La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 14 de marzo de 2018

HEBRA. Revista literaria. nº 2. marzo 2018


ISSN 2605-0854




SUMARIO

Jurado: Fernando Yélamos (médico y poeta)


POESÍA













RELATO


















RECOGIMIENTO, por Consuelo Jiménez Martín.




Me quedé sin palabras...
Aquel mediodía los huesos arrastraban lluvia.
El invierno rodaba por la cuesta de un pasillo en declive.
Atrapado mi tiempo en todas tus mediodías,
la oscuridad se hacía dueña de mis ojos, 
fijos en el ayer, no abandonaban tus órbitas.
Abatido mi cenit, quebrada la anciana lámpara,
me quedé sin palabras,
al mismo tiempo que imploraba eternidad.
Crujió mi corazón enraizado a tus huellas,
un desierto de palabras habitaba el olvido,
engendro de los versos de un poema sin cierre, tu vida.



MEJOR VIDA, por Lourdes Paez Morales




Me quedé sin palabras... Me vi allí, fuera de mi propio cuerpo, con la boca abierta… Así. Tal cual. Así fue como me amortajaron. Como ya había pasado varias veces en mi familia -cuando murió mi abuela, con mi tía Marcela… mi padre…-, había dejado dicho a los que me sobreviviesen que aprovecharan y me colocaran una moneda en la lengua, como si el mismísimo Caronte fuese a llevarme al otro lado de la laguna Estigia. Nunca me fie de los enfermeros… Tampoco debí fiarme de mis sobrinos… Me pusieron una moneda de chocolate… Lo mismo es por eso por lo que estoy tan bien en este lado.

DOMINGO, por Tomás Sánchez Rubio.


Me quedé sin palabras. De nuevo me quedé sin palabras, bloqueada mentalmente, más cansada que nunca... Como cada domingo por la mañana, sacada a la fuerza del sueño, no supe qué responder ante tu habitual sarta de gritos y reproches sin sentido. Al principio intentaba disculparme, tranquilizarte como fuera... Que no se despierten los niños, por favor... Luego, llegó un momento en que ya no me importaba que se enteraran los niños, los vecinos. Todos se acabaron acostumbrando... Simplemente me quedaba quieta, sin mirarte siquiera, sentada a los pies de la cama.
Por la tarde, tras una espesa siesta, más tranquilo, te ibas al partido con los amigos, o bien al bar a verlo en la televisión. Risas. Qué buena persona... Por la noche, al acostarnos, me solías decir “no pasa nada...” Abrazos, besos con sabor a alcohol y tabaco.
Sin embargo, ese domingo me dije que sería la última vez.
Aquel frío día de enero, te desperté yo antes de que me despertaras a mí a voces. Era más temprano que de costumbre... Fuiste tú, amor mío, quien se quedó entonces sin palabras… No ocurre nada, cariño... Pasará pronto… Y todo fue más rápido de lo que esperaba...

Por fin reinó la paz en casa un domingo por la mañana.

EL ARCOIRIS, por Elena Leyva Miranda.


   


   Me quede sin palabras...Cuando después de unos días de lluvia, vi un sol radiante, que salía con fuerza para acariciar al mundo. Vi también un arcoíris, algo maravilloso; con sus lindos colores que reflejaban luz y belleza.
Me sentí como una niña, que en su inocencia, quiso llegar hasta allí, y... tocar sus colores.
  Eche a correr, como si tuviese alas, llegue hasta un extremo y... toque sus colores. No me cegaban, ni me quemaban, entonces quise subir, como por un puente mágico, que es lo que parecía, fui trepándolo hasta llegar en medio ¡qué maravilla! Todo se divisaba, desde allí, mucho más hermoso, me sentía feliz. 
  ¡Era algo tan distinto, a todo lo que tenía visto! Me senté sobre sus colores, entonces vi mariposas, las más bonitas que jamás había visto y revoloteaban a mi alrededor Lindas flores, que caían sobre el Arcoíris , que daban un perfume especial.
 Me quedé sin palabras...al contemplar tanta maravilla. Pero ya, decidí bajar al otro extremo, bajé suavemente, sin miedo, con pena de dejar ese lugar tan lindo, donde no quería que pasara el tiempo. Pero de pronto, abrí los ojos , y me desperté en mi cama. Todo había sido un bonito sueño, que me dejo sin palabras.

