HABLANDO DE LETRAS CON AURORA LUQUE.


 

NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA 2022

 

Aurora Luque

 

Poeta ante todo y traductora (Almería, 1962). Pasa su infancia en el pequeño pueblo de Cádiar (la Alpujarra, Sierra Nevada).  Estudia  filología clásica en Granada y reside en Málaga, donde ha trabajado como profesora de griego, articulista, editora y gestora cultural (dirigió el Centro Generación del 27 desde 2008 a 2011). Mundo clásico, literatura de mujeres y traducción de poesía son sus principales líneas de interés.

 

POESÍA

Entre sus últimas publicaciones destacan el poemario Un número finito de veranos (Milenio, Lérida, 2021) y una reedición de Carpe amorem, una compilación de su poesía amorosa (Renacimiento, Sevilla, 2021). Y se acaba de publicar en Suecia una antología de su obra, Grip Natten (Carpe noctem, editorial Ellerströms, marzo, 2022).

 

En 2023 la editorial Acantilado publicará su poesía reunida.

 

Otros títulos: Gavieras (Visor, 2020, Premio Loewe de poesía 2019); Orinque (Banda Legendaria, Valencia, 2017); Haikus de Narila. Portuaria (ed. bilingüe; trad. al inglés de E. Cardona, Luces de Gálibo, Málaga, 2017); Los limones absortos. Poemas mediterráneos (ed. bilingüe; trad. italiana de Paola Laskaris y prólogo de Chantal Maillard, Fundación Málaga, 2016, Premio Estado Crítico 2016); Personal & político (Fundación J.M.Lara, Sevilla, 2015); Cuaderno de Flandes (ed. bilingüe; trad. al francés de Regina L. Muñoz, Ediciones en Huida, Sevilla, 2015); La siesta de Epicuro (Premio Generación del 27, Visor, 2008); Haikus de Narila (Antigua Imprenta Sur, Málaga, 2005); Camaradas de Ícaro (Visor, 2003; y ed. bilingüe con trad. al griego de A. Pothitou, ed. Gavrielides, Atenas 2015); Transitoria (Premio Andalucía de la Crítica, Renacimiento, Sevilla, 1998); Carpe noctem (Visor, 1994); Problemas de doblaje (Accésit del premio Adonais, 1990); Hiperiónida (Zumaya, Premio F. G. Lorca de la Universidad de Granada, 1982).

Su poesía se ha antologado en Médula (Fondo de Cultura Económica, 2014) y Fabricación de las islas (Pre-Textos, 2014).

 

TRADUCCIÓN

En 2020 publica la reedición de Safo, Poemas y testimonios que incluye nuevos papiros (ed. Acantilado) y el corpus de la poesía de autoría femenina en la Antigüedad (Grecorromanas. Lírica superviviente, ed. Austral). Y en 2019 publica la versión de If not, Winter de Anne Carson (Si no, el invierno. Fragmentos sáficos, ed. Vaso roto).

Otros títulos: Aquel vivir del mar. El mar en la poesía griega (Acantilado, 2015); Sonetos y elegías, de Louise Labé (Acantilado, 2011); Taeter morbus. Poemas a Lesbia, de Catulo (UANL, México, 2010); Poemas, de Renée Vivien (Igitur, Tarragona, 2007); Poemas y testimonios, de Safo (Acantilado, 2004); Los estuches de las células, María Lainá, en colaboración (MaRemoto, Málaga, 2004); Los dados de Eros. Antología de poesía erótica griega (Hiperión, 2000); 25 epigramas de Meleagro (Llama de amor viva, Málaga, 1995).

 

ESTUDIOS LITERARIOS 

Ha realizado ediciones de escritoras olvidadas: de la dramaturga neoclásica María  Rosa de Gálvez (El valor de una ilustrada, Consulado del Mar, Málaga 2005, en colaboración; Poesías, Puerta del Mar, CEDMA, Málaga, 2007; Amnón, UMA 2009; y Holocaustos a Minerva, col. Clásicos Andaluces Fundación J. M. Lara, Sevilla, 2013). Y de la poeta cubana Mercedes Matamoros ha editado El último amor de Safo (Puerta del Mar, CEDMA, Málaga, 2003).

Ha sido Premio Meridiana de la Junta de Andalucía por su labor de edición y rescate de escritoras desconocidas u olvidadas.

Ha preparado la antología y estudio preliminar de Ruido de muchas aguas, de José Manuel Caballero Bonald (Visor, 2010).

Ha prologado los libros Arias tristes de Juan Ramón Jiménez (Visor); La Grecia eterna de Enrique Gómez Carrillo (Renacimiento); las memorias de la embajadora republicana Isabel Oyarzábal (Hambre de libertad, Almed, Granada, 2011) y la novela gráfica La cólera de Baudelaire de Laura P. Vernetti (Luces de Gálibo, Málaga, 2020).

Algunos de sus estudios sobre poesía se compilaron en Una extraña industria (Universidad de Valladolid, 2008).

 

¿Cuándo comenzó a escribir? ¿Cómo sucedió?

 Sólo en mi madurez he acertado a dilucidar los aprendizajes de la infancia que me acercaron a la poesía. En el verano de 1969, en el que cumplí siete años, mis padres me regalaron la versión adaptada e ilustrada de "Mujercitas" de Louisa May Alcott, editada en Bruguera. Allí dentro encontré a una niña a la que admiraba aunque no era ni una Nancy ni una Marisol. Se llamaba Jo, le gustaba estar con los árboles y hacer teatritos, decía que quería ser escritora. Yo no sabía exactamente lo que era ese escribir, pero quise ser como ella.

