La Oruga Azul.
viernes, 30 de julio de 2021
A COLORES, de Carmen Hernández Rey.
jueves, 29 de julio de 2021
ABSOLEM (Revista electrónica), Núm. 57, 30 de julio de 2021 "LGTB".
Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", laorugazul2013@gmail.comISSN: 2340-8634
SUMARIO
ENTREVISTA:
POESÍA:
RELATO:
MIEDOS, por Tomás Sánchez Rubio
Nos conocimos en la clase de 6º. Seguimos juntas el resto del colegio, aquel colegio donde aprendimos ─como algo básico─ que a las niñas nos estaba reservado como color exclusivo el rosa. Ese color ha impregnado mi existencia desde que tengo memoria: incluso los azulejos que llegaban al techo de los servicios, todos tan iguales, tan rectangulares, tan limpios… tan rosas. Los mismos servicios donde Mercedes me besó por primera vez, a escondidas, apartadas ambas de la gente como dos exiliadas en su propio mundo. Mi familia no quiso nunca reconocer que esa amistad iba más allá: el miedo no los dejaba comprender, aceptar. Pero así transcurría nuestro día a día: descubriendo con naturalidad nuestro propio cuerpo al revelarnos la una a la otra, sabiendo o deseando saber que nadie sería nunca dueño del destino de ninguna de las dos. También nos leíamos mutuamente las cosas que escribíamos: ella, sus versos que hablaban de lágrimas sin motivo, esperanzas que se cumplían, de ramilletes y besos...; yo, mis cuentos de finales extraños, historias sin príncipes aguerridos ni hadas que concedieran deseos.
Cuando estábamos juntas, éramos más libres que todos cuantos nos rodeaban. Al menos así lo sentíamos entonces.
Un verano nuestros padres acabaron por considerar aquella relación perjudicial para todos. Yo la llamaba por teléfono, pero ella nunca se ponía y parecía estar siempre “en casa de los abuelos”. En cuanto a mí, mamá insistía ─aún no sé bien por qué─ en no dejarme salir sola a la calle. Eran tiempos de ventanas entornadas y visillos, de miradas obtusas y hostiles tras las celosías, de sonrisas disimuladas y despreciativas a nuestro paso.
No hubo despedidas.
Tras demasiados años y unas cuantas vidas, hace poco he vuelto a ver a Mercedes en una red social. Di por casualidad con ella… Según he visto en su foto de “perfil”, no ha cambiado excesivamente: la misma triste mirada, su sonrisa inacabada; en las manos sostiene aquel libro de poemas que una vez le regalé por su cumpleaños. Lo reconocí al instante. No menciona su estado ni aparecen fotos de hijos. Antes de “solicitar amistad”, le he mandado un mensaje privado. Ha tardado tres días en responder, pero finalmente lo ha hecho.
Tengo miedo a abrirlo…
HABLANDO DE LETRAS CON ANGELO NESTORE
1. ¿Cuándo empezó su andadura poética?
Mi camino
poético arrancó hace unos cinco años y fue gracias a mi experiencia como
traductora al italiano del libro de poemas Cuánto dura cuanto (El
Gaviero) de María Eloy-García. La experiencia de traducción, que siempre vivo
de una forma cercana a la interpretación teatral, abrió un espectro de
expresión artística que antes desconocía, puesto que me dedicaba esencialmente
al teatro experimental.
1. Suele mezclar los géneros dramático y
poético en distinto proyectos artísticos ¿Cree que la poesía debe ser puesta en
escena?
No necesariamente. Simplemente prefiero abordar lo poético desde un territorio híbrido en el cual me siento más cómoda, teniendo en cuenta que siempre trabajo desde un espacio de transición (identitaria, geo-política y lingüística). Eso me ha ayudado a enfrentarme al poema desde otros lugares, cuestionando no solo lo que he ido construyendo en mi mente como “poesía” sino también cuestionándome a mí misma.
Háblenos de “Adán o nada. Un drama transgénero”.
Adán o nada es mi primer proyecto poético que se ha cristalizado en un libro. Se define como transgénero no solo por la apuesta identitaria que se propone sino también porque está pensado como un híbrido entre poesía y teatro, al ofrecer una estructura narrativa teatral con dos protagonistas, padre e hijo desde la mirada del niño.
¿Qué es ser un poeta Queer?
Más que un poeta queer (etiqueta que se me ha asignado a posteriori) diría que intento abordar lo poético desde una perspectiva queer, es decir, intentando poner de manifiesto las estrategias de poder que perpetúan una relación de opresión hacia ciertos cuerpos. Se trata de identidades que rompen cualquier fantasía dentro de la heteronorma y reciben la violencia de la voz del padre que les dice tajante “no amarás”.
Nombre tres poetas a los que admire y diga por qué.