NEGOCIO FAMILIAR, por Gloria Acosta.





Me quedé sin palabras. El pedido del señor Aleixandre era mi último albarán. Temí por el futuro del negocio y me pregunté qué habría hecho mi padre en tales circunstancias, pero él ya no estaba y la responsabilidad adquirida  empezaba a agobiarme.
—Observa bien Sebas, cuando yo falte te espera un especial cometido.
Esas palabras se las escuché por primera vez cuando volví a casa con doce años desde la colonia de Santa Coloma de Farnés sin comprender qué era eso tan especial que me esperaba.  Ahora, un año  después de su muerte, vislumbro al fin el sentido a aquella frase.
El negocio funcionó bien desde  sus comienzos quizá por lo novedoso. Mi padre valoraba a diario el empeño del abuelo en sacarlo adelante pese al peligro que supuso en sus últimos años de vida.
—Fue por eso que se lo llevaron aquella noche—me confesó tiempo después.
En el momento en que mi padre se hizo cargo presentí que el siguiente Sebastián que lo continuara sería yo.
 Seis años después  de que se llevaran a mi abuelo mi padre reabrió la tienda en los bajos de la casa familiar.
A mi regreso a Madrid las tardes las dedicaba a ayudarle a ordenar y clasificar las estanterías mientras él me contaba historias acaecidas dentro de aquellas paredes que mi mente infantil no alcanzaba a discernir. A menudo me mostraba fotografías que guardó el abuelo con mucho celo. En unas se le veía acompañado de otros jóvenes y en las demás se trataba de señores con aspecto circunspecto sujetando un libro o en actitud de estar escribiendo. Algunas fotografías de mujer también salieron de aquella caja, aunque eran las menos. Todas estaban firmadas y se intuía  una dedicatoria. Conservaba también una libreta de tapas duras donde había apuntado nombres  junto a los pedidos y las pesetas o céntimos que cobraba por ellos, o bien acompañados de la palabra fiado. En otros constaba el trueque por algún producto alimenticio, por algún libro o cuartillas sueltas de poemas y otros escritos.
—Pasaron muchos por aquí, venían de toda España porque tu abuelo tenía las mejores.
Yo no entendía por qué las del abuelo eran mejores que otras, lo comprendí mucho después cuando recuperé de la trampilla del armario aquel cuaderno.
Los días previos a la reapertura del negocio mi padre se encerraba a escribir cartas en una pequeña sala de la casa, luego me pedía que lo acompañara al correo. Pasaba horas esperando al cartero tras la ventana y cuando llegaba correspondencia sonreía agitando aquel  sobre cerrado con papel engomado.
—Otro que confirma mi petición de exclusividad— le decía a mi madre, y guardaba la carta en el hueco del fondo del armario donde no me estaba permitido meter la mano.
En cuanto mi padre recogió la autorización en la calle Serrano 71 la puerta del negoció se abrió al público. Al principio las ventas eran escasas porque el dinero, según decía mi madre, no estaba para florituras sino para leche y huevos. Se plantaba frente a mi padre con la cartilla de racionamiento y lo llamaba romántico trasnochado. Él siempre tenía la capacidad de tranquilizarla.
—Pero mujer, no te quejes  que la nuestra es de primera.
Algunas  noches les oía discutir desde mi habitación, sin colegir en mi inocencia el alcance de sus miedos. Mi padre objetaba a cada advertencia de mi madre y prometía no vender libros como el abuelo, sólo palabras, y que le daba igual si venían  a comprar o a vender los rojos o los que usaban sombrero, como rezaba en el anuncio del escaparate de la sombrerería Brave de la calle Montera. Luego, en una agitación sudorosa, yo soñaba con personas vestidas de rojo perseguidas por señores con grandes sombreros que alzaban sus bastones intentando alcanzarlas .
