El sol se alza entre los
olivos y luego coge fuerza, se comprime y aumenta su fulgor. Lo contemplo desde
mi coche, castigando la superficie lacerada de la llanura. En verano, el cielo
se quema en la línea que dibuja el horizonte. Con el cielo en llamas, que
parece aplastar la tierra como un martillo, las hierbas se secan y los ríos se
agostan. Sin embargo, dentro del coche el climatizador crea un ambiente
relajado, de siesta de verano bajo la sombra de una higuera. Y pensar que bajo
este mismo cielo mi abuela enjuagó la mayor parte de su vida. Su infancia se la
robó el campo y la marchitó el sol. Esos primeros años fueron como el rasguño
que apenas sangra y desaparece de la piel sin dejar cicatriz. Luego la zarpa
del odio le abrió gruesas heridas, que nunca sanaron: siempre suspiraba por su
padre muerto.
Todo comenzó al acabar la
guerra. Cesó el fuego de mortero y el rugido de los aviones cayendo en picado,
pero la sangre siguió borboteando. Acusaciones anónimas que condenaron a
muchos, inocentes o no. Entre ellos su padre. Mi abuela hacía el camino paso a
paso entre las lindes que serpenteaban, con la música de las chicharras, hasta
la cárcel donde a pesar de los ruegos no le permitían hablar con él. Mi
bisabuelo fue quebrantado por una bala. Como causa de muerte la burocracia, con
su espantosa rúbrica, decretó fallo cardíaco.
Con el paso de los meses,
los remordimientos acabaron por asaltar el alma de la persona que lo había
delatado. Aquel hombre quiso vengar una antigua afrenta, cuando en mitad de una
discusión recibió de mi bisabuelo un puñetazo que desmoronó su hombría. Y aprovechando
que permanecían abiertos los postigos del odio, condujo a mi bisabuelo a la
tapia del cementerio. A una fosa común de la que solo sería removido cuarenta
años después, cuando el osario sobre el que crecía la cardencha fue adecentado
y se colocó una placa. ¿Acudió el denunciante a dejar unas flores y limpiar su
conciencia? No pudo, porque hacía mucho que había muerto.
Fue una noche de niebla,
en una alquería moldeada con barro en pleno monte. De esa alquería, hoy, apenas
se yergue una ruina de adobe. Allí se apareció mi bisabuelo regresando de entre
los muertos. Dicen que tocó con los nudillos en la ventana y llamó a su delator
con un aullido. El hombre, asustado, salió a la noche, pero no vio nada. Se
dejó caer en el poyo y se puso a liar un cigarrillo para calmar los nervios. Entonces
el espectro se sentó a su lado. Cruzó las piernas y se puso a liar con él. Parece que lo hizo
como tenía por costumbre en vida —alguien vio después los restos de dos
pitillos a medias de consumir, entre el polvo—, con poco tabaco. Se lo acomodó
en el margen de los labios y se giró hacia el delator, que le reconoció y
contempló con horror la cuenca de sus ojos vacía de mucosa, con gusanos blancos
culebreando. Mi bisabuelo le tocó en el hombro, haciendo un gesto para que le
acercara la mecha. Sintió un frío intenso, la presión de un cepo en la garganta
que le atenazaba y el cosquilleo de los gusanos en sus oídos, bajo los
párpados, dentro de la nariz, royendo la carne. Quiso gritar la fórmula que las
viejas decían alejaba a los aparecidos: “¡por Dios, te pido que me digas a qué
vienes y qué quieres!”. Pero no pudo.
Al amanecer la niebla se
deshizo. El delator seguía sentado en el poyo, vivo pero estático. Al poco
pestañeó, abriendo el párpado derecho y ese ojo quedó velado hasta que lo
llevaron de vuelta al pueblo, donde el médico diagnosticó una apoplejía que
derivó en muerte.
El espectro de mi
bisabuelo no volvió a pasearse por el mundo de los vivos y de su funesta visita
la gente tan solo hacía conjeturas.
Recuerdo esta historia
mientras contemplo a los lados de la autovía, como huesos calcinados por el
sol, las casas de quintería de las que no quedan más que los muñones. Hubo un tiempo en el que las tapias eran de
barro y se enlucían con cal. Junto al blanco mantecoso que disfrazaba las
paredes crecían higueras en los patios y se uncían los animales en las cuadras.
Entorno los ojos y me parece ver a mi abuela vestida de luto durante la siega,
con la abultada barriga que contiene a mi madre o mi tía. Le rozan las espigas
doradas que cercena manejando la hoz, retuerce y amontona y así va mordiendo
poco a poco la superficie amarilla del trigal, que se extiende como un océano insalvable.
Imagino la tierra seca, el cielo de fuego y a ella caminando entre el polvo
para ver a su padre, si la autoridad se lo permite, por última vez.
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