María Eloy-García, Erika Martínez y Rosa Berbel son para mí tres de las poetas que más han influido en mi forma de entender lo poético y leerlas siempre me enriquece.
¿Podría escribir un poema con estas tres palabras: herida, flor, romper? Compártalo con nosotros.
No consigo escribir por encargo, es decir, mi creación poética está
limitada al imaginario que construyo para vehicular una idea o sentimiento que
tengo en la mente en un momento concreto. Es poesía de aquí y ahora.
Muchas gracias por su atención y amabilidad.
CHUECA, por F. Javier Franco.
A Samuel, aunque este poema fuese escrito con anterioridad a la tragedia.
Y, en general, a todos los que han luchado en defensa de unos derechos
fundamentales e inalienables, que, precisamente por ello, necesitan ser
enaltecidos –al menos– una vez cada año.
No mires con quien voy del brazo en Chueca,
no te asombres de a quien bebo mis besos,
no te pares en fútiles sucesos,
que labio en labio por amar no peca.
No me descubras al gritar «¡eureka!»,
porque están descubiertos y aun ilesos
mis sentimientos ya, estos procesos
no son de oscuridad de discoteca.
¿Son amores anfibios?... Calenturas
que quizá se tatuaron en la mente.
Somos aventureros, hay aventuras
con que nacimos en el inconsciente,
qué importa quién, cómo, si maduras
están las frutas del amor valiente.
LA PAPISA, por Carmen Hernández Montalbán.
Johan Gerbert lloraba amargamente. La
naturaleza le había sido esquiva durante toda su vida, pues era un varón en un
cuerpo de mujer. Esta identidad que, desde que tenía uso de razón percibió tan
diáfana, le había acarreado innumerables conflictos. No había compartido con
nadie su secreto, la verdadera causa de su manera de proceder. La mayoría la hubiera
considerado una desviación, una aberración. Su venida al mundo fue fruto de una
relación ilícita entre su madre, una muchacha de Maguncia y un monje inglés que
había llegado a Sajonia a predicar el Evangelio. La bautizaron con el nombre de
Johanna y, a poco de nacer, su madre se presentó en la iglesia de la abadía
benedictina preguntando por su padre, John “el inglés”. El estado de miseria de
su familia fue el motivo que movió a su madre a dar este paso. Era un
monje muy respetado, discípulo de discípulos del erudito Beda, conocido como
“el venerable”. Para salvar su reputación, llegó a un acuerdo con la madre:
contribuiría a la crianza de la criatura si ella no delataba su paternidad. Así
que para la abadía siempre fue Johanna, la sobrina del inglés.
Así fue como su madre, durante gran
parte de su vida, hizo trabajos de lavandera para la abadía y la niña tuvo
ocasión de ver a su padre casi a diario. Con permiso del abad, su padre le enseñó,
en visitas sucesivas, todas las dependencias; desde el huerto al scriptorium,
donde él trabajaba como copista. Fue este último lugar el que la dejó
deslumbrada. ¿Qué eran aquellos cueros prensados con tantos símbolos y
profusamente iluminados con pinturas de vivos colores? Eran libros; donde se
guardaba el saber desde tiempos remotos de la humanidad. Esto le había dicho su
padre.
La vida de John el inglés transcurría
en este ambiente de paz y sabiduría. A veces pasaba largas temporadas fuera de
Maguncia, visitando otros monasterios en busca de nuevas obras que traducir y
copiar, en tanto que la personalidad de su hija fue revelando pistas que la
hacían diferente al común de las niñas.
Un monje novicio tenía una gran
habilidad tallando piezas de madera para el monasterio o para vender en el
mercado. Sentía especial inclinación por Johanna y talló para ella una muñeca. La pequeña rechazó de forma manifiesta el juguete tirándolo al suelo; en
su lugar tomó la figura tallada de un caballo. Esta conducta fue corregida por
la madre que se la arrebató de las manos y la devolvió al tallista, censurando
a su hija el gesto de desprecio y desagradecimiento. Johanna comenzó a llorar enfurecida y no paró
de hacerlo hasta llegar a su casa. Lamberto, que así se llamaba el novicio,
para congraciarse con ella, le regaló la figura ecuestre en una siguiente
visita a la abadía.
En otra ocasión, la madre presenció
abochornada cómo tomaba unas tijeras y se cortaba los cabellos.
- ¡Yo soy un chico! –dijo con
firmeza-.
Cuando el progenitor regresó de uno
de sus viajes a Constantinopla, la mujer comentó con él el comportamiento
excéntrico de la hija, pero este le restó importancia. Según su parecer, la
personalidad de la niña todavía no había madurado lo suficiente. Sin embargo,
este proceder de Johanna, lejos de desaparecer con el tiempo, se fue
reafirmando, pues rechazaba todo lo relacionado con la condición femenina.
