Esa
mañana el Museo Geominero estaba atestado de público, en su mayoría jovenzuelos
que habían bajado cual manada de varios autobuses en la misma puerta y que,
tras la obligada visita a la galería subterránea de la aneja Escuela de
Ingenieros de Minas, correteaban con cierto descontrol entre los abigarrados
expositores de madera y cristal, en los que marcaban con los dedos sus huellas
dactilares señalando las piezas que previamente habían estudiado en las clases
de ciencias. Habían dejado de ser sólo unos nombres o unas imágenes en una
pantalla para convertirse en objetos tridimensionales, relucientes y llamativos
bajo las luces de las vitrinas.
Aquellas
piedras, perfectamente identificadas con su nombre, clasificación y origen,
eran para Pedro no sólo objeto de interés científico. Su deambular por aquel
edificio singular le traía a la mente un pasado, no muy lejano, cargado de
sentimientos contradictorios. Recordaba aquellas tardes en las que, haciendo
tiempo mientras esperaba a Petra, recorría las galerías superiores de la gran
sala central, y asomado a la barandilla de hierro forjado, contemplaba la
majestuosidad de aquella especie de caja de los tesoros, cuya tapa de cristal
refulgía penetrada por los últimos rayos del ocaso. Llegada la hora de desalojar,
Pedro aprovechaba la connivencia del personal de seguridad para dirigirse a la
zona administrativa. Mientras atravesaba el corredor se escuchaba como armarios
y cajoneras se cerraban, y finalmente la luz tras la puerta acristalada se
extinguía justo un segundo antes de que la esbelta figura de Petra la
franqueara. No podía olvidar esa sonrisa perenne en su boca, ni el sabor
mentolado de sus labios.
En la época
del inicio de su relación, las tardes eran de una actividad frenética, unas
veces iban a ver una película u obra de teatro, otras a dar un errático paseo
por el centro. Tras la cena en cualquier garito, la conversación fluía sin
cesar, se descubrían el uno al otro, abrían su alma ansiando compartir sus
experiencias vitales. Ya no cumplían los cuarenta, por lo que la vida les había
deparado todo tipo de vaivenes, a él un matrimonio roto por ausencia total de
afinidad, y a ella una tormentosa relación a distancia como consecuencia de sus
continuos viajes profesionales. Y era ahora, al menos eso creían, el momento de
encontrar una estabilidad siempre añorada. La velada solía culminar con un
éxtasis de segunda juventud, en el que la música de fondo ya no eran los éxitos
de moda de los ochenta, sino las apacibles notas de Katchaturian o Satie.
De nuevo el
fragor de la chiquillada devolvió a Pedro al presente.
―¿Habéis
visto?. ¡Eso es oro!― exclamó un púber mientras sus ojos centelleaban de
emoción. ―Seguro que esa pepita tan hermosa vale un montón de pasta. Es más
fácil robarla de aquí que de un banco― comentó con sus adláteres guiñándoles un
ojo. A continuación, el pescozón que recibió de parte de su profesor le quitó
todas las ganas de iniciar una temprana carrera criminal.
―Gutiérrez, tu
siempre con tus ideas peregrinas. Venga, muévete y deja que los demás también
podamos ver los metales preciosos.
La idea podía
parecer infantil, efectivamente, pero no era tan descabellado pensar que se
podía violar con facilidad la seguridad de aquellas vetustas vitrinas, aunque
el objetivo no fuera precisamente aquellas piezas de alto valor crematístico,
él tenía en mente otra pieza de valor simbólico. Nuevamente vinieron a su mente
momentos pretéritos, precisamente cuando el destino quiso que coincidiera con
Petra en aquel descansillo de escalera del hospital, la una tratando de apagar
una colilla que mantenía encendida a escondidas, el otro simplemente buscando
algo de aire fresco con el que llenar sus pulmones, tras todo un día metido en
aquella habitación de la planta de nefrología.
―Vaya, me has
pillado―dijo mientras sus mejillas enrojecían. ―No he podido evitarlo, es que
me operan mañana, ¿sabes?, y no llevo muy bien eso de que me hurguen por
dentro.
