El sudor sonaba cada segundo al
chocar contra la dura tierra que labraba. Eran tan sólo las seis de la mañana y
ella ya estaba conectada a cada raíz, a cada pedrusco que encontraba al paso
ascendente de su pequeño mancaje por entre las plantas escasas que este verano
había podido ver crecer.
Líneas
arraigadas, huellas de esfuerzo y grietas de sacrificio se asomaban en aquellas
manos que, con tanta delicadeza, golpe tras golpe, sembraban para dar a sus
hijos el alimento que necesitaban, en aquellos tiempos de hambre y tristeza que
discurrían tan lentamente donde el simple hecho de cultivar ya era un tesoro
familiar.
Y
sin cesar, se vislumbraba a la luz del alba su silueta, su pañuelo como el
ámbar para que los primeros rayos de luz que asomaban no dañaran su rostro, su
mandil para secar las gotas que discurrían por su frente y sus alpargatas,
llenas de miseria, de sufrimiento, pero a la vez de vida.
Así
era ella, una mujer empoderada y valiente que guerreaba con la labranza cada
amanecer pero que, tras ello, con el serón de su burra cargado de algunas
patatas, un par de melocotones y alguna que otra ciruela escondidas entre un
ramillete de alfalfa, se encaminaba hacia su cueva, su hogar tallado bajo un
hermoso cerro de tomillo y jara.
Y
allí, al llegar, se postraba delante de la fachada de barro, blanca por la cal
recién echada, donde sólo colgaban unas transparentes camisetas diminutas y una
ristra de pimientos rojos secos de los que pocos quedaban. Al lado de ella, se
encontraba un pilarcillo donde ataba a su burra, allí, sí, allí, estaba ella,
lavando su flácido rostro con el agua fresca de su cántaro y sus recias manos
para intentar domar las líneas de la vida y hacerlas más tiernas. Una vez
lavadas y secadas con su mandil, desatando las frágiles cuerdas de este, lo
dejaba secar a la fresca en la guita negra que tensa se apoyaba de esquina a
esquina de su fachada, junto a las cuatro camisetas que en nada quedarían de
nuevo manchadas.
Una
vez que su tez se encontraba ya más fresca, sigilosamente entraba a su pequeño
hogar labrado en arcilla, como si de una pieza de alfarería se tratara, para
entrar en el primer cuarto y dar un cálido beso en la frente, junto con una
sonrisa entornada, a sus cuatro chiquillos que aún dormitaban en su colchón de
farfollas, tapados con una ligera manta.
Los
miraba sin cesar, miraba los rostros angelicales de sus pequeños retoños, de su
prolongación de vida porque, sólo ella sabe, en aquel lugar, que otro día más
de lucha por la vida se le otorgaba. Lucha por sacar adelante a aquellas cuatro
criaturas, con la desdicha de saber que se encuentra sola en aquel mundo, sola
porque así lo decidió el destino al arrebatarle a su marido del alma. Y sin
más, tras verles despertar, tras ver esos ojos iluminados que la miraban, esas
muecas y esas manitas que se agarraban fuertemente a las suyas, sin más, supo
de nuevo que, por ellos, valía la pena amanecer cada mañana.
Aunque
el alma aún debía de sanar y cicatrizar las heridas que albergaba, tenía que
dar gracias a la vida por dejarla respirar una vez más, por tener en propiedad
su pequeña cueva y su rincón hortelano que tantos sin sudores le costaba, por
ver, acoger y acompañar en el camino de la vida a sus cuatro descendientes que,
sin duda, cuando tengan la tez ya más castigada, entenderán y valorarán la gran
labor que su madre hizo en aquel tiempo, por ellos, siempre y ante todo, por
ellos.
A
veces pensó en desaparecer, en cambiar a otro lugar, en tomar de la mano a la
suerte, pero decidió ser valiente, mantener la calma y dejar que la vida la
guiase, dejar que las raíces que ya tenía afrutadas terminaran de germinar.
Allí, fiel a sus costumbres, a su dureza, cómplice de su humilde vida y libre,
pero a la vez atada por cuatro hilos indivisibles que tiraban y tiraban, que
eran felices en su hogar, en su cueva, en su mundo rural, que desprendían amor,
añoranza y fuerza, sobre todo, desprendían mucha fuerza para, así, continuar
dibujando las líneas ya borradas de su madre del alma.
Así,
y sólo así, era ella, simplemente así…Ahora, observada por su pequeña bisnieta,
sentadas ambas a la sombra de la fachada de su cueva, recordando tiempo atrás,
esbozaba una sonrisa estrecha y una lágrima descendía por su arrugada mejilla.
Lo conseguí, pensaba.
Lo
consiguió, sobrevivió y renació junto a los suyos, bajo el manto de su hogar.
Impresionante, gracias por ese homenaje a esas madres y abuelas de otro tiempo y del mundo rural en especial
ResponderEliminarMuchas gracias. Es un placer saber que mi historia llega al corazón, tal y como se ha escrito: con el corazón en la mano.
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