- Tío, yo quiero aprender a leer y
escribir, quiero ser monje como usted –le dijo una vez a su padre en presencia
de otros religiosos.
Todos se echaron a reír, todos
excepto Lamberto que ya había sido ordenado como monje profeso. El joven estaba
enamorado secretamente de Johanna. Esta se había transformado en una bella
mujercita de doce años. Más tarde, en un aparte, John reprendió a su hija,
haciéndole saber, con firmeza, que el estudio le estaba vedado a las mujeres y
que debía aceptar con humildad y agradecimiento a Dios lo que este le tuviese
reservado como mujer.
Johan murió al poco tiempo, y aunque
estas palabras quedaron flotando en la conciencia de la muchacha, no se
resignaba a su suerte. Un día recibió la visita de Lamberto que vino con la
excusa de presentar sus condolencias a la familia y a despedirse, había pedido
traslado a otro monasterio. Aprovechó un momento a solas con Johanna para
proponerle un plan que supondría para ella un nuevo renacer:
-Una vez dijiste a tu padre que tu
deseo era el de ser monje. Si me acompañas a Grecia y sigues mis consejos, tal
vez puedas cumplir tu sueño. Vestirás como un varón y te comportarás como tal.
Cuidarás de que nadie pueda verte nunca desnuda y estudiarás con tesón.
Johanna comunicó a su madre la
propuesta de Lamberto y aunque al principio se opuso, luego aceptó resignada la
decisión de Johanna de acompañar al monje. Ella –pensó- no podía
asegurar a su hija un futuro mejor y la dejó partir con un abrazo y sus
bendiciones.
De este modo comenzó su periplo vital
con el nombre de Johan. Aprendió el griego, el latín y el hebreo y llegó a ser
un monje traductor y copista tan erudito o más que el que le dio la vida. Viajó de
monasterio en monasterio y fue tan respetado por su sabiduría que tuvo
la oportunidad de conocer a influyentes personajes. Con tanto disimulo y
naturalidad ocultó su naturaleza de mujer que hasta él mismo lo olvidó, llegándose
a enamorar, durante su estancia en Constantinopla, de la emperatriz Teodora. Esta
promovió hasta tal punto a Johan que se convirtió en el secretario de Sumo
Pontífice. Con la muerte del Papa, era tanto el influjo que llegó a tener en el
Vaticano que fue elegido sucesor con el nombre de Juan VIII.
Sus sentimientos por la emperatriz de
Bizancio despertaron los celos de Lamberto de Sajonia, convertido en embajador
con la ayuda de “la papisa”, como él lo llamaba en la intimidad. El joven monje
que había hecho posible la nueva vida de aquella adolescente, atormentado por
los celos, amenazó al nuevo papa con delatar su naturaleza femenina si no
accedía a tener con él contacto carnal. Johan se dejó intimidar aterrorizado.
Fruto de este único y traumático encuentro, la papisa quedó preñada del
embajador.
En un estado de avanzada gravidez,
Juan VIII esperaba en sus aposentos la llegada de su séquito para asistir a una
procesión hasta la Basílica de San Juan de Letrán. Tan grande era su
desesperación porque el parto tuviera lugar en público, que llenó de vino una
copa a la que, previamente, había echado el polvo macerado de la cicuta. En el
trayecto del Vaticano a Letrán el pontífice comenzó a sentirse asfixiado y cayó
desplomado de la silla gestatoria. Los portadores de los flabelos acudieron a
hacerle aire, mientras dos de sus asistentes le desaflojaron las vestiduras,
dejando a la vista de cuantos la rodeaban las tetas pletóricas de la mujer
gestante.
BREVE TRANSICIÓN DE ROJO A VIOLETA, por Pedro Pastor Sánchez.
Rojo
Por
más que la profesora trataba de poner orden, la clase era un auténtico barullo,
intercambio de chácharas entre la chiquillería ante el poco interés que
suscitaban los quebrados que la novata docente garabateaba en el encerado.
Rogelio,
al que todos llamaban Rojo por el
llamativo color de su cartera, permanecía ajeno a aquel caos, tratando de
copiar en su cuaderno cuadriculado aquellos guarismos. Tanto apretó la punta de
grafito contra la hoja que esta salió disparada hacia la cara de Amalia, su compañera
de pupitre, que le miró con gesto agrio. A continuación le sacó su lengua
rosácea, producto de la descomposición del chupachup que removía con fruición
en su boca. Buscó en su estuche un sacapuntas, que no halló por más que expuso
sobre la mesa todo su arsenal de lápices de colores despuntados, bolígrafos sin
capuchón y rotuladores secos.