―No te
preocupes, cada cual lo lleva como puede―le contestó esbozando una sonrisa. ―A
mí también me operan mañana, piedras en el riñón. ¿Y lo tuyo? ―inquirió.
―Lo mío es de
vesícula, por lo visto tengo una cantera entera ahí dentro, y yo sin saberlo―se
puso la mano en el costado derecho mientras hacía una mueca de dolor. ― Me
explicaron no sé qué de que tenía ramificaciones y que la laparoscopia estaba
descartada, que me tenían que abrir y quitarme la vesícula o me arriesgaba a
una peritonitis. Y así, de repente. Hace dos días estaba como una rosa, y ahora
lo mismo tengo una rosa del desierto dentro―soltó una risotada al terminar la
frase. Esa locuacidad ante un desconocido dejó a Pedro desconcertado.
Él también se
rió, aunque Petra se dio cuenta de que no había entendido el chiste.
Inmediatamente sacó su móvil y buscó en la galería. Entre sus cientos de fotos
de todo tipo de formaciones rocosas, encontró la que estaba buscando.
―Esto es una
rosa del desierto― giró su móvil para que pudiera ver la imagen.
―Ah, ya
entiendo. Es muy bonita. Espero que mi piedra sea algo más fea pero con menos
puntas, porque expulsar algo así tiene que doler un rato―el comentario volvió a
hacer batir la mandíbula de Petra.
―Por cierto,
me llamo Petra. ¿Y tú?
―Pedro
―Mira por
donde, Petra y Pedro, dos tipos “rocosos” ―de nuevo volvió a reír cual
chiquilla.
―Veamos,
Pedro, vamos a buscar una piedra apropiada para ti―comenzó a mover el dedo con
agilidad, pasando imágenes a velocidad vertiginosa. ―¡Ésta! ―exclamó.
Ante sí una
imagen realmente espectacular, no sabía que la naturaleza podía esculpir algo
tan bello. Tenía forma similar a un cerebro humano, la parte exterior de un
brillante color naranja, moteado por incrustaciones en varios tonos. En la zona
central, como dibujado en un lienzo por un genial pintor, trazos que corrían
paralelos cubriendo toda la gama de azules.
―Es una pieza
de cuarzo, variedad ágata, que sacamos de una geoda, en un volcán uruguayo.
―¿Sacamos?
―dijo Pedro extrañado.
―Soy geóloga.
―Pues yo soy
camarero, pero ahora estoy haciendo un curso en un taller de cantería. Dado
nuestro nombre y nuestro trabajo, es comprensible esta especial predisposición
por todo lo relacionado con las piedras, sean de exterior o de interior.
Ese comentario
disparó la hilaridad de ambos y fue el principio de una historia de amor que
duraría siete años.
Seis de esos
siete años fueron los mejores de sus vidas. Al haberse encontrado ya en la
madurez habían descartado la idea de tener descendencia, ella al menos nunca lo
había planteado, y él no se creía capacitado para ejercer como padre. Pedro
finalmente encontró un trabajo lejos de la barra de un bar, alejándose de la
vida nocturna y sus sinsabores. Así que disfrutaron a tope de su complicidad y
armonía. Pudo acompañar a Petra en algunos de sus viajes por medio mundo,
descubriendo de su mano rincones, sabores, sensaciones totalmente novedosas. Le
decía a menudo que su vida realmente había comenzado el día que la conoció y
ella le respondía siempre lo mismo, que era
afortunada por haber encontrado a un hombre que le hiciese reír de
nuevo.
El séptimo año
de convivencia, sin embargo, fue el peor. Tras un chequeo rutinario, a Petra le
diagnosticaron un tumor maligno. El mazazo fue terrible para ambos, pero fue
ella la que tiró del carro, y sin venirse abajo, lo primero que hizo fue
utilizar sus contactos y buscar un puesto de trabajo como conservadora del
museo. Así podría afrontar el riguroso tratamiento y, al mismo tiempo,
permanecer activa y cerca de lo que más amaba, sus preciosos minerales. Fueron
muy pocos los días del año los que Petra faltó a su quehacer diario, a pesar
del considerable deterioro físico que sufrió en poco tiempo. Él acudía puntual
a su cita al terminar la jornada, no sin antes enjugar sus lágrimas.
