Es de noche, el heterogéneo grupo arracimado junto al patrón de la patera —al que previamente han pagado un buen puñado de dirhams por el pasaje— esperan ansiosos a que este tome la decisión de hacerse a la mar. El viento sopla con fuerza, y a cortos intervalos, ráfagas de fuerte y fría lluvia golpea sus ateridos cuerpos, empapándolos completamente. El mar rompe con fuerza contra las rocas próximas, con constante y monótono rugido, que junto con la impenetrable oscuridad y la periódica lluvia, dan a la noche un aspecto inquietante y poco acogedor.
—¡Arriba todos, nos
hacemos a la mar! —ordena el hombre después de escrutar la noche en dirección
al mar durante algún tiempo.
Suben apresurados y se
acomodan lo mejor que pueden apretando contra sí sus escasas pertenencias.
Algunos rezan en silencio. Tshimpanga tiene un nudo en el estómago. Está
asustado. Aunque disimula su miedo, si intentara ahora ponerse en pie, sus
piernas no le responderían. Sentado a su lado, su amigo Lamin intenta darle
ánimos:
—¡No te preocupes, todo
irá bien!
Haufar, su otro amigo,
sentado frente a este, lo mira y sonríe irónico.
—¿Lo crees de verdad,
Lamin? —le dice con una mueca de hastío, quizá hecha a propósito para disimular
su propio miedo.
—¡Pues claro, hombre!
¡Esto solo es un mal trago que hemos de pasar y pronto estaremos todos juntos
al otro lado! —asevera Lamin, intentando calmarse a sí mismo.
Lamin recuerda a su
familia: su mujer y los tres pequeños que ha dejado en su país.
El motor empuja con
fuerza la embarcación, pero el mar mantiene con ella una lucha sin tregua. La
golpea con fuerza una y otra vez, lo que produce un continuo y penoso bamboleo
entre sus ya sufridos pasajeros. Pero avanza inexorable hacia su destino. Las
horas pasan imperceptibles para ellos y un atisbo de ilusión se dibuja casi en
algunos rostros. Después de largas horas de travesía, el patrón —hombre cetrino
y taciturno— otea el mar. No le gusta el cambio que está dando el tiempo. «Si
no arriban pronto a la costa, tendrán dificultades», piensa para sí.
El mar se encrespa más y
más a cada momento. Y el viento sopla ahora con violencia casi huracanada. La
patera cruje. Ahora las olas juegan con ella y la mueven a su antojo, lo que
torna prácticamente imposible su gobierno. Inesperadamente, Tshimpanga siente
cómo la inmensa fuerza de una gigantesca ola lo arranca de a bordo, arrastrando
también a Lamin, que asustado se agarra a él con fuerza. Una segunda ola con
más violencia aún que la anterior voltea la barcaza y lanza al mar al resto de
sus aterrorizados ocupantes. Todo es confusión y gritos de pánico, y la
oscuridad de la noche no ayuda precisamente a disipar el miedo ni albergar
esperanzas. Tshimpanga, que tiene agarrado fuertemente a su amigo pese a estar
él mismo nervioso y asustado, se hace cargo rápido de la situación y reacciona
intentando por todos los medios mantener la calma.
Lamin, ahora con todos
sus miembros paralizados por el miedo, se agarra a su amigo con toda la fuerza
que le da su desesperación e instinto de supervivencia, a la vez que le suplica
incesantemente con palabras entrecortadas y casi incoherentes:
—¡Tshimpanga, por favor,
sálvame! ¡Mis hijos! ¡Por favor, sálvame!
Tshimpanga intenta
zafarse de él con un esfuerzo sobrehumano, pero le resulta materialmente
imposible. Las manos de su amigo se aferran a él como tenazas. «Si no lo logro,
nos ahogaremos los dos», piensa exasperado.
Ocupado en su desesperado
forcejeo, presiente, más que ve, una masa negruzca y sólida que se les echa
encima y los golpea con fuerza. La barcaza, ahora medio hundida, deambula al
antojo de las olas. A él lo ha alcanzado en el hombro y en menor medida en la
cabeza. Pero a Lamin lo ha alcanzado de lleno. Tshimpanga siente un corto
desmayo y, al recobrarse, ya no siente la presión de su amigo. Lo llama desesperado,
pero no obtiene respuesta, solo oye el estremecedor rugido del mar. El forcejeo
lo ha dejado exhausto y ha tragado mucha agua, pero la fuerza y vigor que le da
su juventud, junto con su instinto de supervivencia, le impelen a nadar sin
tregua para salvarse. Pierde la noción del tiempo, nada como un autómata. Por
un momento imagina cómo encontrarán su cuerpo, hinchado y sin vida, en
cualquier rincón de una solitaria playa. Inesperadamente, sus entumecidos pies
tocan algo sólido. No lo puede creer, hace pie. Saca fuerzas de flaqueza y,
ayudado por el empuje de una ola que lo arrastra con violencia, cae de bruces
sobre la mojada arena.
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