Ante
la frustración, exclamó un «¡hostia!» que le salió del alma, y que le hubiese
supuesto la expulsión fulminante del aula si no fuera porque resultó inaudible
para la mayoría ante semejante guirigay. Toño, que se sentaba justo delante de
él, se giró, y alargó su mano diestra ofreciéndole un afilalápices mellado. No
pudo evitar fijarse en sus profundos ojos verdes, quedando por un momento
absorto y confundido. Nunca lo había elegido para su equipo cuando se ponían a
patear aquel cuero medio descosido durante el recreo. Un cosquilleo
insospechado le recorrió el cuerpo, y el fuego interno tornó rojo intenso sus
mejillas.
Naranja
Las
largas tardes de estío se hacían soportables a base de baños helados en la
balsa que Adolfo, el pastor, tenía en su finca para abrevadero de sus bestias.
Cuando lo veían volver, la muchachada salía rauda para evitar la reprimenda,
escondiéndose entre los naranjos cercanos. Los mismos frutales servían en otoño
de base de operaciones para el juego del escondite, cuando estos andaban ya cargados
del cítrico fruto. Quiso el azar que Rogelio, en su afán por evitar ser
encontrado, se apostara junto a un tronco sobre el cual Toño había puesto sus
posaderas. Notó como su pie le golpeaba la espalda. Alzó la vista y este le
chistó para que no hiciese ruido. Luego le alargó la naranja pelada que acababa
de morder. Rogelio se la llevó a la boca, paladeando el dulce sabor de su
saliva.
Amarillo
El
minibus del instituto llegó al pueblo para recoger a aquellos adolescentes en
plena ebullición hormonal. Rogelio permanecía apartado. Desde hacía tiempo se
veía despreciado por sus compañeros, no veían con buenos ojos su peculiar forma
de vestir y hablar. Más de una vez había tenido que oír esa palabra, lanzada
como dardo hiriente y despectivo. «¡Rojo,
maricón!». Su madre, comprensiva, le quitaba importancia, aunque sabía que
sufría en silencio los chismes de las vecinas. Su padre, en cambio, pretendía
meterlo en cintura, aquello le parecía una perversa desviación de la
naturaleza.
Buscó
asiento en la parte posterior. Desde allí pudo divisar cómo Toño accedía al
vehículo, apalancándose junto a la exuberante Amalia, que contoneaba su busto
como reclamo. Con aquel ceñido vestido amarillo simulaba ser flor dispuesta a
ser fecundada, y no faltaban abejorros de cargadas gónadas pululando a su
alrededor. Rogelio rumió sus encontrados sentimientos por Toño, no perdonándole
lo que él entendió como traición.
Verde
Era
la primera vez que estaban tan alejados del pueblo. Viaje de fin de curso. Aquel
mes de junio en Torremolinos hacía un calor sofocante. La única consigna que
les habían dado es que tenían que estar en el hotel antes de medianoche, de lo
contrario, darían parte a sus respectivos padres. Noche de borrachera. Eran
menos diez y seguían escuchando como la suave brisa empujaba un mínimo oleaje
contra la orilla.
«Venga,
vamos», le dijo Toño tambaleándose, mientras le ofrecía su mano. Rogelio estaba
tan aturdido por el etílico de las cuatro cervezas que hizo amago de
levantarse, pero la gravedad pudo con ambos, y rodaron por la arena. Rebozados
cual croquetas, de nuevo aquellas pupilas verdes le subyugaron. Sus labios se
rozaron para no separarse hasta la una. Rapapolvo que supo a gloria, cargada de
verde esperanza.
Azul
Dejaron
atrás el azul marino, también el celeste cielo, para volver a su polvorienta
llanura ocre. Y lejos quedó aquel lance costero.
«Mis
padres me matan si me ven contigo. Ellos quieren para mí una novia formal. Y
yo… yo no sé lo que quiero», le dijo a escondidas tras el muro del cementerio.
Aquel
mazazo dejó a Rogelio tocado. Esa misma confusión albergaba en su pecho, una
lucha interna que, desde su más tierna infancia, se debatía en asumir o
rechazar. Se dejó llevar por la costumbre, pero nunca le atrajeron los juegos
cargados de testosterona, prefería saltar a la comba, pintarrajearse los morros
frente al espejo, vestir a las muñecas con coloridos vestidos. Todo ello vetado
para él, al menos en público.
Llevó
su tristeza a la capital y descubrió un mundo nuevo y desconocido. No era el
único que se sentía así, distinto. En su barrio los balcones rebosaban de
banderas multicolores, banderas de una nueva libertad.
Añil
Tras
las enormes gafas oscuras, se dirigió a su centro de salud. Allí le esperaba
Tere, que le asesoraba sobre el tema de las hormonas.
