Lo
esencial es invisible a los ojos
Antoine
de Saint-Exupéry – El principito
La suave brisa de verano le regalaba
el aroma a lavanda y hierbabuena. Los campos lucían un verde musgo intenso con
chispas de amarillo limón, las tiernas hojas caídas a los lados y los frutos
maduros preparados para su recolección. El cielo se teñía de todos los colores
del universo, donde el cian y el naranja predominaban sobre los demás.
La paz se podía respirar en el aire,
una mezcla de sosiego y calma que inundaba el corazón de cualquiera. Parecía
que, en aquellas tierras, el tiempo corría demasiado despacio. Incluso si
estrechaba los ojos en un par de rendijas, podía observar la lentitud en la que
caía una gota de rocío hasta perderse en el suelo.
Una cigarra cantó a lo lejos cuando
salió de la casa. Le recordó al crepitar del fuego en las hogueras de San Juan,
donde mucho tiempo atrás había saltado entre las llamas mientras ardía lo viejo.
Todavía recordaba la única promesa que se había obligado a cumplir,
convirtiéndose en su presente. La mujer había cambiado el trabajo de oficina
por una hoz y una regadera, los lujosos trajes por botas impermeables y un
gorro de paja, el maquillaje y los costosos peinados por una tez más tostada.
Había dejado atrás a aquella
enfermedad que engullía el mundo silenciosamente, comúnmente denominado estrés.
El segundo infarto fue una clara advertencia de lo que estaba sucediendo en su
vida, pues amasar fortunas bajo el coste de su propio tiempo, no fue la
decisión más acertada.
Cuando consiguió romper las cadenas
que ella misma se había colocado, fue como si la jaula se hubiera abierto de
par en par; como si el aire hubiese regresado a sus pulmones, pues ahora podía
respirar. Respirar de verdad, no el sencillo hecho de coger aire para
después soltarlo más tarde, sino sentir como la vida entraba en su interior y
lo iluminaba todo, limpiando toda la angustia que llevaba dentro hasta
disolverse en volutas invisibles.
Lo que antes le parecía
imprescindible, ahora carecía completamente de valor. Había aprendido a
custodiar el fuego en las noches más frías, a bailar entre las abejas del panal
y a agradecer el agua que caía de los cielos. Cada día se había convertido en
un regalo hermoso y único.
Caminó a través del césped
brillante, con un saco de paja a un lado y una guadaña en el otro. Aquella
mañana el sol lanzaba destellos blancos sobre las tierras aradas, llenando de
vida los árboles que danzaban con sigilo y los campos repletos de vegetación.
La
mujer se aproximó a una cuadra en la que había plantado tomateras. Le fascinó
ver que estas habían sobrepasado la altura del propio poste en el que se
sostenían. Los frutos permanecían intactos en sus ramas, de un color escarlata
brillante. Aquel era el resultado del trabajo bien hecho y el cuidado diario.
Acercó
sus manos a un tomate. Era suave como la seda, tierno pero turgente al mismo
tiempo, con un olor tan dulzón como la miel. Giró su muñeca sobre la pieza
varias veces y el tomate se desprendió de la gruesa rama. Se lo llevó al pecho
y notó como aquel sencillo gesto, le llenó el corazón de una felicidad
indescriptible.
Aquella
esfera rojiza parecía tan inofensiva en sus manos, tan vulnerable e
insignificante ante la crudeza del mundo y la inmensidad del universo. Sin
embargo, únicamente ella conocía la realidad de lo que aquello significaba, de
las verdaderas palabras que anidaban en su interior.
El
tomate le había salvado la vida y, junto a él, el entorno rural en el que se
hallaba. No podía estar más agradecida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario