un Ulises sin retorno.
ODA AL FUEGO, por Aylen Sobrecasas.
Te he sentido
madre y padre,
creación.
Sentido
intenso mundo
y tan fugaz.
¡He querido cuántas veces
tocarte con
los dedos!
He danzado tu
silueta escurridiza.
Me he perdido
en un cuento
o en un canto.
He viajado en
el reposo intermitente.
He tenido en
ti un tiempo sólo mío,
he encontrado
en ti las voces primigenias,
he sentido
allí un abrazo desde siempre.
He visto
alrededor la gente
y el siempre
circular
acontecimiento
de la unión.
¡Te he visto
avanzar tan despiadado!
Te he visto
besar tan sutilmente...
He sentido tu
chasquido y tu silencio
y cada vez
que estás presente
me hundo
dentro.