Un año o dos más tarde descubrí que las palabras servían para sentir, oler, escuchar y tocar cosas que no estaban realmente cerca de mí. Sucedió gracias a Juan Ramón Jiménez. Entraba en una página de Platero y yo y de pronto me encontraba en una callejuela cegadora de sol oliendo a pan caliente que crujía. Y más adelante brillaban unas uvas tardías al sol o me sorprendía en los ojos y en los pies el frescor de una charca cristalina. Descubría sensaciones que no conocía: la tersura, la lozanía vegetal, la mirada placentera sobre el campo en soledad, la blandura tibia de la piel de un asno.

No sabía que estaba descubriendo dos cosas importantísimas: que las palabras sirven para producir belleza y magia. Y que existían formas de no estar –al menos temporalmente- en medio de lo feo, lo agrio, lo hostil, lo gris, lo insuficiente, lo agresivo de los días reales de la infancia. Ahí empezó todo.

 

¿Qué era la poesía para los poetas de la antigüedad?

 La poesía fue medio y fin de la educación, canto que acompañaba los momentos vitales de fiesta, duelo, trance, enamoramiento, crisis, reflexión sobre el destino, sobre la condición humana, sobre lo divino. Letra de canciones. Modo de rezar. Cifra de la belleza. Exploración del lenguaje: los griegos crearon una civilización del logos, de la palabra. La poesía y los poetas eran sumamente respetados. Por eso fueron grandes y admirables.

En mi caso personal, la pasión por la Antigüedad ha funcionado como estímulo vital, intelectual y creativo a lo largo de mi vida. Los líricos –Safo sobre todo- me han regalado canciones que reciclan antiquísimos himnos y diálogos con la amiga luna, con los cuerpos amados, con las estrellas, con el miedo, con las desazones de la soledad y del exilio. Los poetas trágicos -mi amado Esquilo- me han llevado de la mano a los abismos inmensos de la mente.

 

¿Cree usted que el poeta es también un filósofo?

 En parte sí: la búsqueda, el asombro, las preguntas, las inquietudes, el uso creativo, exacto y honesto del lenguaje, todo eso es común a la poesía y a la filosofía. Pero la poesía elige en sus indagaciones la compañía de la belleza, de la música, del ritmo, y se lleva bien con el misterio.

La filosofía y la poesía me han enseñado algo importantísimo: que el lenguaje no tiene por qué estar en venta. Que no se compra, no se vende, no se canjea, no acepta precios de mercado, no se envasa, ninguna empresa lo puede privatizar. Uno de mis grandes maestros en la poesía es el sabio griego Epicuro: el materialismo de Epicuro vacuna frente a las visiones trascendentalistas y dualistas que tanto daño nos han hecho. Nos hace amar la vida y no temer la muerte.

 

¿Cuáles son sus poetas más admirados? ¿Por qué?

 Safo, Mimnermo, Arquíloco, Esquilo, Catulo, Cernuda, Lorca, Machado, más y más Juan Ramón, y luego Hölderlin y Leopardi, Keats, Yourcenar, Woolf, Dickinson, Sophia de Mello, Cavafis, Pessoa, Pizarnik, Anne Carson, Brines, Caballero Bonald. Y muchos contemporáneos que sería prolijo enumerar. Los admiro porque para mí los poetas son camaradas de Ícaro, de un Ícaro que asciende hacia el sol con alas frágiles de cera y que desatiende los consejos prudentes del padre, las voces que conminan a evitar los peligros que acarrea el vuelo libre. Los admiro porque saben volar alto.

 

¿Cómo ve el panorama poético actual?

 Lo veo rico, variado, múltiple. Y a la vez confuso. Hay mucha prisa en los jóvenes por publicar. Hay mucha falsa poesía en las redes. Y veo poco cuidado formal, poca atención a la parte musical de la poesía. Celebro con mucha alegría la casi normalización de la presencia de mujeres poetas en las librerías, en las antologías, en los premios. La presencia, por fin, de mujeres a la cabeza de las editoriales, como estudiosas, como críticas, como gestoras culturales, como miembros de los jurados importantes. Hay quien cree que esta igualdad es una imposición de lo “políticamente correcto”. Yo creo que es, simple y llanamente, justicia, eso a lo que durante siglos y siglos ninguna sociedad estuvo acostumbrada. 


VERSOS MALDITOS, por Isabel Rezmo.

 


Con el susurro de tus labios

sobre la ladera de mi boca.

Con el espacio de una sencilla ecuación,

con la apariencia del viento o la sequedad

del cuerpo en agosto.

 

Con el desvelo de una lágrima, en el pómulo saliente

de una cortina rasgada por el ictus.

 

Busco los poemas que cegaron los ojos,

rociaron la voz con el perfecto sonido de la duermevela,

con la luna roja pintada en la retina,

con el espasmo de una noche bañada por el cáliz

sagrado de un cuerpo sobre otro,

respirando versos malditos.

ÚLTIMAS PREGUNTAS, por Pedro Pastor Sánchez.

 




¿Por qué? ¿Por qué así? ¿Por qué vosotros? ¿Era realmente necesario? ¿No había otra solución? ¿Acaso no teníais ya lo que queríais? ¿Por qué arrebatarme lo único que me quedaba?