Cuando mi madre veía perdida la batalla lanzaba su último argumento.
—Ni se te ocurra pensar que voy a dejar que Sebas te ayude, tiene que aplicarse en su bachillerato.
Pero nada impidió que las tardes de mis años juveniles sirvieran para intuir el funcionamiento de esos universos que los libros llevan en su interior. Llegué a pensar que mi padre era un mago enviando chisteras de donde salían largas cadenas de palabras que tocadas por las plumas de aquellos señores se ordenaban y engarzaban unas tras otras sobre interminables hojas en blanco.
  Las personas que pasaban por la tienda no siempre venían a comprar. El hambre de aquellos años obligó a muchos caballeros de buen porte a vender lotes enteros, otras veces las dejaban en empeño una temporada y cuando fallaban las provisiones me pedía que le esperara en la tienda hasta su regreso del mercado negro. Por aquella época me parecía que todas las palabras pronunciadas en voz baja  iban acompañadas de un color.
Mi padre me explicaba que las de los señores de corbata y abrigo de paño debíamos adquirirlas a cincuenta duros y venderlas  por doscientos dada su categoría y prestancia. Yo no concebía que esas palabras  fueran más valiosas que las de los clientes de boina y alpargata, por eso  me alegraba cuando alguno salía con un buen fajo sin pagar nada.
—Estas se las pongo de regalo—. Y me guiñaba el ojo sellando nuestra secreta complicidad frente a las preguntas que luego hacía mi madre.
Recuerdo una mañana, al mes de abrir la tienda, que llegó muy temprano una señora vestida de negro. Mi padre le besó la mano y le dio el pésame; la hizo pasar al fondo y sacó un paquete  del interior del baúl del abuelo. Alcancé a ver el nombre de Miguel Hernández en el papel de estraza donde estaba envuelto. La señora agradeció  que  lo hubiera guardado durante tantos años. Al despedirse creo recordar que mi padre le pidió que fuera con cuidado.
Años después ordené en mi mente el relato de  aquellos acontecimientos que se sucedían en mi párvula presencia.
Los tiempos que se sucedieron, a medida que la economía iba mejorando en la ciudad, consolidaron la fama del negocio familiar y pronto  llegaron pedidos del extranjero. Ampliamos la tienda comprando el local colindante y se contrató a un ayudante para el reparto  y envíos por correo. Yo solo podía ayudarle los sábados ya que mis estudios de Filosofía y Letras se adueñaban de mi tiempo. Los pedidos se acumulaban y mi padre se volvió muy exigente conmigo. Me recalcaba el gran compromiso que habíamos adquirido con  Don Camilo o con el señor Ferlosio entre otros y que no admitían demoras.
 Una mañana entró en casa saltando de alegría.
—¡ El Nobel, le han  dado el Nobel ! — y me mostró la carta.
La firma de don Juan R. Jiménez en aquel extenso agradecimiento por  las palabras que le habíamos vendido los últimos años me hizo entender al fin la trascendencia de la empresa que se traía entre manos mi familia desde la época del abuelo Sebastián.
Cuando murió mi padre, dieciséis años después, supe al fin cuál era mi especial cometido y a los cuarenta y tres años abandoné mi trabajo de profesor en la Universidad.
Sobre el dintel de la vieja puerta colgué el cartel: “Negocio familiar desde 1896”.