«¿Te
duelen?», le preguntó. Tenía el pecho hinchado, apenas había pasado una semana
desde que se puso los implantes. Por suerte, ya había bajado la inflamación de
los labios, un pequeño retoque que pensó que le favorecería. Sus problemas eran
más económicos que de otra índole, el cambio
estaba agotando el dinero que recaudaba con su difícil oficio en las esquinas.
«Esto
me duele más». Se retiró las gafas para mostrar un moratón tintado de añil en
su ojo izquierdo.
Violeta
Habían
pasado cuatro años desde que se marchó del pueblo. Se cruzó con su padre, que
se quedó mirando embobado como el resto de abuelos de la plaza. No le
reconoció, buena señal. Le temblaban las piernas cuando vio a Toño en la puerta
del bar. Nada tenía que perder, se lo jugó todo a una carta. «Hola. Soy
Violeta».
LA HUIDA ES EL ABANDONO PREÑADO DE MIEDO, por Consuelo Jiménez.
¡Ay! Si su corazón no hubiese hecho posible, lo
imposible.
Ahora, los matices caerían sin llover sobre rancios
cuerpos.
¿Por qué no peinar la hondura de dos versos
que se abren a la par en el poema, hasta dejarse leer?
¡Es tan difícil permanecer en la sombra,
cuando sientes que el sol te llama!
Ojalá que las
musas se muestren desnudas,
sólo belleza y verdad,
en un lugar llano,
donde el arcoíris candente,
sea capaz de lucir, cruzando la nada.
Dejemos, una y otra vez,
que los gemidos de un hermoso querer, aborten la
huida.
3,1416... , por Isabel Pérez Aranda.
¿Quién sabe los lados que tienen los seres
que queremos?
que nacen con luz propia
se aferran a los cambios
y deshacen nubes a la salida del sol?
¿Quién sabe los lados, los colores del arcoíris
que pululan por la esfera
con matices refractarios
y su apuesta por el número pi?
Quizás, lo sepan el caudal de géneros que sin prisas
colman deseos a esa parte oculta de luz que resucita.
ARCO IRIS, por Isabel Rezmo.
Miramos en el
armario, y guardamos
los secretos
que no somos capaces de decir.
Porque aún no
se entienden que un corazón
atesore miles
de formas de amor;
no se entiende que un beso sigue siendo
el motor que
mueve el universo,
aunque dos
sean iguales en una cama.
Aunque tres roben el bocado en un centímetro
de piel en un cuerpo.
Los muros de
carne existen, como existen las cadenas
oprimiendo la libertad y el deseo.
Somos colores
que dan forma a los ojos de este mundo,
sustancias vivas
que enriquecen la vida en su distintas
apariencias.
Seres que
intentan simplemente, ser como el resto,
tener el
derecho de vivir, sin bajar la mirada o
los puños;
Lo sucio es trasladar las miserias en la clandestinidad de una
esquina,
en la mitad
de una operación sin término.
Los golpes de pecho entonan el mea culpa, cuando
escondiendo quienes son,
se agarran al
sexo degenerado y a lo correcto.
La vida dejó
de ser un NODO.
La vida se
tiene que vivir sin mordazas.
LOS SUEÑOS DE AIDA, por Pepe Velasco .
Aida siempre fue proclive a la ensoñación. A pesar de todos los contratiempos y padecimientos con los que casi desde siempre le había vapuleado el destino. Siempre soñó, nunca se dio por vencida. Porque pensaba, que sin los sueños se acababan, no quedaba nada; se apagaba la vida. Los sueños… siempre los sueños. Los sueños habían marcado y condicionado su vida por siempre de una forma indeleble… y ahora. Cuando había pasado el tiempo, diluyendo retazos de recuerdos para pretender un nuevo bosquejo de su destino. Cuando creía haber dejado atrás definitivamente todas las infaustas vicisitudes y barbaridades vividas. El ciclo se cerraba en torno a ella como una estafa paradójica solapada e inevitable...
La muchacha había nacido en un barrio apartado y casi olvidado de la mano de Dios en la periferia de una gran urbe. El pretendido carácter familiar y ambiente cercano de sus gentes, marcaron su vida diaria durante su infancia y parte de su adolescencia. Pero conforme la niña fue creciendo, su percepción de aquella supuesta bonanza en el entorno, fue cambiando de forma paulatina hasta culminar en una opinión completamente contrapuesta a aquella de supuesto equilibrio que ella percibía en su visión infantil. Y lo que a ella le había parecido desde siempre un remanso de relativa paz, se tornó como por arte de magia en un entorno hostil e insufrible del que raudo comenzó a anhelar con salir más pronto que tarde.