 

            ¿Amor? ¿Era amor lo que decías profesarme, Claudia? ¿Mentían tus ojos el día que me dijiste que querías estar conmigo toda la vida? ¿Era esa una más de tantas mentiras? ¿No podías imaginarte entonces que eso sería imposible? ¿No son veinte años una diferencia demasiado grande? ¿Acaso crees que no me daba cuenta de que, con el tiempo, mi viejo cuerpo te daría asco? ¿Tan loco estaba como para pensar que me serías fiel? ¿Pensabas que no sabía de tus aventuras con tu profesor de tenis? ¿Y con el recepcionista de aquel hotel? ¿Y con mi abogado? ¿Y con cuántos más? ¿Pero alguna vez te dije algo? ¿Verdad que no? ¿Verdad que aguanté con estoicismo semejante cornamenta? ¿Eran tus infidelidades más importantes que la felicidad de nuestra familia? ¿Hubiesen soportado nuestros hijos un traumático divorcio? ¿No era mejor callar? ¿No era mejor mirar hacia otro lado mientras cada uno hacía su vida? ¿Creías, por otra parte, que yo no tuve mis líos de faldas? ¿Alguna vez te preguntaste si encontré en otros brazos el cariño y el placer que tú no supiste darme? ¿No sospechaste que aquella escultural chica venezolana no solo se dedicaba a limpiar el polvo de casa? ¿O te daba igual? ¿Valía todo con tal de mantener tu tren de vida? ¿Tan mal te traté para merecerme tus desprecios? ¿No hubiese sido mejor firmar una tregua? ¿No opinas como yo que nuestras vidas hubiesen sido más fáciles si hubiésemos podido hablar como personas civilizadas? ¿Por qué esa hostilidad? ¿No te pareció bien la educación que di a nuestros hijos? ¿Piensas que fui demasiado estricto? ¿Que no les traté como merecían? ¿Aceptaste alguna vez que los estabas malcriando? ¿No eran demasiado caprichosos? ¿No te parecía excesivo darles todo lo que pedían? ¿Crees que tenía una fábrica de billetes para alimentar a semejantes monstruos? ¿Alguna vez te paraste a pensar sobre la moralidad de sus actos? ¿Y sobre las consecuencias de los mismos? ¿Sin límites? ¿Sin disciplina? ¿Sin valores? ¿Cómo puede un padre ser respetado y querido cuando te encargaste de desacreditarme ante mis hijos, un día tras otro?

¿Por qué lo hiciste, Claudia?

 

            ¿Comprensión? ¿Era compresión lo que me pedías, hijo, cuando parecías no entender el significado de esa palabra? ¿Tan mal padre fui para ti? ¿Tan distintos éramos que estábamos condenados a no entendernos? ¿Nunca pensaste que solo pretendía dejarte mi legado, por el que trabajé tan duro y durante tantos años? ¿Crees todavía, Emilio, que no sabía tu secreto? ¿Por qué nunca confiaste en mí, ni siquiera para decirme lo que de verdad sentías? ¿Piensas que fue fácil empujarte a aquella boda? ¿Recuerdas cuál era nuestra situación entonces? ¿Acaso hubiésemos salido de aquel atolladero sin el apoyo de los Ortega? ¿Te imaginabas que siempre supe que hubieses preferido compartir tu vida con el hermano de la novia? ¿Pero qué hubiesen dicho aquellos curas, dime? ¿Acaso la iglesia hubiese seguido comprando velas a una familia así? ¿El heredero de los Sayago de la mano del vástago de los Ortega? ¿Cuánto tiempo hubiésemos tardado en cerrar la cerería? ¿No te das cuenta de que hubiese sido la ruina para todos? ¿No pagaba la fábrica todos tus caprichos? ¿Por qué renunciar a todo? ¿Podrías haberlo hecho? ¿Sí? ¿Por qué no fuiste valiente y te enfrentaste a mí, a todos, y te quitaste de una vez la careta? ¿Por qué preferiste seguir aquel juego macabro, a sabiendas de que te llevarían a ti y a tu mujer a una infelicidad perpetua? ¿Soy yo el culpable de tus desdichas? ¿Eso crees? ¿También fui yo el que te empujó a la posterior depravación? ¿Elegiste tú el camino o seguiste el que te marqué yo? ¿Era eso lo que siempre me echaste en cara pero nunca te atreviste a discutir cara a cara?

¿Por qué lo hiciste, Emilio?

 

            ¿Confianza? ¿Cómo se puede confiar en alguien que solo vomita mentiras? ¿Puede un padre confiar en una hija que le engaña vilmente? ¿Sabes el dolor que siempre me supuso tu agria actitud hacia mí, Amalia? ¿Te has parado a pensar en lo duro que fue tomar aquella decisión? ¿Y en las lágrimas que derramé cuando comprobé que mis esfuerzos habían sido baldíos? ¿Te arrepentiste de haber abandonado aquel centro de rehabilitación? ¿Piensas que todavía puedes controlar tu adicción? ¿Cuánto más dinero esquilmarás de las arcas familiares para saciarte con ese asqueroso polvo blanco? ¿Nunca has reparado en el sufrimiento de la familia? ¿Sabes el significado de la palabra familia? ¿Formarás algún día una? ¿Me darás ese nieto que siempre quise? ¿Un verdadero y legítimo heredero, no como tu extravagante hermano? ¿Cuántas veces habré soñado con ese momento, Amalia? ¿Por qué nunca entraste en razón? ¿Qué te impulsaba a esa interminable procesión de hombres en tu vida? ¿No eras consciente de que solo pretendían aprovecharse de ti? ¿Por qué me castigabas con tus vicios?

¿Por qué lo hiciste, Amalia?

 

¿Sufrí en ese último instante? ¿O fue una despedida poco traumática? ¿Cuánto tiempo llevabais tramando mi ejecución? ¿Imagináis cómo el miedo te atenaza cuando uno siente cerca su fin? ¿Y más cuando se tiene la certeza de que son los tuyos los que te quieren muerto? ¿Quién fue el que lo tramó todo? ¿Y quién lo ejecutó finalmente? ¿O tuvisteis que recurrir a un sicario para no mancharos las manos? ¿De verdad pensabais que aquí terminaba todo? ¿Me creéis tan estúpido como para no haber tomado mis precauciones? ¿Fue la irrupción de Mariola en mi vida la que os alentó a dar el paso? ¿Pensabais que peligraba vuestra herencia? ¿Y si yo había considerado ya esa posibilidad? ¿Y si ya no tuviese miedo a morir? ¿Y si este cáncer que me corroía me hubiese hecho replantearme mi menguante futuro? ¿Os sorprende saber que me quedaba poco tiempo de vida? ¿Reconocéis ahora la estupidez de vuestros actos? ¿Pero cómo podíais saber que era cuestión de tiempo? ¿Cómo se ve la vida tras las rejas, despojados de toda prebenda?