CÉFIRO, por Isabel Rezmo.




Me quedé sin palabras
al comienzo de esta
incontinencia, que desata
las mieles en un jardín
maltrecho de espinas.

Me quedé a la deriva de este sabor
incierto, con el membrillo adosado
a la duermevela,
la fragancia de una orquídea desteñida,
el súbito aliño de una raíz sin tierra.

Las palabras sucumbieron al  desierto
que opera debajo de los labios.

La lengua que crece como puñales lascivos.

La odisea de un submarino naufragando en los
costados de la mentira.

Yo sin saberlo, soy dueña del cántaro partido.

OTRA CLASE DE AMOR, por Marian Orruño Touzón.


  
 Me quedé sin palabras la primera vez que pasé por delante de aquella tienda. Y seguí pasando cada día y mi caminar se hizo lento, cuidadoso, temiendo no elevar algún sonido, un movimiento que delatase mi presencia. Temía llamar la atención. Pasaba y sin apenas girar la cabeza mis ojos casi saltaban de sus órbitas mirándolo y volvía a pasar discretamente y repetía el movimiento. Y esta vez distinguía su pelo frondoso y dorado, sus ojos grandes, vivos y juguetones, su color, el color de sus ojos no podía precisarlo, me confundía, unas veces avellana, otras pareciendo negros, quizá en otro momento, tal vez mañana podría definirlos acercándome algo más a él.
   Nunca me atreví a mirar las cosas de frente, a enfrentarlas con valentía, sin el miedo impreso en mí. Nunca intenté desear algo que pudiese ser censurado por ella y eso, seguro, lo pasaría por su estrecho tamiz, le escandalizaría sobradamente.
 Cualquiera de mis deseos, hasta el más pequeño, lo censura, lo estrangulaba, lo aplasta sin compasión antes de poder ver la luz y ese lo hallará incalificable.
  No quería pensar en ella, su mujer desde hacía años, demasiados. Y tampoco podía explicarse cómo pudo ser… Su mente se negaba a hallar la razón por más que lo intentara. Rotundamente no la quería. Nunca, que él  recordase, la quiso. Por qué, se preguntaba, llegó a esa situación por qué dijo “sí” con voz clara aquel día lluvioso y frío en el que aquella noche hicieron el amor apresuradamente, sin hablar, sin una palabra de amor y aún después, mucho tiempo después, siguieron sin decirse nada.
  Jamás tuvieron lo más mínimo en común. Ni tampoco se explicaba, en todos los años pasados con ella, por qué alguna vez no dijo basta. Querría tener el suficiente valor para poder decirle: "nunca te amé" y ser él mismo, expresar ese “yo” que llevaba dentro y que ella desconocía.
  Sentado en aquel viejo banco pintado de verde que hacía años puso el Ayuntamiento,  imaginaba que el mundo podría cambiar, hacerse más humano, aceptando a cada cual  como era. Pero qué suposición estúpida estaba haciendo, la de un loco sin razonamiento. ¡El mundo sería infinitamente peor haciéndolo más humano! Tendría que deshumanizarse, deshumanizarse para volver a componerse de otra manera, mucho más racional de lo que era ahora. Y cómo, no podía imaginarlo; diferente, otra clase de seres, tal vez semejantes a los llamados animales racionales que ahora existían, sin embargo no estos, sino otros que no tuviesen  que ver con los de ahora.
 Le parecía llevar media vida frente a aquella tienda, observándola y no hacía siquiera tres meses que pasaba a diario por delante de ella para mirarlo unos instantes, el tiempo justo para que nadie lo identificase, ni dijese: ¡mira ese estúpido viejo, pasando sin cesar por el mismo lugar, qué intentará…, qué razón habrá!
  Unos meses, tan sólo unos meses, algo menos de tres, que se sentaba en aquel banco que puso el Ayuntamiento entre dos calles convergentes junto a una fuente. Un lugar concurrido, la gente iba de un lado a otro y aunque desde donde estaba no consiguiese verlo, lo sentía próximo. Y se estremecía de sólo pensarlo, imaginando que alguna vez podría ser suyo. Se preguntaba si aquello sería la tan cacareada felicidad. Ese estado del que tanto oía hablar y tan divergente de la tristeza.
 El tiempo transcurría deprisa y no podía permitírselo. Tendría que decidirse, arriesgarse, dar el paso definitivo. Podría volver mañana y ya no verlo. ¡No volverlo a ver jamás! Hasta podría verlo pasar junto a alguien desconocido mientras, él, estúpido,  permanecía sentado en aquel banco sin poder hacer absolutamente nada por detenerlo. Y sobre cualquier otro razonamiento, no tenia años para esperar en un viejo banco pintado de verde, dicho mejor, sí tenía años, muchos, demasiados para ver pasar la única ilusión que durante todos aquellos años se permitiera. Una decisión que le afectaría para el resto de años que le quedasen, lo sabía.
  Entraría en aquella tienda, pese a su mujer, a su desprecio extraviado por cualquier animal, pese a todo lo aconsejable, a todo orden establecido por ella. Pagaría lo que fuese por aquel Golden Retriever que deseaba desde hacía casi tres meses y desde toda su vida…, desde la primera vez que vio uno trotar torpe por la calle, torpe y esponjoso. Éste llevaba tiempo, demasiado humedeciendo con su sonrosada lengua el cristal del escaparate donde se vendía. Lo vio crecer allí metido como un espécimen peligroso entre cuatro paredes traslúcidas. Compraría allí mismo, en la misma tienda, un collar que rodease su cuello ya robusto y aquella correa que ocultó a su mujer, aquella correa que llevaba años comprada y escondida en la profundidad de su armario, serviría ahora para llevarlo sujeto hasta su casa, pasase lo que pasase, pese a su edad y a ella y hasta que la muerte de cualquiera de ellos dos los separase…

ME QUEDÉ SIN PALABRAS, por Lucía Nieto Oliver.



