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Pintura de Fernando Botero |
Llegó sin avisar. Nadie le esperaba aquella mañana, justo a
los seis meses y una semana de concepción. Su madre había hecho todo lo posible
durante el embarazo por perderlo. Prostituta en activo, desahuciada por un
cáncer no tratado, sin ayuda de nadie y adicta al alcohol, no contaba en sus
planes con un hijo…
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Cada mañana se sentaba en la mesa de la esquina junto a las
cristaleras de aquella cafetería,en la Plaza de Sagasta con Solferino. Solía
tamborilear la madera con sus dedos −costumbre “de viejos”, como él la
llamaba, seguramente heredada de algún antecesor que desconocía− mientras esperaba ser atendido por la camarera. Desde su
posición, degustando plácidamente el café matutino, escudriñaba y criticaba
para sí, o para los otros clientes que le circundaban en el interior, las
bajezas de los que se sentaban en las mesas del exterior o los transeúntes.
“La vieja esa… Parece que no se da cuenta de los años que
gasta. Maquillada como una vulgar ramera, y con un vestido tan corto como su
vergüenza. Qué ridícula…” −Pensaba José, repasando con mirada
torva a la mujer más cercana a su mesa, justo al otro lado del cristal, que, sin
compañía, miraba a ratos el móvil como si rehuyera con él su rotunda soledad.
“Y el sarasa aquel. Estará buscando planes. Se verá bonito
con las gafas de sol. Mira la ojeada que les echa a todos los chavales que
pasan… Qué asco de afeminados. No puedo con ellos” −Proseguía, en una incesante sarta de improperios.
Y así, todo ese escaparate mundano de la cafetería, que
pasaba ante sus ojos durante media hora, le servía a José para desquitarse de
alguna amargura pasada que lo había convertido en un ser deleznable.
Llegó un día a la mesa más cercana a la de José una chica
extranjera. Miraba el móvil nerviosa, con la impaciencia de quien esperaseuna
llamada que le arreglarade golpe todos los problemas. No había apurado aún su
café −ni había recibido la ansiada llamada−, cuando una voz ronca la sacó de su ensimismamiento.
“Oiga. Ahí no se puede usted sentar. Esa mesa está ocupada”.
Ella, molesta y contrariada a partes iguales, ignoró la
advertencia de José. Tras un minuto de silencio, el anciano golpeó la mesa de
la chica, que no salía de su asombro.
“Que te vayas de aquí, panchita”.
Le gritó.
Ella no se movió. La camarera que solía servirle el café a
José se acercó, y, aunque temerosa de la reacción del viejo, intentó hacerle
entrar en razón. Y fue en vano, porque él continuó gritándole a la chica, que
aguantó el tipo sin decir palabra, hasta que, a los pocos minutos, se echó a
llorar. En ese instante, José se levantó de su silla y se dirigió a la puerta
amenazando a los camareros de la barra con no volver más a la cafetería.
A la mañana siguiente, José llegó al local más temprano que
de costumbre. Desde su mesa lanzó una mirada alrededor para asegurarse de que
todo volvía a estar como siempre. Le pidió el café a la camarera y,
aprovechando su cercanía, en un tono casi imperceptible, le preguntó por la
chica del día anterior. La camarera le explicó que, al consolarla, le había
contado sucintamente su triste historia. “Es una pobre chica, don José. Vino a
España engañada, se ha quedado embarazada, y no tiene para comer. Ayer esperaba
la llamada de una persona que la iba a ayudar con lo del niño… No quiere
perderlo, ¿sabe usted?… Peroesa persona no la llamó”−le comentó al anciano.
José
pasó la media hora del café ensimismado, siguiendo con mirada hosca a todo el
que pasaba ante la cristalera,pero sin decir, inusualmente, palabra alguna.
A
aquel silencioso día le siguieron varios más. También en silencio. Los
camareros se miraban extrañados por el cambio de actitud en el viejo. Incluso hubo
días en que ni siquiera apareció por la cafetería.
Una
mañana, sentado en su mesa de siempre, José pidió a la camarera de siempre que
se acercase, y,sacando un abultado sobre del bolsillo de su chaqueta, le
susurró al oído: “dale esto a la muchacha sudamericana si vienepor aquí”.
Pero
la chica nunca apareció. En las noticias de unas semanas después contaron que habían
encontrado el cadáver de una prostituta ecuatoriana en el Parque del Polígono
Oeste. Había intentado escapar de las redes de una mafia que la trajo engañada
desde su país para trabajarcomo secretaria en España... Estaba embarazada de
seis meses.
“¿Sabes?
−Le dijo aquel día a la camarera,con enorme pesar, mientras daba vueltas insistentemente
al café con la cucharilla−.Ese niño… Ese inocente niño debí haber sido yo”.