Se mira las manos. Primero las palmas y luego el otro lado. Varias veces, como para cerciorarse que las ha visto bien. Están esclarecidas. No como antaño, que de tanto sol y tanta tierra las tenía negras como el carbón y no había forma de quitarles esa roña que parecía que estaba incrustada en la propia piel a modo de tatuaje. El mismo día de su casamiento se pasó una hora larga intentando dejarlas lo más decentes posible: le avergonzaba sobremanera que, en el momento de colocarle el anillo, la novia pusiera mala cara y pensara que se estaba desposando con un dejado. Los callos de las palmas, las borregas y las grietas fueron más difíciles de arreglar para aquella jornada tan señalada. A duras penas y con múltiples remedios caseros consiguió disimular los efectos de la azada y el arado. Para ello llevaba días usando su propia orina y lavándose después con el jabón de sosa que hacía su madre. También se rebozaba las manos en manteca al acostarse, pero ni con esas logró que sus caricias fueran suaves en la noche de bodas.
Nada
que ver como las tiene ahora, de cuidadas y blanquitas. Desde que sufrió aquel
ictus que lo dejó con medio cuerpo paralizado, apenas va un par de días a la
semana y casi tiene que suplicarle a algún hijo o nieto para que lo lleven a
dar una vuelta al haza. Casi siempre en sábado o domingo, lo acercan con el
coche para conformarlo y allí, cayado en mano, va paseando entre los surcos
medio desmoronados y secos, repletos de malas hierbas, y se acerca a los olivos
y a los almendros, viendo si las últimas heladas han hecho mucho daño, aunque
de nada sirve si al final los frutos se quedarán en los árboles.
¡Cómo
tenía él la tierra! Daba gloria ver la perfección geométrica de los surcos,
emparejados por cultivos: aquí las cebollas, los ajos al lado y alrededor,
calabazas. Las hortalizas de verano, sembradas a partir de semillas de las
mejores del año anterior que guardaba en tarritos con el nombre escrito:
"Tomates de pera”, 'Picantes’, “Pepinos", plantadas primero bajo el
plástico a modo de túnel y ya crecidas, en el exterior.
Cada
mañana, bien temprano, empezaba el ritual: labraba varios arroyos quitando las
hierbas indeseadas, enderezaba las matas caídas y aplastaba terrones sueltos.
Entresacaba frutos de los árboles o recogía los maduros. Tomaba un bocado a
media mañana, casi siempre algo de lo que le ofrecía la tierra y continuaba la
tarea. En primavera y verano había mucho más trabajo, echaba toda la jornada
allí y volvía a la caída del sol, subido al carro que tiraba la mula torda, a
descargar en la despensa de la cueva lo que hubiera recolectado a lo largo del
día. Cuando el campo ya no daba lo suficiente para el sustento de la prole,
buscó trabajo en la obra y redujo la siembra, dejando sólo lo necesario para la
casa. Al jubilarse regresó con más ganas pero con menos fuerzas y plantaba de
todo para la familia, ya crecida y multiplicada.
Hasta
el día de la embolia maldita. Meses sin pisar la vega y después, esperando como
pidiendo limosna que alguno lo lleve para ver, con tristeza, una tierra en
barbecho. Pero un domingo, el nieto mayor se ofrece a llevarlo al campo y allí,
sentados en sendas cajas de fruta bajo un almendro ya florido, le dice el
joven.
— Abuelo, estoy pensando en quitar esos
hierbajos y sembrar unos arroyos de patatas.
Asombrado
y emocionado el abuelo lo mira con ojos brillantes.
—
Pues recuerda que para San José tienen que estar puestas.
Todavía
queda esperanza.
Que emoción al leer estos párrafos ,recordando la vega ,nuestra vega en los días en que le ayudaba a mi padre en sus tareas agrícolas ,esta tierra que como una droga entraba en vena de las personas que dedicaron su vida a sacar un fruto que se hacía de rogar ,muchas horas días años y generaciones derramando sudor y lágrimas en ella .
ResponderEliminarMe ha encantado poder leer este homenaje a esos agricultores