La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 30 de junio de 2021

EL SECRETO DE LA LLUVIA (Leyenda)., por Pepe Velasco Romero.

 


               Los dos muchachos marchaban amodorrados y cansinos tras la recua que guiaban. Caminaban asidos a sendos cabos que sobresalía de los  aparejos de las caballerías; para así mejor mitigar el agotamiento derivado de la larga caminata y del viento pertinaz y cansino que les había  soplado de cara durante todo el viaje. Conducían aquellas recuas desde que tenían memoria. Se habían pasado toda su joven vida desde que eran unos chiquillos, acarreando mercadería y enseres de un lado para otro sin apenas descanso. El padre de uno de ellos, que también  había sido arriero durante toda su vida, era el propietario de la pequeña caravana que por siempre se había  dedicado al transporte de productos y utensilios de todo tipo a lo largo y ancho de todo un amplio territorio. Ambos muchachos siempre se habían presumido  camaradas y amigos, desde la más tierna infancia. Pero como casi siempre ocurre; uno de los factores de diferenciación  entre ambos jóvenes, era el patrimonio  de la familia de cada uno de ellos. Por supuesto, también había otros muchos factores de mayor o menor transcendencia  que se sumaban, al ya mencionado del dinero. Contribuía a ello también el carácter, el talento, el instinto y por supuesto la genialidad  y forma de afrontar la vida y sus vericuetos de cada uno de ellos. Aunque ambos conducían aquellos animales de carga con suma dedicación y extremado esmero. Alfredo solo era un simple peón al servicio del padre de su “amigo”. <<Un bracero ganapanes, que no tenía donde caerse muerto>>.  Como con bastante  frecuencia e insistencia intentaba  recordarle Enrique; su compañero y cacareado amigo. Sobre todo, cuando estaban ante alguien; para así bajarle los humos.  <<Por si al muchacho se le ocurría creerse algo más que un don nadie>>. Justificaba la retorcida mente del engreído mozalbete. Así, con estos y otros altibajos, se había cimentado a lo largo del tiempo aquella especie de amistad o camaradería, propiciada más que nada por las interminables horas de compañía mutua en las soledades de los dilatados caminos. Pero apego a fin de cuentas. Aunque ese apego de forma fehaciente siempre hubiera estado cimentado en la perenne subordinación de Alfredo. Así había transcurrido su relación durante la infancia y adolescencia y proseguía aun inalterable. Enrique sería el futuro heredero de la actividad y por tanto del negocio paterno. Por ello se creía con la prerrogativa de decidir y mandar sobre la vida y los sueños de su cofrade. Alfredo siempre consintió tal trato, por su carácter apacible y también por la evitación de conflicto con el que él siempre había considerado su amigo. Pero esta actitud suya, surtía el efecto contrario y  reafirmaba al otro en sus  creencias e ínfulas. Incluso la mayoría de las veces lo interpretaba como debilidad o cobardía del muchacho.

                Pero ahora, aquella relación que parecía ser perdurable e inalterable por siempre, hacía algún tiempo que se había agriado sobremanera. Sin apenas darse cuenta, había prendido en ellos la chispa de la discordia. Sutil y soterrada, pero enconada y honda. Sus breves momentos de ocio; otrora la mayoría de las veces festivo y alegres, se habían tornado desabridos y acres. La mayoría de los itinerarios los hacían huraños y en silencio; sin apenas dirigirse la palabra. Pero a pesar de todo, o quizá a raíz de ello,  la herida se enconaba con más virulencia cada día que pasaba. Más aun cuando regresaban donde moraba el motivo  de la fiera animadversión que había nacido y crecido entre ellos. 

                Teresa había amado a Alfredo desde que apenas eran unos chiquillos. Pero cuando la pubertad despertó en ellos el deseo incontrolable y anhelo constante por estar el uno junto al otro y procedieron a mantener algún que otro escarceo amoroso de menor trascendencia.  Siempre ambos,  en el último momento habían intentado por todos los medios sofocar aquel fuego que les consumía con inusitada  insistencia. En definitiva, era el miedo inculcado en ello desde la más tierna infancia lo que en cada ocasión había frustrado  la consumación de aquella pasión vehemente que a diario les acuciaba. Pero también contribuyo a ello la sensata madurez que ambos muchachos mostraros a la hora de evaluar los posibles problemas que acarrearías sus actos. Tanto, que aquel reflexivo razonamiento, al fin se antepuso a la excitación desmedida que despertaba en ellos el cuerpo amado. Alfredo razonaba con Teresa de forma juiciosa, que la mayor parte de las probables y  posible nefastas consecuencias que pudieran acarrear sus actos, caerían sobre ella. Por tanto, él no estaba dispuesto a ver sufrir a su amada. Habrían de buscar una solución para poder dar rienda suelta a su amor sin ningún tipo de cortapisa.