 

¿Siguen quedando preguntas sin respuesta? ¿O las preguntas han generado más preguntas? ¿Puede por favor, señor notario, terminar de leer este peculiar testamento? ¿Puede decirles a mis queridos familiares que no lamento en absoluto el aprieto en el que ahora se encuentran? ¿Y que he decidido visitar sus tumbas cuando de nuevo pueda caminar entre los vivos? ¿No entendéis nada? ¿Creéis que este viejo loco ha perdido la cabeza? ¿No os imagináis hasta qué punto es así? ¿Os acordáis de Walt Disney y su bizarra idea de revivir algún día? ¿Sabéis lo que cuesta mantener mi cabeza criogenizada en un tanque helado? ¿Caéis en la cuenta ahora de que nunca os acercareis a mi fortuna? ¿Quién será el que ría el último en esta familia? ¿Sorprendidos?

 

 

 

 

domingo, 30 de octubre de 2022

PACTAR EL VERSO, por Isabel Pérez Aranda.

 


Si te ocultas

tienes las horas contadas,

tu ocaso de sílabas sueltas

no confunden a nadie,

ni siquiera los versados en materia

requieren tu condición de musa

para ser reina del mambo.


Ya veo que quieres pactar el verso,

quizá el día se desgaja,

quizá la noche nos conecta.


Faltaría apelar a la cordura,

esa que en ti descansa.

FOTOGRAFÍAS, por Tomás Sánchez Rubio.

 


 

Ando viendo álbumes viejos

de descoloridas cubiertas ajadas,

hojas pegajosas

como la resina untuosa del tiempo,

y olor a sepulcros blanqueados

con el almidón de diversas

escasamente ejemplares

historias incompletas.

 

Son testimonios acurrucados

en eterna posición de defensa

que observan a la prole de su prole

desde los rincones

de las casas grandes, pequeñas

o de mediana edad.

Se han ganado el título

de supervivientes de mareas

y de épocas siempre mejorables,

o quizá no. Quizá sí.

 

Con sabor a estantería abandonada

a su suerte, a papel mojado

y a marcapáginas en forma

de rosas marchitas,

les hacen hueco a vidas

que caducaron hace demasiado,

como delicados paños de hilo

enterrados en la memoria.

 

En cuadrados desvaídos se reviven

pequeños dramas que juegan al escondite

con los abrigos de cheviot,

los jerséis de cuello alto 

y los pantalones anchos

que asoman bajo trencas

no aptas para la lluvia

del otoño de las cosas.

 

Resultan tan sumisas las fotos antiguas…

Fríamente dóciles como felinos

que admiten mirarte

a los ojos a cambio del cotidiano

pan y de tus abrazos.

 

Me he llevado toda la tarde

borrando las caras

de los protagonistas

a golpe de recuerdo,

con la muda banda sonora

del pasado martilleando

las sienes como una triste pérfida

canción de verano.

 

Los ancianos escupen refranes

cuando de nuevo miran al objetivo,

mientras ríen amargamente

con sus bocas desdentadas y sabias.

 

Los niños me disparan balas de corcho

con sus escopetas de plástico marrón y negro

y las niñas sonríen tímidas, casi en secreto.

Me enseñan sus vestidos

y sus muñecas nuevas,

náufragos insomnes

en todo un solemne océano de lágrimas.

EL RECUERDO, por María Jesús Ortiz Moreiro.

 



                                                                                              Una reflexión 


La pandemia nos ha cambiado. Es algo que se nos revela como verdad indiscutible hasta en el detalle más insignificante. ¡Ay, esos detalles insignificantes! Que le hablen sobre variaciones mínimas al protagonista de “El ruido de un trueno” de Ray Bradbury, cuando, tras pisar sin querer una mariposa prehistórica, la vuelta al futuro no va como esperaba y comprueba cómo el mundo que había dejado cuando emprendió su viaje al pasado resulta ser desconcertantemente distinto en determinados aspectos que luego resultan decisivos. Un sinfín de pequeñas discordancias en su regreso le advierten de las fatales consecuencias del atrevimiento de haber trastocado las reglas del espacio y del tiempo. Nosotros no motivamos la pandemia. Tampoco es la nuestra una realidad de proporciones tan pequeñas como una mariposa. Pero el relato de Bradbury sí tiene en común con el relato de nuestro presente lo relativo a las muchas mínimas variaciones de muy diverso tipo que la pandemia y sus derivadas han provocado en nuestras vidas y que nos llevan a esa frase con la que arrancaba: la pandemia nos ha cambiado.

Aquellos meses de encierro, de inquietud y desesperanza alteraron nuestra idea del paso del tiempo y la del valor del espacio. El primero perdía sentido, pues que fueran las diez de la mañana o las cuatro de la tarde, en una agenda embargada, era intrascendente. Además, ante un virus de comportamiento imprevisible en el que quién vivía y quién se infectaba o moría se escapaba de cualquier lógica médica y humana, convivían en nuestro ánimo el carpe diem y el memento mori. Exprimir con entusiasmo cada instante o resignarse ante nuestra efímera existencia, ante nuestra inexorable caducidad eran posturas que adoptábamos indistintamente y sin pestañear. Por otro lado, el espacio, al asumir tan múltiples usos, desvirtuaba el significado que le teníamos reservado. La pandemia, por tanto, hizo saltar por los aires nuestras coordenadas de espacio y tiempo y nuestro ser y estar en el mundo quedaba en suspensión. Fue un momento propicio para las distopías, no ya las literarias, las cinematográficas, sino las que le oíamos al vecino de balcón, las que leíamos de este y aquella que comentaban en redes sociales, lo que veíamos en nuestro reflejo en el espejo. 