La muchacha era hija única de un operario fabril y de una empleada de grandes almacenes. Ambos esposos dedicaban su vida por entero a su trabajo, con un remanente escaso para la atención de su única hija. Pero colmando a la pequeña de mínimos y pequeños caprichos, para así suplir su falta de tiempo para con ella. La mayoría del tiempo lo pasaba la niña junto su abuela materna, que convivía con ellos en el exigua vivienda familiar. Pero sus padres a pesar de todo, y lo más importante para ella, brindaron siempre cariño a su hija a la menor oportunidad que les dejaba el tiempo siempre cicatero y fugaz. Mucho cariño. Quizá esto contribuyó a modelar en ella un exquisito y afable carácter, a pesar de que desde los primeros años de su pubertad fuera una muchachita marcada por sus tendencias y por su entorno. Marcas, que además de los grupúsculos exaltados de siempre. También gran parte de la comunidad de su época, asimismo intolerante e hipócrita, con alta frecuencia acudía a estereotipos previamente aceptados para zaherirla. Y de ahí la eterna ridiculización pública. Cualquier malnacido se creía con derecho a ponerla en evidencia por el simple hecho de su tendencia sexual. Aída descubrió cuando en ella se despertó la libido que le atraían y prefería a personas de su mismo sexo. “Tortillera, bollera, marimacho” Eran algunas de las lindezas e hirientes palabra que había de escuchar a diario voceadas por un hato de individuos la mayoría de ellos anodinos descerebrados. Que aunque la mayoría de las veces los sujetos en conjunto lo hacían de forma maquinal y automática, sin saber muy bien por qué lo hacían. Las consignas estaban ya previamente barnizadas de una pátina de intolerancia y de odio tal, que incidían en la muchacha como dardos envenenados y la herían en lo más hondo de su ser. Aunque ella siempre callara y sonriera a su agresor verbal, la llaga proseguía lacerante y cada día mas enconada. Aída lo había tenido claro desde su primeros escarceos, cuando descubriera que si un chico la besaba lo máximo que llegaba a sentir era indiferencia o incluso repulsión. En cambio, el beso de una compañera de la que ellas siempre había estado enamoriscada la transportaba al séptimo cielo. Pero en aquel tiempo, la opinión que de ella pudieran tener los demás, pesaba mucho en su estado anímico y toma de decisiones; de ahí su perenne y continua inseguridad y zozobra, lo que propiciaba que su autoestima quedara por los suelos. “Quizá por ello, la sinrazón, la intolerancia y el odio; siempre al acecho y que no dan tregua a sus víctimas. Sobre todo si las creen o las perciben débiles e indecisas, no pierde ocasión de cebarse en ellas con encono”. <<Discurría la abuela insuflada por el ardor y amor incondicional que la unía a su nieta>> La situación llegó a tal extremo, que hubo un momento que Aída sintió autentico pavor de salir a la calle. Sus padres inmersos en sus respectivos trabajos, poco pudieron vislumbrar del suplicio por el que estaba pasando la que ellos aun consideraban su pequeña. Aida solo tenía el consuelo de la abuela. Pero la buena mujer, aunque estaba con ella a muerte, era de otra época. Educada en una férrea disciplina de recato y sumisión y en sus tiempos, lo que le proponía ahora su niña era cuanto menos sinónimo de aberrante degeneración. Pero a pesar de todo, la anciana en su fuero interno y contraviniendo años de adoctrinamiento y férrea educación puritana, pensaba que su nieta tenía todo el derecho del mundo a ser como le diera la gana. A la mujer, aunque ya mayor y frágil, el cariño incondicional que la unía a su descendiente, la hacían sacar fuerzas de flaqueza, e intentaba ayudarla tanto anímicamente así como físicamente. Ya se había enfrentado con denuedo en alguna ocasión a sus ofensores. Pero comprendía con desánimo, que ella sola no podía hacer frente a toda aquella turba de maledicentes. Entonces la buena mujer lloraba impotente en la soledad de su cuarto exiguo. Lloraba por ella, por su nieta y por tantos seres que a diario intuía denigrados y humillados por el mero hecho de ser diferentes. Por ser ovejas negras de la manada. La señora recordaba un episodio ocurrido hacia algún tiempo. Episodio en que se enfrentó con arrojo no exento de solapado miedo, a aquellos miserables acosadores de su niña. Lo recuerda como si hubiera ocurrido hacía unas horas. Abuela y nieta conversaban y caminaban plácidamente entretanto venían de hacer unas compras, siempre pausadas, ajustadas ambas al más lento caminar de la anciana.
-¡Boyera! –escucharon la mujeres el escarnio a su paso. Pronunciado con voz grave y disimulada, intentando que esta se diluyera en el grupúsculo que holgazaneaban en un veterano banco del parque por donde ahora pasaban.
La abuela, impelida por una ira sorda, propiciada por el cariño y por lo que ella consideraba a todas luces la iniquidad de la ofensa; se fue hacia el grupo bastón en mano y con su andar pausado y su cuerpo enjuto, se enfrentó con carácter a aquellos indolentes insultantes.
