Me atrevo a escribir que en el
antiguo hueco de la memoria
hay acopio de todos los ruidos.
Silbidos livianos como el chisporroteo anaranjado de pájaros
cantores
o el crujido de los huesos de la mano
ante el golpeo brusco de la ira.
Sucede lo mismo en el libro que yace
sin abrirse sobre la mesa,
cofre pleno de sonidos del silencio
de un nombre.
¿Me escuchan?
Agudicen el oído.
Digo que los días se quedan atrás, que
hay cansancio,
que me gustaría mecerme en la
apacible brisa de la tarde,
aunque el murmullo de las nubes
deja la evidencia de que no se puede huir
de la tormenta,
ni de la locura ni el terror.
Entre el claroscuro de la costumbre
se acentúa el zumbido
de una insignificante avispa, su
bisbiseo esconde el privilegio
de la perseverancia,
y entre idas y venidas, casi sin
ruidos, se alza con su presa,
una ínfima porción de carne, asida a
su cuerpo,
viaja hacia su casa, lugar de larvas,
donde no existe ese run run
de tener que hacerlo mejor de lo que
lo hacen.
Ellas, no tienen siempre la sensación
que arrastro yo,
de que nunca escribo el poema
lo suficientemente bien que debería.
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