Ahora que estamos retomando viejas rutinas, que estamos volviendo a antiguas costumbres, comprobamos que una parte nuestra sigue perdida en aquella falta de ejes a los que asirse y suena en ese ingrávido espacio un eco: la más que sospecha, certidumbre, de que no seremos nunca más los que éramos antes de febrero de 2020.

Antes de que todo empezara y nos cambiara para siempre, yo encontraba paz visitando cementerios. Templos de calma a una y otra orilla. Y sí, si la pandemia ha modificado algo en especial, ha sido nuestra percepción de la muerte y el sonido del silencio.   

En mi reciente visita al cementerio donde descansan mis seres queridos salieron a mi encuentro sensaciones nuevas. Naturalmente pensé en los muertos no llorados, los familiares no abrazados, los duelos no cerrados por las restricciones impuestas por las circunstancias pandémicas. Pero hubo algo, mucho más. Me iba deteniendo ante las tumbas de mis abuelos, de tíos, de parientes, de amigos, de conocidos. Junto a mi madre, que me acompañaba, intentábamos comentar algo sobre ellos a modo de flores que dejar para honrar su memoria. Entonces me di cuenta de algo. De que no caben en el nicho ni en unos pocos minutos todas las vivencias que nos unen a ellos. El peso del silencio, el calibre de lo que la muerte terrenal significa, que cristalizan en la tristeza, la ausencia, la nostalgia vienen por ese enorme, insalvable desajuste entre el espacio y el tiempo.

Es tiempo. Nos falta tiempo para recuperar todo lo que fueron, para hacer un retrato fiel de ellos con palabras.

Es tiempo. El que pedimos, inútilmente, para esa última conversación pendiente.

En el cementerio el tiempo se ensancha hasta la eternidad. Nosotros, con relojes asidos a nuestras muñecas, con campanas que dan la hora, nos movemos en otra esfera temporal. Nos separa de quienes ya partieron el tiempo, aunque compartamos espacio en nuestras visitas al cementerio. Y ello nos obliga a reencontrarnos con nuestros muertos en una dimensión ajena al paso del tiempo: el recuerdo. El recuerdo es un presente continuo. No hay pasados, perfectos ni imperfectos. No hay futuros, simples ni compuestos. Solo cabe conjugarlo en presente simple -y llanamente. Residir en los recuerdos es la manera en la que todos, vivos y muertos, seguimos formando parte de un todo que nos define más allá del espacio y del tiempo.


LA TRAVESÍA, por Pepe Velasco Romero.

 


Es de noche, el heterogéneo grupo arracimado junto al patrón de la patera —al que previamente han pagado un buen puñado de dirhams por el pasaje— esperan ansiosos a que este tome la decisión de hacerse a la mar. El viento sopla con fuerza, y a cortos intervalos, ráfagas de fuerte y fría lluvia golpea sus ateridos cuerpos, empapándolos completamente. El mar rompe con fuerza contra las rocas próximas, con constante y monótono rugido, que junto con la impenetrable oscuridad y la periódica lluvia, dan a la noche un aspecto inquietante y poco acogedor.

—¡Arriba todos, nos hacemos a la mar! —ordena el hombre después de escrutar la noche en dirección al mar durante algún tiempo.

Suben apresurados y se acomodan lo mejor que pueden apretando contra sí sus escasas pertenencias. Algunos rezan en silencio. Tshimpanga tiene un nudo en el estómago. Está asustado. Aunque disimula su miedo, si intentara ahora ponerse en pie, sus piernas no le responderían. Sentado a su lado, su amigo Lamin intenta darle ánimos:

—¡No te preocupes, todo irá bien!

Haufar, su otro amigo, sentado frente a este, lo mira y sonríe irónico.

—¿Lo crees de verdad, Lamin? —le dice con una mueca de hastío, quizá hecha a propósito para disimular su propio miedo.

—¡Pues claro, hombre! ¡Esto solo es un mal trago que hemos de pasar y pronto estaremos todos juntos al otro lado! —asevera Lamin, intentando calmarse a sí mismo.

Lamin recuerda a su familia: su mujer y los tres pequeños que ha dejado en su país.

El motor empuja con fuerza la embarcación, pero el mar mantiene con ella una lucha sin tregua. La golpea con fuerza una y otra vez, lo que produce un continuo y penoso bamboleo entre sus ya sufridos pasajeros. Pero avanza inexorable hacia su destino. Las horas pasan imperceptibles para ellos y un atisbo de ilusión se dibuja casi en algunos rostros. Después de largas horas de travesía, el patrón —hombre cetrino y taciturno— otea el mar. No le gusta el cambio que está dando el tiempo. «Si no arriban pronto a la costa, tendrán dificultades», piensa para sí.

El mar se encrespa más y más a cada momento. Y el viento sopla ahora con violencia casi huracanada. La patera cruje. Ahora las olas juegan con ella y la mueven a su antojo, lo que torna prácticamente imposible su gobierno. Inesperadamente, Tshimpanga siente cómo la inmensa fuerza de una gigantesca ola lo arranca de a bordo, arrastrando también a Lamin, que asustado se agarra a él con fuerza. Una segunda ola con más violencia aún que la anterior voltea la barcaza y lanza al mar al resto de sus aterrorizados ocupantes. Todo es confusión y gritos de pánico, y la oscuridad de la noche no ayuda precisamente a disipar el miedo ni albergar esperanzas. Tshimpanga, que tiene agarrado fuertemente a su amigo pese a estar él mismo nervioso y asustado, se hace cargo rápido de la situación y reacciona intentando por todos los medios mantener la calma.