Me quedé sin palabras
al ver como de tus sonrisas
yo me alimentaba.

Cuando vi tu sonrisa
y supe que de amor
se puede ser muy feliz.

Cuando en tus abrazos
llevas el calor de mi aroma a café recién hecho.

Me quedé sin palabras
como esa mujer enamorada
ésa mujer que supo que te amaría 
eternamente.

LÁGRIMAS DE SAL, por Yolanda de las Heras.




Me quedé sin palabras…Es difícil volver a encontrarse con quién te dio la vida y te la arrebató…
Siempre tuve celos del mar. Envidiaba como acariciabas el agua espumosa de la orilla cuando paseabas de mi mano. Necesitabas sentir su humedad, su tacto… Te incorporabas e inspirabas profundamente, con los ojos cerrados. Estirabas tu mano, ahí me tenías. Me abrazabas fuerte, muy fuerte. Era como un ritual en nuestros paseos por la playa…
Ser marinero era duro. También lo era ser la mujer de uno. La vida en un pueblo pesquero no alcanzaba a muchas oportunidades fuera del mar. El mar era el alba y el ocaso. El más poderoso y el más ruin.
El pantalán siempre fue nuestro punto de encuentro. Te encantaba mi espera en nuestro lugar mágico. Allí, mientras  el viento ondeaba mis cabellos, acudía a tu encuentro. Escribía tu nombre en la arena de la playa y recogía conchas para ponerlas en las macetas que decorarían las plantas. El estómago se me hacía trizas hasta que aparecía la proa del “Travieso” entre las brumas del horizonte. A tu llegada, corrías a elevarme por los aires, como a una niña. Un abrazo culminaba el dolor de tu ausencia que volvería a aparecer en el mismo lugar donde desaparecía. Era cuestión de unos días.
Necesitabas volver a sentir el ruido del oleaje rompiendo sobre su casco. Paseabas cada día a visitar al “Travieso” porque para ti era más que un barco. Te bastaba ver como estaba para tornar con una intensa tranquilidad a casa. Era una ley diaria. Pronto ansiabas ésa salitre sobre tu cara. Saborear intensamente la brisa que acariciaba las olas del océano. Tal vez fuera adicción a la profundidad de las inmensidades, donde el sol juega a esconderse tras los garabatos que dibuja el horizonte.
Los días del calendario caían tan pronto como las veces que sentía que te echaba de menos. Una vez más partías hacia donde nacía mi dolor. Al lugar donde mis lágrimas colaboraban a engrandecer más las humedades.
Cada tarde iba a tu encuentro. Aunque sabía que no estabas, repetía tus acciones. Era una forma de unirme a ti. Me agachaba en la orilla, con el cuidado justo para no mojarme y te tocaba. Acariciaba el agua decorada con puntilla que se acercaba a mis pies desnudos. Te sentía; te olía, inclusocasi podía palparte. A veces fantaseaba que veía asomarse la proa de un barco en el que aparecías tú. Procuraba que su duración fuera corta, ya que la realidad me asomaba enseguida y me advertía del ensueño. Por un instante me sentía feliz.
Nunca sentí más la longevidad del tiempo. La espera era interminable. Sabía en qué momento llegarías a puerto. Mi cara miraba hacia poniente a tu regreso. Mis manos ansiaban tu piel. Mis labios, tu tacto.
Mis pies, eran como el cemento. Recuerdo cerrarme la chaqueta enredando cada botón entre los ojales. Hasta el frío estaba en mi contra. Perpetuo fue el instante en que una mano tocó mi hombro. Una mano temblorosa hizo que girara mi cuerpo. Una cara desencajada, que no atendía a mis palabras, me abrazaba. No fue necesario nada más. Las lágrimas de los marineros suelen ser como arpones. Certeros en su objetivo. No hizo falta nada más, ni una palabra más.
Caí al suelo. No sabía qué hacer. Quería salir corriendo, en tu búsqueda. Quería hundirme contigo, en la inmensidad de los mares….