-¡Dime lo que tengas que decir a mí a la cara! ¡ Malnacido cobarde!
-¡Váyase a cagar abuela! –contestó uno de ellos, el más fornido.
-¡Y tú, adonde tienes que ir es a trabajar en vez de estar ofendiendo a la gente! ¡Gandul sinvergüenza!
El bastón no llegó con mucha fuerza. Pero con la suficiente para abrirle una pequeña brecha en el labio superior al envanecido sujeto. Lo que provoco la hilaridad del resto del grupo.
-¡Te ha arreado la vieja! –coreaban los cofrades alborozados.
El tipo trató de embestir a la abuela, pero de pronto sintió a la altura de sus ojos unas uñas hundidas como garfios que se le clavaban sin miramientos. Aída, con un salto felino e imprevisto por los otros colegas, se había encaramado en las espaldas del bigardo; cegándolo y entorpeciendo todo intento de movimiento. La lid se saldó con la desinteresada intervención de algunos viandantes bien intencionados y la oportuna llegada de la policía que puso e fuga a los indeseables sujetos.
-¡Abuela! ¿Por qué somos así los seres humanos?
-¡Al rebaño no le gusta que ninguna oveja se salga del redil! -contestó la abuela en tono sentencioso, como casi siempre gustaba de hacer.
-¡Pero abuela esto no es salirse del redil, es solo ser diferente dentro de la igualdad! ¡Se supone que la comunidad debía de protegerme y de cuidarme, no vapulearme y denigrarme!
-¡Entiende hija mía, que no todo el grupo lo hace!
-¡Ya, pero tampoco pone los medios que debiera de poner para protegerme!
-¡Pequeña, una manzana podrida pudre a todo un cesto. Pero todo un cesto no sana a algunas manzanas podridas! –continuó la abuela con su jerga sentenciosa.
Estas y muchas otras conversaciones parecidas mantenían abuela y nieta en tanto la vida transcurría con sus altibajos; impertérrita y con su acontecer imprevisible, ajena a los avatares de los seres que a diario la vivían.
Aída, a pesas de todas estas circunstancias contrarias y de ser menuda y de apariencia frágil y quebradiza. La naturaleza la había dotado con una privilegiada inteligencia y de una voluntad de hierro. Y a pesar de todas las contrariedades, adversidades contratiempos y de los algunos ataques esporádicos de alguna que otra panda de individuos descerebrados que sufrió durante su etapa académica, Aída logró finalizar sus estudios con honores, logrando un diploma con “cum laude” Si es verdad, que siempre tuvo la incondicional ayuda y sacrificio de sus progenitores. Aunque siempre como sombras protectoras, sin apenas estar nunca con ella. También logró alguna que otra beca que araño de aquí y de allá. Pero sobre todo y ante todo, tuvo constantemente la incondicional y reconfortante complicidad de la abuela. Ayudándola con algún que otro aporte económico que la buena mujer podía arañar a su exigua pensión aun a costa de privarse ella de infinidad de pequeños caprichos. Solo la abuela era partícipe de sus cuitas. Porque ella nunca había hablado con nadie de sus congojas, menos aun con sus padres. Por tanto, superó con arrojo todos los contratiempos y contrarias circunstancias que le salieron al paso. Y una vez validada su novísima licenciatura y ayudada por su carácter cordial y amigable. Pronto hizo muy buenos amigos dentro del mundo de la farándula local. También los hizo dentro del entorno universitario donde había cursado sus estudios y por donde se movía como pez en el agua dentro de la sección de la materia cursada. El arte dramático siempre había sido su pasión. Y al fin lo había conseguido. Luego y después de integrarse plenamente en aquel mundo que a ella siempre había apasionado, fue posteriormente saltando a escalafones superiores de ese glamuroso mundo. Y su progreso fue gradualmente en ascenso hasta situarse en el cenit de una carrera que ella ni había sospechado siquiera. Pero por supuesto, el camino no había sido ni fue nunca una mullida alfombra de flores. Quizá más bien lo podría calificar de túnel de zarzas y de espinos. Un pasaje con contadas satisfacciones y alegrías y a la vez con un abundante cúmulo de continuas zancadillas y constates decepciones y sinsabores. Y ahora, una vez saboreado las mieles del triunfo, tocaba volver. Volver a su raíces. A su entorno. A reencontrarse con aquel mundo que dejó tiempo atrás. “Pero los seres humanos solemos ser olvidadizo y por tanto, siempre solemos tropezar con la misma piedra”. <<Como bien habría sentenciado su ya difunta abuela>> Porque el mundo donde ella estaba ahora, nada tenía que ver con lo que en su día dejo atrás…
La dos mujeres ya bien entradas en la madurez, hablaban plácidamente recostadas sobre el diván del confortable salón del apartamento que ambas compartían y se confesaban sin ambages sus cuitas y sentimientos más íntimos como pareja enamorada que eran.