Lamin, ahora con todos sus miembros paralizados por el miedo, se agarra a su amigo con toda la fuerza que le da su desesperación e instinto de supervivencia, a la vez que le suplica incesantemente con palabras entrecortadas y casi incoherentes:

—¡Tshimpanga, por favor, sálvame! ¡Mis hijos! ¡Por favor, sálvame!

Tshimpanga intenta zafarse de él con un esfuerzo sobrehumano, pero le resulta materialmente imposible. Las manos de su amigo se aferran a él como tenazas. «Si no lo logro, nos ahogaremos los dos», piensa exasperado.

Ocupado en su desesperado forcejeo, presiente, más que ve, una masa negruzca y sólida que se les echa encima y los golpea con fuerza. La barcaza, ahora medio hundida, deambula al antojo de las olas. A él lo ha alcanzado en el hombro y en menor medida en la cabeza. Pero a Lamin lo ha alcanzado de lleno. Tshimpanga siente un corto desmayo y, al recobrarse, ya no siente la presión de su amigo. Lo llama desesperado, pero no obtiene respuesta, solo oye el estremecedor rugido del mar. El forcejeo lo ha dejado exhausto y ha tragado mucha agua, pero la fuerza y vigor que le da su juventud, junto con su instinto de supervivencia, le impelen a nadar sin tregua para salvarse. Pierde la noción del tiempo, nada como un autómata. Por un momento imagina cómo encontrarán su cuerpo, hinchado y sin vida, en cualquier rincón de una solitaria playa. Inesperadamente, sus entumecidos pies tocan algo sólido. No lo puede creer, hace pie. Saca fuerzas de flaqueza y, ayudado por el empuje de una ola que lo arrastra con violencia, cae de bruces sobre la mojada arena.

 


VERGÜENZA PLANETARIA, por Mauricio Jaramillo Londoño.

 

900 invitados a una ceremonia dizque privada; príncipes, reyes, primeros ministros, presidentes, cancilleres, primeras damas que son realmente segundas o terceras amantes, miles, millares, millones de británicos y teleaudientes del planeta entero, asistiendo en persona, desfilando o siguiendo los rituales que durante días de días se sucedieron para enterrar a una persona cuyo cuerpo se corromperá como todos los cuerpos, como los de las vacas, los murciélagos y los insectos.

 Se paran frente al féretro envuelto en una bandera y le hacen reverencia como si estuviese viva la mujer; hacen colas de horas y horas para inclinarse ante el sarcófago.

 Súbditos planetarios, siervos del poder de las monarquías, vasallos de los ricachones, criados del oropel, feudatarios de quienes representan desde hace milenios a los opresores y despojadores de la vida, honra, dinero de los ciudadanos de la Tierra.

 Con razón soportan centurias de pobreza, siglos de aplastamiento, milenios de injusticia.

 Me da vergüenza, me siento desconsolado, triste y solitario ante la genuflexión de mis congéneres que olvidan —manejados por los medios que se frotan las manos ante audiencias inmensas para vender los anuncios de sus contratantes—, cuántas desgracias, maldiciones y muertes representan las monarquías.

 Olvidan mis semejantes que no debe haber señorío sobre este astro llamado Tierra, distinto al del hombre con el hombre y no el del hombre sobre el hombre.

 Dejan de lado los dolores infinitos que costó independizarnos de la Corona española, la inglesa, la belga, la francesa, la japonesa.

 Entierran las duras batallas de Europa entera contra los emperadores que se creían hijos de Dios y dueños de los hombres.

 Ya entiendo por qué tres mil millones de miserables que reptan sobre esta costra terrestre aceptan, estos y el resto de reptiles humanos, que haya un reino poseedor de tres mil millones de dólares dedicados a fiestas, castillos, ceremonias, viajes, pajes, mayordomías, camarlengos, coperos, cortesanos, confesores, ayos, caballerizos, en fin, toda clase de personajes dedicados a ‘Servir a Su Majestad’.

 Con esta condición ‘SERVIL’, que bien podría traducirse como ‘SER VIL’, no me extraña, entonces, que estemos condenados de antemano no a ‘Cien años de soledad’ sino a ‘Mil años de miseria’.

 Abajo la Monarquía, viva la República.

FUEGO BENDITO, por Josefina Martos Peregrín.

                                                               Del poemario “Fuego de invierno”


Puesta a desear absurdos, elijo el mayor. Aun sabiendo que todo pasa, que nada queda, como las naves, como las nubes, como las sombras.

Le ocurrió a mi abuelo, quiso ver a la amada veinte años después de muerta, convencido de que algo quedaría de su belleza: Un montón de polvo, una cabellera seca, huesos en desorden, como de insomnio en la tumba.

Era de esperar, y sin embargo no lo esperaba. Desde entonces hizo del adiós promesa y de la nada su futuro.

No soy mi abuelo, tampoco soy Kempis. Bendigo la piedad de las cenizas.

EL MALENTENDIDO, por José Luis Raya Pérez.

 


El dolor que produce la escena final de Romeo y Julieta nos hace comprender el daño que puede hacer un malentendido. Aquella puñetera carta no llegó a su destino. Cuando la dama despierta y contempla a su Romeo muerto se suicida con un puñal. También es la representación de la alegoría más despiadada del amor verdadero. Los malentendidos se sucedieron anteriormente en La Celestina. La crítica afirma que Shakespeare quedó fascinado por la magnífica obra de Fernando de Rojas. En cualquier caso, los malentendidos han sido generadores tanto de ingenuos desencuentros como de auténticas puñaladas por la espalda. Una sencilla aclaración hubiera evitado todo ese dolor innecesario.