―Hola, amor.
No hacía falta que vinieras―le dijo mientras besaba su mejilla todavía húmeda.
Su extrema delgadez y el llamativo pañuelo en su cabeza le daban un aspecto
juvenil, pero sólo ellos y unos pocos más sabían lo que la corroía las
entrañas.
―Pensé que
podríamos ir a ver aquella exposición que te comenté. Está aquí mismo. Y si te
encuentras con fuerzas, podríamos cenar fuera.
Asintió con la
cabeza, le asió por el brazo y abandonaron el edificio. Mientras caminaban
calle abajo, Petra le comentó:
―Hoy he hecho
una tontería. He dejado un pedazo de mí ahí dentro.
―¿A qué te
refieres? ―preguntó Pedro perplejo.
―Tú sabes lo
que significan mis piedras para mí, son mi vida, además de ti, por supuesto―le
hizo una carantoña―y también sabes que esto mío no tiene buena pinta.
―No digas eso
ni en broma―le espetó enfadado. ―El médico dice que estás respondiendo bien al
tratamiento. Es cuestión de paciencia, todo va a ir bien.
Ella sabía que
Pedro no podía asumir lo que irremediablemente iba a pasar, así que no quiso
contradecirle. Prosiguió:
―Claro, no me
hagas caso, ya sabes que tengo días y días―dulcificó el discurso. ―El caso es
que quería proponerte un juego. Como te decía, he dejado un pedazo de mí ahí dentro,
y quería saber si eres lo suficientemente sagaz como para encontrarlo.
―¿Pero a qué
te refieres?. ¿Alguna foto?. ¿Una de esas piedras tan extrañas que has ido
recogiendo?
―Tendrás que
averiguarlo.
―¿Y cuál es el
premio por averiguarlo?
―Te lo diré cuando
lo encuentres.
De nuevo la
algarabía le devolvía a la penosa realidad. La soledad de los últimos meses y
la amargura de la pérdida de Petra eran un lastre para levantarse de la cama. Y
tan sólo la promesa de encontrar aquel secreto tesoro, escondido entre la
inmensa colección de minerales, le motivaba. Finalmente su empeño obtuvo
recompensa. Cuando se quiere esconder algo, lo mejor es ponerlo a la vista de
todos para que pase inadvertido. Miles de ojos recorrían a diario aquellas
vitrinas y anaqueles, cientos de miradas leían aquellos cartelitos, pero sólo
él podía saber que había algo que no cuadraba, que dentro de la clasificación y
sistemática mineral no había lugar para una pieza tan singular.
Como venía
haciendo últimamente, casi a diario, dejó atrás los expositores de metales,
sulfuros e hidróxidos. Pasó de largo de los haluros y carbonatos, ni se detuvo
en los fosfatos y silicatos. Eso sí, cuando llegó a la altura de los sulfatos,
su mirada se posó, una vez más, en una pequeña piedra, justo al lado de la rosa
del desierto. Era de color marrón oscuro, con unas excrecencias que se
ramificaban en todas direcciones. No era muy llamativa al lado de otras más
coloridas o de mayor tamaño, como la anhidrita o la modesta pero magnifica
muestra de yeso. Lo curioso es que nadie hubiese advertido que ese ejemplar de
“Pétrea hospitalaria” era en realidad una espuria pieza de la colección, tan
sólo una amalgama de sales y colesterol teñidas de bilirrubina, que una vez
habitaron en el interior de su amada Petra, y que vio la luz por primera vez el
día siguiente al de su primer encuentro, siendo su procedencia más quirúrgica
que ígnea.
Se acercaba la
fecha de un nuevo inventario, y Pedro no podía arriesgarse a que el nuevo
responsable del Museo se diese cuenta y le privara de su botín. Era sólo
cuestión de un poco más de paciencia, aquellos inquietos adolescentes
centrarían la atención del personal, momento que aprovecharía para ganar la
apuesta. Amargo premio el suyo.