Ha pasado un año. Una dura época. No he sido capaz de venir a reencontrarme contigo. He conseguido hacerme a la idea de tu ausencia. Sé dónde encontrarte. En el mismo lugar donde te había esperado tantas y tantas veces…Hoy vuelve a ser una de ellas. Aquí te espero. Y volveré a tocar tus labios. Si toco el agua del mar, te toco a ti. Es poco, pero algo me consuela. No me queda nada más que eso. Nuevamente, me encuentro celosa del mar. Es difícil volver a encontrarse  con quién te dio la vida y te la arrebató.


AL OTRO LADO, por Antonio Morillas Jiménez.



Me quedé sin palabras cuando bien entrada la tarde llegué a la pensión y, después de asearme, me dispuse a redactar el informe sobre la conferencia La modernidad y el mundo rural a la que asistí por la mañana. Desde el otro lado de la pared, que se me antojó de papel, llegó hasta mis oídos un grito en forma de ¡NO! desesperado, seguido del llanto de una chica que imaginé adolescente: 
- ¡Mamá, no quiero morir!  -dijo la misma voz temblorosa. 
Aquellas palabras pusieron en alerta mis sentidos y acerqué el oído a la pared. Aparté el portátil a un lado, encendí un cigarrillo. 
- No, hija mía, no vas a morir -contestó otra voz cálida, que intentaba calmar la desesperación de la más joven-. Hemos venido a Madrid porque aquí están los mejores especialistas, nada más. 
-  Pero si mi enfermedad no fuese grave me habrían curado en nuestra ciudad.
- Sí, pero queremos tener una segunda opinión que corrobore el diagnóstico y el tratamiento, solo para asegurarnos, hija mía -dijo la madre, ahora con voz firme que fue pausando poco a poco hasta hacerse casi un susurro.
La chica seguía llorando y la voz adulta le advirtió de que si seguía así iba a conseguir que llorase ella también y entonces se ahogarían las dos en un mar de lágrimas. La chica se sonó la nariz.  
- Cálmate, hija, confía en mamá. Todo va a salir bien. 
Se hizo el silencio e intenté proseguir con mi informe, pero no era capaz de concentrarme. “Pobre chica”, pensé, y me pregunté cuál sería la grave enfermedad que la aquejaba. 
Al cabo de un rato, durante el cual solo se escuchaban suspiros, como epílogo de un llanto amargo, la madre, con la voz de quién quiere aparentar normalidad, cambió de tema: 
- ¿Te ha gustado el Museo Sorolla? -preguntó. 
- Sí, es muy acogedor -dijo la niña con desgana. 
- ¿Y qué cuadro es el que más te ha gustado?
- Es difícil decir solo uno. Quizás el de la madre con el hijo recién nacido en la cama blanca -respondió.
- En la tienda estaba la litografía, ¿te gustaría que la comprásemos? 
- No, he visitado el Museo, es suficiente. Bastantes gastos tenéis conmigo. 
-  No digas tonterías. 
Después de una pausa, continuó la chica: 
-  Además, ¿has visto el precio de las litografías? 
- Es igual, por ti daría la vida si fuese necesario –respondió la madre ahogándose la última palabra en la garganta.
- ¡No me quiero morir, mamá! -volvió a repetir sollozando.
Las palabras de consuelo de la madre surtieron efecto y pareció que se calmaba. 

Había caído la noche. Las imaginé dormidas, abrazadas, la madre tragándose su amargura, y un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar en el vuelco que daría mi vida si alguno de mis hijos tuviese una grave enfermedad. ¡Qué afortunado soy!, pensé.
Retomé el ordenador y en Internet comprobé el precio de la litografía que tanto le gustaba, MADRE, lo tituló el pintor, con el que celebraba el nacimiento de su última hija, Elena. En el lienzo, de grandes dimensiones, y entre una variedad de blancos en paredes, almohada y colcha, destacan solamente la cabeza del bebé y la de su madre, Clotilde. ¡Qué barbaridad!, me dije.

Al día siguiente, a primera hora y antes de regresar a mi ciudad, me acerqué al Museo y compré la copia. Volví a la pensión para dejar en recepción el cuadro, enrollado, para la chica de la habitación contigua, con una nota en la que le deseaba toda la suerte del mundo y toda la fuerza necesaria para seguir luchando.  

