“Toda una vida me estaría contigo…” Paquita cierra
los ojos mientras la voz aterciopelada de Antonio Machín la acompaña en otro
amanecer insomne sentada en la mesa de la cocina.
Han pasado
casi tres años desde que enviudó, pero aún conserva las mismas costumbres que
cuando Manuel vivía. Muchas madrugadas, mientras éste roncaba impetuosamente,
Paquita, incapaz de conciliar el sueño, se levantaba, hacía una manzanilla y escuchaba
una de las viejas casetes de boleros en el aparato de la cocina. Le gustaba más
el sonido del reproductor de CDs del salón, pero Manuel siempre se opuso a
cambiarlo de sitio y ahora, ya frisando los ochenta, ha terminado por
acostumbrarse.
Se asoma
por la ventana que da al patio trasero. La luz de julio comienza a acariciar la
copa de los almendros. Observa el huerto languidecer, colmado de malas hierbas.
Suspira, recordando todas las mañanas que ambos le dedicaron. “Cuando Manuel
murió comenzaron a hacerlo suyo”, piensa. Primero fueron los tubérculos,
echados a perder. Luego acelgas y lechugas. Ahora les tocaba a los frutales, cada
vez con más ramas secas y peores frutos.
Por el
rabillo del ojo percibe un movimiento junto al limonero. Se ajusta las bifocales
y lo descubre. Es pequeño, todavía un gazapo, pero tiene todo el desparpajo de
un conejo adulto. Esta royendo unas raíces. Las raíces del limonero: el árbol
que plantaron juntos después de casarse. A Paquita se le enciende el rostro. Agarra
la escoba y sale al corral. “Lo voy a dejar tieso” murmura. Se acerca decidida,
blandiéndola. Pero no llega. Siente un agudo dolor en el tobillo y cae al
suelo.
Justo cuando introduce la llave escucha un
estruendo en la casa de enfrente. “Vaya, ya está aquí el nieto de los Vázquez”,
piensa. Paquita menea la cabeza y entra mientras las ventanas del vecino reverberan.
Se sienta
pesadamente en la cocina y contempla el patio. Al menos cuenta una docena de
conejos campando despreocupados. Advierte que hay nuevas madrigueras. “Si al
menos Manuel estuviera aquí, podríamos hacer algo”, se lamenta. Abatida,
presiona el play del radiocasete. “…Se te olvida que hasta puedo
hacerte mal si me decido…” canta Luis Miguel. De repente, se le dilatan las
pupilas y su boca se tuerce en una sonrisa maliciosa.
– ¿Sí, que
quiere? –espeta seco.
– Buenos
días, joven. Eres Iker, el nieto de Eusebio, ¿verdad? ¿Puedes bajar eso? Apenas
te oigo.
– “Eso” es
Death Metal, abuela. Y del bueno. Dígame qué quiere.
– Mira,
majo. Seguro que tus abuelos estarían muy disgustados si se enteran de que este
verano, en vez de estudiar en el pueblo, te vienes aquí a escuchar… ¿cómo era? ¿”dez”
metal? Y a fumar esas porquerías. Ya me dijo Eusebio que en la carrera vas
regular. ¿Cuántas te han quedado? ¿Cuatro? ¿Cinco?
El rostro
de Iker enrojece ocultando un acné descontrolado. Baja el volumen.
– Mucho
mejor. Verás, tengo un problema y tú me puedes ayudar. Seguro que podemos entendernos.
Iker se lava las manos manchadas de tierra en la cocina.
Resopla:
– Paquita,
mire, a mí me da igual. ¿Pero está segura de lo que hace? Habrá otras
soluciones. ¿Ha llamado a…?
– Estoy
convencida –le interrumpe ella–. Entonces ¿está todo listo? ¿Sólo hay que encenderlo?
– pregunta mientras coge una casete de Lucho Gatica.
Iker la
detiene. Le quita el casete y le tiende otro.
– Espere.
Si va a hacerlo, hágalo a lo grande. Tomé. No vea lo que me ha costado grabar
en este formato.
– “Blodunter”
–lee Paquita con dificultad–. ¿Qué es?
–
Bloodhunter –corrige Iker–. Es una banda brutal. Su vocalista es una tía con
una voz tremenda que…
Paquita
sonríe y no le deja terminar. Introduce el casete. Sube el volumen al máximo y
pulsa play.
Afuera
atruena un apocalipsis. Decenas de conejos despavoridos corren por doquier.
Varios altavoces introducidos en las madrigueras hacen vibrar la superficie del
patio levantando un polvo fino que añade irrealidad a la escena. A los tres
minutos no queda un conejo vivo a la vista. Los que no escaparon yacen inertes
en el suelo. Paquita apaga el aparato y extrae el casete.
– Oye,
Iker. Y este grupo ¿no cantará también boleros?
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