El dolor que
produce la escena final de Romeo y Julieta nos hace comprender el daño que
puede hacer un malentendido. Aquella puñetera carta no llegó a su destino.
Cuando la dama despierta y contempla a su Romeo muerto se suicida con un puñal.
También es la representación de la alegoría más despiadada del amor verdadero.
Los malentendidos se sucedieron anteriormente en La Celestina. La crítica afirma que Shakespeare quedó fascinado por
la magnífica obra de Fernando de Rojas. En cualquier caso, los malentendidos
han sido generadores tanto de ingenuos desencuentros como de auténticas
puñaladas por la espalda. Una sencilla aclaración hubiera evitado todo ese
dolor innecesario.
Muchas de las
contiendas bélicas se han producido por absurdos malentendidos, como el hecho
de imprimir el verdadero itinerario del archiduque Francisco Fernando y
confundirlo con el falso; otros malentendidos no han hecho tanto daño como “Yucatán” que significa “no te
comprendo”, así respondían los indígenas, por lo que los españoles lo usaron
como topónimo. Colón también creyó que había llegado a las Indias. Podríamos
realizar una historia del malentendido y quedaríamos fascinados ante tanto
ingenuo despiste, mala interpretación o solo dejadez. En ocasiones, el curso de
la historia ha sido dirigido por estos estúpidos malentendidos.
Recuerdo la
cara de sorpresa de mi compañero de viaje cuando el taxista nos dejó en una
calle de París cuyo nombre coincidía con el de una plaza, adonde queríamos
llegar, lo malo es que se encuentran en los extremos opuestos de la inmensa
urbe. Los malentendidos suelen solucionarse si existe la voluntad por ambas
partes. Bueno, solo tuvimos que coger otro taxi. También he tenido que
solucionar determinados conflictos que han surgido en el aula, la mayoría
generados por malentendidos entre los adolescentes. El malentendido no entiende
de edades ni de clases sociales o culturales. Se trata de una confusa o mala
interpretación por parte del receptor. “No me hago responsable de lo que tú
interpretes”, interpela a menudo el emisor, cuando su paciencia se ha
desmoronado.
Por otra
parte, el malentendido, la duplicidad de significados o la llamada anfibología
o dilogía han servido de base para multitud de comedias de enredo, desde
nuestro nobel Benavente, pasando por Arniches, Muñoz Seca o los Quintero. Todos
hemos reído con las hilarantes situaciones de nuestra querida Lina Morgan,
heredera de la comedia burguesa y el teatro cómico. A su vez, mucho le debemos
a las comedias grecolatinas, es como si el mundo no hubiera avanzado:
Aristófanes, Plutarco, Plauto y Terencio. Don Quijote y Sancho se mueven, a
menudo, tirando de anfibologías y malentendidos.
El
malentendido, por consiguiente, puede tener dos caras: la parte burlesca y la
dramática.
Cuando sucede
lo primero las partes en conflicto pueden llegar a desternillarse; sin embargo,
la parte dramática es la más complicada y dolorosa, sobre todo si acaba
enquistándose y la solución se volatiliza como una nube negra que pasa de largo
a través de una noche aciaga. Recordemos aquel maldito escriba que cambió el
signo de puntuación de posición y se produjo el fatal malentendido: “Perdón;
imposible ejecución inmediata” VS. “Perdón imposible; ejecución inmediata”. Y
se quedó tan pancho. Quién no recuerda el ingenioso calambur protagonizado
-dicen- por Quevedo, cuando se atrevió a decirle a la reina Isabel de Borbón
públicamente que era coja. Previamente, le colocó a su diestra, claveles, y a
su siniestra, rosas: “Entre claveles y rosas su majestad escoja”.
Nuestra
sociedad y, con frecuencia, nuestras relaciones humanas se instalan en el
cenagoso inframundo del malentendido. Para colmo de males apareció el guasap y nos complicó aún más la vida.
Los mensajes se abrevian, se malinterpretan, faltan matices y adjetivos, nos
encontramos con un monosílabo escueto, los signos de puntuación brillan por su
ausencia y, como el receptor se encuentre en un estado de alteración extrema, todo
puede derivar hacia el caos, pues a menudo el sentido de muchos mensajes
depende de nuestro estado de ánimo. ¡Cuántas relaciones se habrán roto! A ello se
le une el maldito orgullo, la envidia, la soberbia o la ira. Malas consejeras
de los malentendidos o si no que le pregunten a Yago, aunque el que estranguló
a Desdémona por infiel fue el archi-celoso
Otelo, pero ahí estaba Yago para introducirle los demonios a través de Casio.
Otra trágica pieza dramática se titula precisamente “El malentendido” de Albert
Camus: entre madre e hija asesinan, sin saberlo, a su propio hijo y hermano. Tanto
dolor se remonta a la Grecia tremenda, como la asfixiante historia de Edipo de
Sófocles.
En nuestro
entorno social o familiar, si no se soluciona el malentendido a tiempo, se
enquista, se convierte en una suerte de áspero fósil viviente. Muchas veces,
ese estúpido malentendido va seguido por una sucesión de innumerables equívocos
que permiten que aquel granito de arena se convierta en una montaña inaccesible
hasta que quedamos sepultados por tantos malentendidos encadenados.
Entonces llega
la desolación, la congoja, y, por último, quizás sea lo más triste: la indiferencia.
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