Intermitente y lejana, como si las notas musicales cabalgasen sobre una ráfaga de viento, se escucha de pronto una tonadilla pegadiza. Al oírla, la chiquillería que juega a la puerta del bar endereza las orejas igual que un perro de caza que ventea una perdiz y sale en estampida en dirección a la plaza.
La rebolada baja por la Calle Real. A los gaiteros ―un hombre enjuto de pelo cano y piel rugosa y un mocetón rubicundo que sopla enérgico la caña de la dulzaina― les acompaña un tamboritero que no alcanzará los catorce años. El chiquillo sigue el ritmo con cara de mucha concentración y, de vez en cuando, da un salto corto para evitar pisar los charcos que espejean en el pavimento embarrado.
El grupo se detiene delante de la cancela de la casa del alcalde. Después de cruzar una mirada cómplice, inician La entradilla castellana con un toque floreado. La máxima autoridad municipal, que espera hace rato tras la puerta, sale al momento, vara en mano. Embutido en el terno de las grandes ocasiones, la camisa le estalla sobre el amplio pecho. Su mujer, con una bandeja en la que reposa una botella reluciente a la que el sol de invierno arranca destellos irisados, ofrece de beber a la concurrencia.
Los músicos degustan un vasito de anís con mucha prosopopeya. Al acabar, se oye un repicar de campanas. ¡Las segundas! La hija mayor del alcalde, inquieta, se acerca a su padre y da un último toque al nudo de la corbata que, rescatada la noche anterior de lo más hondo del armario, expele un tufo a naftalina. La comitiva parte entonces hacia la iglesia, seguida por una nube de chicuelos.
Durante la misa, Don Mariano amonesta varias veces a los que se han quedado a la puerta, instándoles a entrar. La admonición del párroco causa que la algarabía de las conversaciones se apague progresivamente, pero al rato vuelve a penetrar en el interior del templo, frío y silencioso, y la feligresía de las primeras filas gira la cabeza, enfadada.
Tras finalizar la ceremonia, y mientras el cura se cambia las vestiduras de oficiar, los mozos se disputan el honor de llevar los pendones. Cuatro rapaces en traje de domingo asen las andas con la imagen del Niño de la Bola, a la que sacan con pasos vacilantes por el arco de la entrada. «A El Niño le llevan los niños», comenta con socarronería un hombre gordo que trae un cohete en la mano. Luego, tras dar una calada profunda al faria que humea maloliente anclado en la comisura de sus labios, prende la mecha con el cigarro.
El estallido del proyectil da la señal de partida de la procesión, que se mueve al son de las dulzainas, con la imagen a la cabeza. Detrás, las autoridades con Don Mariano en el centro arropado en un humeral de color oro. El viento desmelena los pendones, y uno de los mozos que los porta trastabilla y está a punto de caer entre las risas de sus compañeros. Los parroquianos, desparramados en romería por las calles del pueblo, se animan con chanzas a bailar la jota.
En el promontorio sobre el que está construida la iglesia, varios rezagados observan un horizonte de cielo gris plomizo, que hace barruntar la nieve. Desde la cola de la procesión llega un grito seco, casi un alarido: «¡Viva El Niño!», secundado al instante por un coro de voces destempladas: «¡Viva!».
Tus relatos siempre tienen ese añejo aroma del pueblo. Me gustan.
ResponderEliminar¡Muchas gracias por leerlo!
EliminarY una vez más, descripción perfecta de las fiestas patronales de un pueblo!!
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