La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 30 de octubre de 2022

DEATH METAL RABBIT por Alberto Rincón Verdugo




Toda una vida me estaría contigo…” Paquita cierra los ojos mientras la voz aterciopelada de Antonio Machín la acompaña en otro amanecer insomne sentada en la mesa de la cocina.

            Han pasado casi tres años desde que enviudó, pero aún conserva las mismas costumbres que cuando Manuel vivía. Muchas madrugadas, mientras éste roncaba impetuosamente, Paquita, incapaz de conciliar el sueño, se levantaba, hacía una manzanilla y escuchaba una de las viejas casetes de boleros en el aparato de la cocina. Le gustaba más el sonido del reproductor de CDs del salón, pero Manuel siempre se opuso a cambiarlo de sitio y ahora, ya frisando los ochenta, ha terminado por acostumbrarse.

            Se asoma por la ventana que da al patio trasero. La luz de julio comienza a acariciar la copa de los almendros. Observa el huerto languidecer, colmado de malas hierbas. Suspira, recordando todas las mañanas que ambos le dedicaron. “Cuando Manuel murió comenzaron a hacerlo suyo”, piensa. Primero fueron los tubérculos, echados a perder. Luego acelgas y lechugas. Ahora les tocaba a los frutales, cada vez con más ramas secas y peores frutos.

            Por el rabillo del ojo percibe un movimiento junto al limonero. Se ajusta las bifocales y lo descubre. Es pequeño, todavía un gazapo, pero tiene todo el desparpajo de un conejo adulto. Esta royendo unas raíces. Las raíces del limonero: el árbol que plantaron juntos después de casarse. A Paquita se le enciende el rostro. Agarra la escoba y sale al corral. “Lo voy a dejar tieso” murmura. Se acerca decidida, blandiéndola. Pero no llega. Siente un agudo dolor en el tobillo y cae al suelo.

             El taxi la deja frente a su puerta. Se apoya en la muleta al bajar. El doctor le dijo que al menos la use un mes: “Paquita, ha sido un esguince leve. Pero no puede alterarse así. Pudo ser peor. Imagine la rodilla o la cadera. Debería usted solar todo el patio”.

             Justo cuando introduce la llave escucha un estruendo en la casa de enfrente. “Vaya, ya está aquí el nieto de los Vázquez”, piensa. Paquita menea la cabeza y entra mientras las ventanas del vecino reverberan. 

            Se sienta pesadamente en la cocina y contempla el patio. Al menos cuenta una docena de conejos campando despreocupados. Advierte que hay nuevas madrigueras. “Si al menos Manuel estuviera aquí, podríamos hacer algo”, se lamenta. Abatida, presiona el play del radiocasete. “…Se te olvida que hasta puedo hacerte mal si me decido…” canta Luis Miguel. De repente, se le dilatan las pupilas y su boca se tuerce en una sonrisa maliciosa.

          Paquita llama a la puerta de los Vázquez. Una, dos, tres veces. El timbre apenas se oye con la música. Al fin, la puerta se abre y un joven, alto, delgado y completamente vestido de negro aparece en el umbral. A su espalda voces guturales y acordes disonantes se mezclan en una atmósfera cargada de humo dulzón.

            – ¿Sí, que quiere? –espeta seco.

            – Buenos días, joven. Eres Iker, el nieto de Eusebio, ¿verdad? ¿Puedes bajar eso? Apenas te oigo.

            – “Eso” es Death Metal, abuela. Y del bueno. Dígame qué quiere.

            – Mira, majo. Seguro que tus abuelos estarían muy disgustados si se enteran de que este verano, en vez de estudiar en el pueblo, te vienes aquí a escuchar… ¿cómo era? ¿”dez” metal? Y a fumar esas porquerías. Ya me dijo Eusebio que en la carrera vas regular. ¿Cuántas te han quedado? ¿Cuatro? ¿Cinco?

            El rostro de Iker enrojece ocultando un acné descontrolado. Baja el volumen.

            – Mucho mejor. Verás, tengo un problema y tú me puedes ayudar. Seguro que podemos entendernos.

 

Iker se lava las manos manchadas de tierra en la cocina. Resopla:

            – Paquita, mire, a mí me da igual. ¿Pero está segura de lo que hace? Habrá otras soluciones. ¿Ha llamado a…?

            – Estoy convencida –le interrumpe ella–. Entonces ¿está todo listo? ¿Sólo hay que encenderlo? – pregunta mientras coge una casete de Lucho Gatica.

            Iker la detiene. Le quita el casete y le tiende otro.

            – Espere. Si va a hacerlo, hágalo a lo grande. Tomé. No vea lo que me ha costado grabar en este formato.

            – “Blodunter” –lee Paquita con dificultad–. ¿Qué es?

            – Bloodhunter –corrige Iker–. Es una banda brutal. Su vocalista es una tía con una voz tremenda que…

            Paquita sonríe y no le deja terminar. Introduce el casete. Sube el volumen al máximo y pulsa play.

            Afuera atruena un apocalipsis. Decenas de conejos despavoridos corren por doquier. Varios altavoces introducidos en las madrigueras hacen vibrar la superficie del patio levantando un polvo fino que añade irrealidad a la escena. A los tres minutos no queda un conejo vivo a la vista. Los que no escaparon yacen inertes en el suelo. Paquita apaga el aparato y extrae el casete.

            – Oye, Iker. Y este grupo ¿no cantará también boleros?


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