Vivía en medio del silencio,
Cada mañana despertaba
con una espina enterrada en el cuerpo,
La luz de mi habitación no era sufriente
para ver donde caminar,
debido a la neblina oscura y densa
que salía de mi alma,
Una neblina que se nutría de mi rencor,
amargura y soledad.
La tierra donde caminaba era áspera
e infértil,
mi cuerpo era alimentado de la
envidia y la aflicción,
un día me quebranté, mi llanto era
interrumpible,
mis lagrimas humedecieron cada
espacio de la habitación.
El silencio fue interrumpido por un fuerte
y estremecedor golpe a la puerta,
la abrí,
la luz que reflejabas hizo que la
neblina no se percibiera,
me miraste, me abrasaste y me dijiste:
tu soledad ha terminado,
ha sido habitado tu corazón,
te doy mi amor.
La neblina dejo de esparcirse,
mi corazón empezó a sentir algo que
jamás había experimentado,
comencé a caminar,
pude disfrutar por primera vez la
belleza de la primavera,
deleitarme con el cántico de los
pájaros,
erizarme con la caricia del verde
pasto.
En la mañana siguiente,
al despertar
las espinas ya no atravesaron mi piel,
esta vez desperté con la caricia más
dulce,
la que desprende la ternura de su
presencia,
entendí que por primera vez pude sentir el verdadero amor,
el amor de mi padre,
tú amor… mi amado Dios.
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