-¡Contigo fue algo inexplicable! ¡Sublime si quieres, pero indescriptible! Jamás había sentido algo así. En un principio intenté de enmascararlo tratando de simular un recato rancio que ni por asomo sentía. Pues al contrario, estaba pletórica y saciada de complacencia. Jamás imagine que pudiera sentir como sentí contigo. Quizá fuera a causa, o por causa de mi extremada concepción de lo pecaminoso, imbuido en mi durante toda mi infancia y parte de mi adolescencia o quizá por los remanentes aún de una educación dogmática y pacata. Te confieso que hubo momentos en que llegue a sentirme culpable y sucia por sentir de esa manera tan desenfrenada e irracional. Pero poco a poco fui concluyendo y no sin razón, que aquel desborde sensitivo solo eran fruto del amor que ambas nos profesábamos. Y tanto o más que ese amor, creo que era la afinidad de caracteres. La forma tan similar de ver y afrontar la vida. La capacidad que ambas hemos tenido para identificar y compartir nuestros sentimiento. Por ejemplo, he comprobado que ambas tenemos muy desenrollada la capacidad de la empatía. Para con nosotras y evidentemente para con los demás. Y una cosa muy importante y que creo que me vas a tachar de loca. Telepatía. Parecemos tener telepatía. Tú has hecho alguna actividad y yo al mismo tiempo algo me ha impelido a realizar esa misma actividad. Bueno ya te digo que me vas a tachar de chalada. Pero he comprobado multitud de similitudes en el quehacer diario.
-¡Parece ser que tienes mucho tiempo libre. Además, me sorprenden gratamente tus dotes observadora e investigativas. Pero lo de la empatía, vale que sí. Pero lo de la telepatía, no te parece que ya son demasiadas tías. –objetó la otra mordaz.
-¡Bueno, ten en cuenta que solo era un hipótesis de cosecha propia!
-¡Por cierto! ¿Sabes que significa Aída? –preguntó la otra intentando desviarse del asunto
-No, nunca me lo había preguntado
-Es un nombre de origen árabe, y significa “La que regresa”
-¡Caray, que coincidencia, lo que yo voy a hacer yo ahora. Regresar a mi ciudad de origen. A mi lugar de nacimiento y donde trascurrió mi infancia y parte de mi adolescencia.
Pero cuan equivocada estaba la perenne soñadora. Allí, mimetizados y agazapados, cual depredador al acecho de su presa, persistían los viejos y nunca erradicados prejuicios. Los rencores. La intolerancia y el odio exacerbado a lo diferente. Y ahora, por añadidura, la envidia soterrada. Todo estaba allí. Y aunque ahora en ocasiones y según en qué ambientes, velado bajo una pátina de elocuencia grandilocuente que pretendía querer justificar lo injustificable. Todo lo que había dejado al marchar, seguía allí. Y no es que en el mundo de glamur en el que ahora vivía no coexistieran ese estado de cosas. Existía también individuos y grupúsculos intolerantes y xenófobos. Pero bajo un comportamiento comedido y barnizado todo ello bajo un capa de hipócrita educación y disimulo. Pero allí, en su lugar de origen, persistía tal cual se mostraba. Ahora aun quizá más brabucón y envalentonado. Animado siempre por charlatanes de elocuencia superflua y sembradora de rencor y de odio. Y estos habladores, cultivadores de esa inquina exacerbada a lo diferente, parecían haber proliferado como los hongos después de algunos días de vivificante lluvia otoñal.
-¡Está todo igual! –aseveró Aída decepcionada.
-¿Tú crees?
-¡No lo creo, lo afirmo!
-¡En que te basas para opinar así!
-¡Solo con ver las miradas! De reconvención unas. De indiferencia otras. De conmiseración las mas. Incluso algunas de asco mal disimulado.
-¡Yo creo que no has de ser tan suspicaz!
-¡Como se nota que tú no has vivido lo que yo he vivido aquí!
-¡No te muestres tan pesimista, ni dejes que te condicionen tus recuerdos! –aconsejó su compañera intentando que Aida afrontara la situación desde una perspectiva lo más objetiva posible.
-¡Es algo paradójico! Cuando vivía aquí, cada momento del día soñaba con marcharme lejos. Y cuando estuve lejos, cada momento del día soñé con volver. -¿No te parecen un sinsentido todos mis sueños? ¡Adiós para siempre mi mundo de ensueños! –se despidió Aída con la desilusión dibujada en su mirada que no podía dejar de ser soñadora, pero que ahora se mostraba a la vez desengañada y triste.