                <<Se fugarían y así los padres de ella habrían de consentir en su unión>> Discernieron ambos amantes auspiciados por la intimidad cohibida de sus caricias deseosas, arrumacos y besos clandestinos. Y el muchacho, como hombre noble y de buen corazón que era. Sin doblez ni mala intención. Había contado sus cuitas, sus inquietudes y sus más íntimos anhelos a su supuesto amigo y compañero de trabajo. 

                Pero Enrique, en vez de alegrarse de la felicidad del camarada, o colaborar en hilvanar un plan para propiciar su dicha. La envidia ciega  que había estado agazapada por siempre en su pecho resentido; se desató en tropel. Como caballo  aterrorizado y enloquecido. Y en el mismo instante que supo de la posible y probable felicidad  que su  compañero sentiría  junto a aquella muchacha y de sus anhelantes  proyectos para perpetuarla. Él la deseo con vehemencia para sí; con ansia exacerbada. Pero al contrario que Alfredo, Enrique solo sentía un deseo arrogante  de ella; colmado de lubricidad irracional y ciega. Era un insano apetito, concupiscente y ávido. Impelido por la soberbia a la vez que por la exacerbada envidia que lo aguijoneaba de continuo al pensar que la muchacha se fuera con Alfredo y no con él. Pensar en que jamás podría  poseerla por estar con su odiado “amigo” le producía unos accesos de ira sorda que a veces le nublaba el sentido. Pero la tendría, vamos si la tendría. <<Pensó altanero>> Aunque para ello hubiera de oponerse con todos los medios a su alcance al que él consideraba su subordinado y por tanto su inferior. 

                Alfredo era de carácter sosegado y calmo. Conciliador y sensato hasta casi lo que la mayoría confundía con una soterrada simpleza; hasta cobardía. Enrique por el contrario era de un carácter orgulloso y difícil; irascible y voluble hasta casi la vehemencia. Pero ante todo, era un taimado cobarde.  Y como tal actuó…

                -¡Oye pelagatos! ¿Te has jodido ya a la tipa?  - preguntó Enrique en tono grosero e incisivo en uno de sus descansos. En aquella ocasión, habían sido forzados a guarecerse de forma repentina de una incipiente tormenta que le había sorprendido en un terreno abrupto  y sumamente solitario y apartado.

                -¡Escúchame bien Enrique, no hables así de Teresa, ella se merece todo tu respeto! –reconvino Alfredo siempre con su tono conciliador y de sentido común.

-¡Yo hablo de esa puta como me sale de los cojones, mamarracho! –fue la cruel y altiva y ofensiva respuesta de su cofrade.

                La tormenta se encontraba en su cenit. Y la lluvia comenzó a caer como si se hubieran abierto los cielos. Las bestias asustadas y cohibidas intentaban protegerse en cualquier recoveco o saliente de las rocas que los circundaban.

                La pendencia presagiada, se desató con saña; compitiendo en brío con la tormenta que estaba desatada sobre ellos. Ambos se embistieron una y otra vez con ferocidad ciega. El uno impelido por una ira sorda preñada de loca envidia. El otro, lo hizo al sentir pisoteada la dignidad  de su amada al extremo. <<Enrique se había pasado de la raya>>. Coligió Alfredo instantes antes de llegar a las manos con su camarada. << La ofensa a él, quizá se la habría consentido, incluso después de tanto agravios y menosprecio durante tanto tiempo. Pero ofender así a la persona que tanto amaba. Eso nunca>>.

                La tormenta proseguía con su estruendo pavoroso. Y la lid de los muchachos, aunque atenuado su estruendo por la tempestad, no le iba a la zaga. Ambos estaban sobre una pequeña planicie rocosa donde el agua que caía corría con fuerza para intentar encontrar un natural desagüe. Alfredo en un momento dado, dio la espalda a Enrique; como intentando por todos los medios dar por concluida aquella sin razón absurda. El resonar de un rayo y posterior estruendo del trueno; atenuaron el ruido del arma al abrirse, y Alfredo sintió una punzada a la altura de los riñones que él en un principio en su nobleza intrínseca, pesó que habría sido pellizcado de Forma amigable por su colega para así sellar la pretendida paz. Pero de imprevisto, observó la afilada punta del arma que le salía por el  pecho casi a la altura de su corazón. Por donde comenzó a manar la sangre con profusión y furia. El muchacho cayó de espalda sobre la laja anegada. Mirando con incredulidad y sorpresa a su compañero de faena y por siempre su supuesto amigo. En breves instantes comprendió lo que realmente había sucedido. La vida se le escapaba a Alfredo a raudales, pero aún le quedaron fuerzas para emitir una premonitoria sentencia contra su asesino: “Las gorgoritas que produce la lluvia al caer con esta fuerza, serán testigos y acusadoras de mi muerte”  Enrique prorrumpió en una carcajada gutural y descreída. Cogió al que fuera su camarada de fatigas, ya cadáver, por ambos brazos y sin miramiento y no sin esfuerzo; comenzó a arrastrarlo para deshacerse del cuerpo. El agua torrencial  borraría todo tipo de huella; y la sabia de una cercana y profunda sima donde arrojó el cadáver sin contemplaciones.