Muchas de las contiendas bélicas se han producido por absurdos malentendidos, como el hecho de imprimir el verdadero itinerario del archiduque Francisco Fernando y confundirlo con el falso; otros malentendidos no han hecho tanto daño como “Yucatán” que significa “no te comprendo”, así respondían los indígenas, por lo que los españoles lo usaron como topónimo. Colón también creyó que había llegado a las Indias. Podríamos realizar una historia del malentendido y quedaríamos fascinados ante tanto ingenuo despiste, mala interpretación o solo dejadez. En ocasiones, el curso de la historia ha sido dirigido por estos estúpidos malentendidos.

Recuerdo la cara de sorpresa de mi compañero de viaje cuando el taxista nos dejó en una calle de París cuyo nombre coincidía con el de una plaza, adonde queríamos llegar, lo malo es que se encuentran en los extremos opuestos de la inmensa urbe. Los malentendidos suelen solucionarse si existe la voluntad por ambas partes. Bueno, solo tuvimos que coger otro taxi. También he tenido que solucionar determinados conflictos que han surgido en el aula, la mayoría generados por malentendidos entre los adolescentes. El malentendido no entiende de edades ni de clases sociales o culturales. Se trata de una confusa o mala interpretación por parte del receptor. “No me hago responsable de lo que tú interpretes”, interpela a menudo el emisor, cuando su paciencia se ha desmoronado.

Por otra parte, el malentendido, la duplicidad de significados o la llamada anfibología o dilogía han servido de base para multitud de comedias de enredo, desde nuestro nobel Benavente, pasando por Arniches, Muñoz Seca o los Quintero. Todos hemos reído con las hilarantes situaciones de nuestra querida Lina Morgan, heredera de la comedia burguesa y el teatro cómico. A su vez, mucho le debemos a las comedias grecolatinas, es como si el mundo no hubiera avanzado: Aristófanes, Plutarco, Plauto y Terencio. Don Quijote y Sancho se mueven, a menudo, tirando de anfibologías y malentendidos.

El malentendido, por consiguiente, puede tener dos caras: la parte burlesca y la dramática.

Cuando sucede lo primero las partes en conflicto pueden llegar a desternillarse; sin embargo, la parte dramática es la más complicada y dolorosa, sobre todo si acaba enquistándose y la solución se volatiliza como una nube negra que pasa de largo a través de una noche aciaga. Recordemos aquel maldito escriba que cambió el signo de puntuación de posición y se produjo el fatal malentendido: “Perdón; imposible ejecución inmediata” VS. “Perdón imposible; ejecución inmediata”. Y se quedó tan pancho. Quién no recuerda el ingenioso calambur protagonizado -dicen- por Quevedo, cuando se atrevió a decirle a la reina Isabel de Borbón públicamente que era coja. Previamente, le colocó a su diestra, claveles, y a su siniestra, rosas: “Entre claveles y rosas su majestad escoja”.

Nuestra sociedad y, con frecuencia, nuestras relaciones humanas se instalan en el cenagoso inframundo del malentendido. Para colmo de males apareció el guasap y nos complicó aún más la vida. Los mensajes se abrevian, se malinterpretan, faltan matices y adjetivos, nos encontramos con un monosílabo escueto, los signos de puntuación brillan por su ausencia y, como el receptor se encuentre en un estado de alteración extrema, todo puede derivar hacia el caos, pues a menudo el sentido de muchos mensajes depende de nuestro estado de ánimo.  ¡Cuántas relaciones se habrán roto! A ello se le une el maldito orgullo, la envidia, la soberbia o la ira. Malas consejeras de los malentendidos o si no que le pregunten a Yago, aunque el que estranguló a Desdémona por infiel fue el archi-celoso Otelo, pero ahí estaba Yago para introducirle los demonios a través de Casio. Otra trágica pieza dramática se titula precisamente “El malentendido” de Albert Camus: entre madre e hija asesinan, sin saberlo, a su propio hijo y hermano. Tanto dolor se remonta a la Grecia tremenda, como la asfixiante historia de Edipo de Sófocles.

En nuestro entorno social o familiar, si no se soluciona el malentendido a tiempo, se enquista, se convierte en una suerte de áspero fósil viviente. Muchas veces, ese estúpido malentendido va seguido por una sucesión de innumerables equívocos que permiten que aquel granito de arena se convierta en una montaña inaccesible hasta que quedamos sepultados por tantos malentendidos encadenados.

Entonces llega la desolación, la congoja, y, por último, quizás sea lo más triste: la indiferencia.

SOLO ABRÍ LA PUERTA, por Esneyder Álvarez.

 


Vivía en medio del silencio,

Cada mañana despertaba 

con una espina enterrada en el cuerpo,

La luz de mi habitación no era sufriente 

para ver donde caminar,

debido a la neblina oscura y densa que salía de mi alma,

Una neblina que se nutría de mi rencor, 

amargura y soledad.

 

La tierra donde caminaba era áspera e infértil,

mi cuerpo era alimentado de la envidia y la aflicción,

un día me quebranté, mi llanto era interrumpible,

mis lagrimas humedecieron cada espacio de la habitación.

 

El silencio fue interrumpido por un fuerte y estremecedor golpe a la puerta,

la abrí,

la luz que reflejabas hizo que la neblina no se percibiera,

me miraste, me abrasaste y me dijiste:

tu soledad ha terminado,

ha sido habitado tu corazón,

te doy mi amor.

 

La neblina dejo de esparcirse,

mi corazón empezó a sentir algo que jamás había experimentado,

comencé a caminar,

pude disfrutar por primera vez la belleza de la primavera,

deleitarme con el cántico de los pájaros,

erizarme con la caricia del verde pasto.

