900 invitados a una ceremonia dizque privada; príncipes,
reyes, primeros ministros, presidentes, cancilleres, primeras damas que son
realmente segundas o terceras amantes, miles, millares, millones de británicos
y teleaudientes del planeta entero, asistiendo en persona, desfilando o
siguiendo los rituales que durante días de días se sucedieron para enterrar a
una persona cuyo cuerpo se corromperá como todos los cuerpos, como los de las
vacas, los murciélagos y los insectos.
Se paran frente al féretro envuelto en una bandera y le
hacen reverencia como si estuviese viva la mujer; hacen colas de horas y horas
para inclinarse ante el sarcófago.
Súbditos planetarios, siervos del poder de las monarquías,
vasallos de los ricachones, criados del oropel, feudatarios de quienes
representan desde hace milenios a los opresores y despojadores de la vida,
honra, dinero de los ciudadanos de la Tierra.
Con razón soportan centurias de pobreza, siglos de
aplastamiento, milenios de injusticia.
Me da vergüenza, me siento desconsolado, triste y solitario
ante la genuflexión de mis congéneres que olvidan —manejados por los medios que
se frotan las manos ante audiencias inmensas para vender los anuncios de sus
contratantes—, cuántas desgracias, maldiciones y muertes representan las
monarquías.
Olvidan mis semejantes que no debe haber señorío sobre este
astro llamado Tierra, distinto al del hombre con el hombre y no el del hombre
sobre el hombre.
Dejan de lado los dolores infinitos que costó independizarnos
de la Corona española, la inglesa, la belga, la francesa, la japonesa.
Entierran las duras batallas de Europa entera contra los
emperadores que se creían hijos de Dios y dueños de los hombres.
Ya entiendo por qué tres mil millones de miserables que
reptan sobre esta costra terrestre aceptan, estos y el resto de reptiles
humanos, que haya un reino poseedor de tres mil millones de dólares dedicados a
fiestas, castillos, ceremonias, viajes, pajes, mayordomías, camarlengos,
coperos, cortesanos, confesores, ayos, caballerizos, en fin, toda clase de
personajes dedicados a ‘Servir a Su Majestad’.
Con esta condición ‘SERVIL’, que bien podría traducirse como
‘SER VIL’, no me extraña, entonces, que estemos condenados de antemano no a
‘Cien años de soledad’ sino a ‘Mil años de miseria’.
Abajo la Monarquía, viva la República.
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