                Todos, familiares y conocidos, dieron por buena la versión de la desaparición de Alfredo a causa de la terrible tormenta. Jamás se encontró el cuerpo.

                El tiempo paso y de forma inexorable fue borrando el recuerdo del muchacho. Enrique cortejó a Teresa  y estimulada y casi obligada incluso por su propia familia,  al fin decidió  unir su vida a la de aquel hombre. La vida aconteció inexorable y vinieron los hijos. Y crecieron y comenzaron a ayudar a su padre. Incluso a veces lo sustituían en las tareas de trasiego de su negocio.

                Por tanto, Enrique había tiempos  que se quedaba junto a su esposa y la más pequeña de las hijas que a la sazón se encontraba en un pueblo vecino en casa de los abuelos. Uno de aquellos días se desató una terrible tormenta y ambos esposos coincidieron junto al amplio ventanal contemplando el aguacero. De pronto, la lluvia amaino como por ensalmo y, las gruesa gotas  que continuaron cayendo esparcidas, comenzaron a hacer gorgoritas en la encharcada explanada que estaba  frente a la casona.  Al hombre se le dibujo una sonrisa apena imperceptible, pero que no pasó desapercibida para su perspicaz compañera.

                -¿De qué te ríes?  -preguntó ella como distraída.

                -¡De nada mujer! ¡No te preocupes! –contestó él lacónico, dando a entender con un gesto que no le apetecía proseguir con la cuestión.

                Pero ella no se dio por vencida. Ni aun convencida. Su intuición le decía que aquella media sonrisa enigmática guardaba algún sombrío secreto. Y aquella noche en el lecho, utilizó toda la sagacidad de que fue capaz. Y tras muchas caricias, gemidos  y promesas de desenfreno libidinoso; fue sonsacando con paciencia y calma la naturaleza de aquel  oscuro secreto que con tanto celo parecía querer guardar su cónyuge.

                -¿Te acuerdas de Alfredo? ¡No desapareció en la tormenta! –prosiguió el marido lacónico pero con un tono un tanto jactancioso.  ¡Yo lo maté y arroje su cuerpo a una sima apartada y profunda! –confesó el consorte en el letargo que sucedió al intenso e inenarrable placer al que había sido transportado aquella noche, de forma incompresible para él, por su entregada y solícita pareja. Ella siempre se había limitado a entregarse a él con sumisión en un acto instintivo con fin procreador y ahora…

                Teresa abrió unos ojos como platos. Pero se cuidó mucho de que su marido viera su semblante. Con la excusa de que estaba cansada se dio la vuelta en la cama y simulo estar dormida. Pero no lo estaba. Su cabeza era un hervidero de dudas…  Ella siempre lo había intuido en lo más hondo de su corazón. Pero ahora la confirmación de su siempre soterrada sospecha, con la confesión del autor material de aquel execrable crimen; la ponía en un  brete difícil de digerir y de aceptar. Aquello era superior y más abominable de todo lo que alguna vez había pasado por su intuitiva imaginación. Su marido al calor del goce inopinado, le había confesado su crimen con todo lujo de detalles. A Teresa se le estremecía el abdomen y de pronto una opresión como si una gigantesca mano le apretara el estómago amenazó con hacerla echar hasta la bilis…

                Se quedó mirando en la lontananza donde se adivinaba la serranía por  donde ahora transitarían sus hijos y en la que en su día… Su marido al día siguiente de haberle confesado su secreto, de forma inexplicable se había entregado a la autoridad y confesado su horrible crimen.  De vez en cuando, el fulgor de un relámpago lejano parecía querer recortar el agreste perfil de las lejanas montañas. En la quietud de la noche silente, comenzó a oírse un rumor distante que parecía querer traerle a ella un mensaje. Incluso creyó oír que le susurraba la brisa. De pronto, un escalofrío la recorrió de pies a cabeza y luego que su febril imaginación de persona sensual y sensible se liberó de ataduras y echó a volar. Teresa comenzó a soñar. Y soñó como hubiera sido si aquellos hijos suyos los hubiera engendrado con el ser amado. Y sin ella  proponérselo; ni sospecharlo siquiera, su cuerpo comenzó a vibrar y  agitados y entrecortados gemidos comenzaron a escapar de forma incontrolada de su laringe y espasmos a cortos intervalos recorrieron su anatomía toda;  dejándola arrodillada exhausta y saciada de goce. Ella intento incorporarse llena de vergüenza y de miedo por si alguien la hubiera escuchado. <<Jamás había sentido una sensación semejante a esta que ahora había experimentado soñando con el ser amado>> Pensó cohibida. Y también sintió vergüenza y miedo por ello. Pero la brisa con su melodía calma la tranquilizó al instante y le susurró despacio y quedo al oído: “Te amé, te amo, y te amare por siempre”

                Las gorgoritas de la lluvia, habían cumplido con fidelidad su cometido de desvelar y hacer pagar aquel terrible crimen.

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