 

En la mañana siguiente,

al despertar las espinas ya no atravesaron mi piel,

esta vez desperté con la caricia más dulce,

la que desprende la ternura de su presencia,

entendí que por primera vez pude sentir el verdadero amor, 

el amor de mi padre,

tú amor… mi amado Dios.

DEATH METAL RABBIT por Alberto Rincón Verdugo




Toda una vida me estaría contigo…” Paquita cierra los ojos mientras la voz aterciopelada de Antonio Machín la acompaña en otro amanecer insomne sentada en la mesa de la cocina.

            Han pasado casi tres años desde que enviudó, pero aún conserva las mismas costumbres que cuando Manuel vivía. Muchas madrugadas, mientras éste roncaba impetuosamente, Paquita, incapaz de conciliar el sueño, se levantaba, hacía una manzanilla y escuchaba una de las viejas casetes de boleros en el aparato de la cocina. Le gustaba más el sonido del reproductor de CDs del salón, pero Manuel siempre se opuso a cambiarlo de sitio y ahora, ya frisando los ochenta, ha terminado por acostumbrarse.

            Se asoma por la ventana que da al patio trasero. La luz de julio comienza a acariciar la copa de los almendros. Observa el huerto languidecer, colmado de malas hierbas. Suspira, recordando todas las mañanas que ambos le dedicaron. “Cuando Manuel murió comenzaron a hacerlo suyo”, piensa. Primero fueron los tubérculos, echados a perder. Luego acelgas y lechugas. Ahora les tocaba a los frutales, cada vez con más ramas secas y peores frutos.

            Por el rabillo del ojo percibe un movimiento junto al limonero. Se ajusta las bifocales y lo descubre. Es pequeño, todavía un gazapo, pero tiene todo el desparpajo de un conejo adulto. Esta royendo unas raíces. Las raíces del limonero: el árbol que plantaron juntos después de casarse. A Paquita se le enciende el rostro. Agarra la escoba y sale al corral. “Lo voy a dejar tieso” murmura. Se acerca decidida, blandiéndola. Pero no llega. Siente un agudo dolor en el tobillo y cae al suelo.

             El taxi la deja frente a su puerta. Se apoya en la muleta al bajar. El doctor le dijo que al menos la use un mes: “Paquita, ha sido un esguince leve. Pero no puede alterarse así. Pudo ser peor. Imagine la rodilla o la cadera. Debería usted solar todo el patio”.

             Justo cuando introduce la llave escucha un estruendo en la casa de enfrente. “Vaya, ya está aquí el nieto de los Vázquez”, piensa. Paquita menea la cabeza y entra mientras las ventanas del vecino reverberan. 

            Se sienta pesadamente en la cocina y contempla el patio. Al menos cuenta una docena de conejos campando despreocupados. Advierte que hay nuevas madrigueras. “Si al menos Manuel estuviera aquí, podríamos hacer algo”, se lamenta. Abatida, presiona el play del radiocasete. “…Se te olvida que hasta puedo hacerte mal si me decido…” canta Luis Miguel. De repente, se le dilatan las pupilas y su boca se tuerce en una sonrisa maliciosa.

          Paquita llama a la puerta de los Vázquez. Una, dos, tres veces. El timbre apenas se oye con la música. Al fin, la puerta se abre y un joven, alto, delgado y completamente vestido de negro aparece en el umbral. A su espalda voces guturales y acordes disonantes se mezclan en una atmósfera cargada de humo dulzón.

            – ¿Sí, que quiere? –espeta seco.

            – Buenos días, joven. Eres Iker, el nieto de Eusebio, ¿verdad? ¿Puedes bajar eso? Apenas te oigo.

            – “Eso” es Death Metal, abuela. Y del bueno. Dígame qué quiere.

            – Mira, majo. Seguro que tus abuelos estarían muy disgustados si se enteran de que este verano, en vez de estudiar en el pueblo, te vienes aquí a escuchar… ¿cómo era? ¿”dez” metal? Y a fumar esas porquerías. Ya me dijo Eusebio que en la carrera vas regular. ¿Cuántas te han quedado? ¿Cuatro? ¿Cinco?

            El rostro de Iker enrojece ocultando un acné descontrolado. Baja el volumen.

            – Mucho mejor. Verás, tengo un problema y tú me puedes ayudar. Seguro que podemos entendernos.

 

Iker se lava las manos manchadas de tierra en la cocina. Resopla:

            – Paquita, mire, a mí me da igual. ¿Pero está segura de lo que hace? Habrá otras soluciones. ¿Ha llamado a…?

            – Estoy convencida –le interrumpe ella–. Entonces ¿está todo listo? ¿Sólo hay que encenderlo? – pregunta mientras coge una casete de Lucho Gatica.

            Iker la detiene. Le quita el casete y le tiende otro.

            – Espere. Si va a hacerlo, hágalo a lo grande. Tomé. No vea lo que me ha costado grabar en este formato.

            – “Blodunter” –lee Paquita con dificultad–. ¿Qué es?

            – Bloodhunter –corrige Iker–. Es una banda brutal. Su vocalista es una tía con una voz tremenda que…

            Paquita sonríe y no le deja terminar. Introduce el casete. Sube el volumen al máximo y pulsa play.

            Afuera atruena un apocalipsis. Decenas de conejos despavoridos corren por doquier. Varios altavoces introducidos en las madrigueras hacen vibrar la superficie del patio levantando un polvo fino que añade irrealidad a la escena. A los tres minutos no queda un conejo vivo a la vista. Los que no escaparon yacen inertes en el suelo. Paquita apaga el aparato y extrae el casete.

            – Oye, Iker. Y este grupo ¿no cantará también boleros?