LA VISIÓN MÁS HERMOSA, por Isabel Pérez Aranda.






Me quede sin palabras
cuando la vi junto a la orilla lavando,
asentando sus rodillas sobre guijarros
desnudos, su cuerpo en genuflexión
emitía cierta sensualidad evanescente,
con su desenvoltura y naturalidad
desencadenaba sin querer, ser observada,
su curvatura lumbar se agitaba al compas del movimiento,
emitiendo gradualmente ondas en la vereda fluvial,
hasta los gorriones picaban los círculos concéntricos
en que se habían convertido las aguas claras.
Frotaba sin descanso en desenfrenado contoneo,
su nalgas sinuosas y perfectas,
volvían las miradas a cuantos la divisaban,
era sin lugar a dudas la visión mas hermosa.


FRACTAL DE LA MEMORIA, Dori Hernández Montalbán.




Me quedé sin palabras, sorda de tan sola ante la nieve. La nieve, gigantesco nido de agua que esparce el viento. Miro cómo nieva tras los cristales de la ventana. Caen grandes copos, suaves plumones mojados que se diluyen al tocar tierra. Fijos los ojos en la nada blanca del cielo. Siempre la nieve. Siempre la nieve cayendo en fractales de perfecta geometría. Cae, cae dulcemente arrastrando su mojado vestido por los campos. Y una niña pequeña vuelve a caminar asida de la mano. Dos figuras insignificantes en un mar de nieve. Doblan las campanas en el recuerdo. Me desconcierta aquella niña que fui un día. Puedo ver la hilera imborrable de sus huellas, semejantes a las de un animalillo salvaje que huyera del frío.
Nieva, nieva, sigue nevando y la niña que fui un día vuelve a caminar por el campo nevado de la infancia. Vuelve la vista atrás, quiere volver a su casa, pero la mujer que la lleva cogida de la mano no la deja. Se va alejando cada vez más de una casita blanca donde su madre plancha ropa y prepara una maleta de emigrante. Las ropas planchadas flotan en danza aérea, una camisa blanca se posa a cámara lenta, perfectamente doblada en el rectángulo de la vieja maleta. La camisa es un cisne moribundo y diciembre, una ballena asesina que da sus últimos coletazos. Veintisiete de diciembre y oscurecía. La casita se alumbra con una pobre bombilla amarilla. Aún hoy puedo escuchar cómo llaman a la puerta, mi madre abre y el al reloj se le descuelgan de golpe los minutos hasta caer al suelo, pesados como plomo. Se para el tiempo por un instante. Nada escuchamos los niños sino murmullos. Los de afuera hablan muy bajito para que nada podamos oír, pero mi madre tapa su rostro para ahogar un grito. Malas noticias. Por el resquicio que deja la puerta entreabierta se puede ver una higuera cubierta de escarcha. Después, una mano amiga me lleva a casa de la madrina, la reina de las palomas mensajeras. La reina de las palomas mensajeras era una mujer pequeña y pechugona que reparte cartas en la aldea. Carmen, la de Ventura: un gigante bondadoso de ojos verdes y boina calada hasta las cejas. Las palomas, resguardadas del frío, ríen, ríen y un hilito de sangre mana de sus picos rosáceos.
El pueblo amaneció sepultado en nieve, la noria del molino congelada, los pinos ateridos y combados por el peso de la nieve. Un ave fría se miraba en el espejo helado de la charca. El agua chorrea congelada de las tejas. Había muerto mi padre: un joven idealista que soñaba con el porvenir y el porvenir no llegaba.
Volver sobre nuestros pasos no es posible porque, invierno tras invierno, vuelve la nieve a recordarnos lo que fuimos antaño: frágiles criaturas a la intemperie huyendo siempre de la inclemencia del frío y de la muerte.

ME QUEDÉ SIN PALABRAS, por Josefina Martos Peregrín (Ganadora)



Me quedé sin palabras,
Se me fueron cayendo por el camino
a través de los agujeros del corazón.

Porque mi corazón era un cesto
colmado de palabras
nacidas para ti.

Pero las perdí todas
antes de encontrarte.

Tanto miedo por tanto que decirte
y cuando al fin te hallé
supe que sobraba hablar de amor,
que tan solo debía regalarte mi silencio
y escuchar el tuyo.