Era todo un proceso. Llegar y manar. Fluir, confluir, remansarse con el tiempo, antes de la desembocadura inevitable. Fuente de seres vivos. Creación. Vida. El secreto estaba en amarla para no desperdiciarla y abandonarla antes de tiempo. A Agustín le gustaba, de toda la vida, observar el agua en todas sus manifestaciones. Manantiales de montaña cuando era joven, los regadíos agricultores para cosechar la siembra, ríos y mares cuando podía viajar, las fuentes urbanas del pueblo ahora que lo ataba en corto la edad… Agustín siempre encontraba su origen y su acomodo en cada rastro de agua. Mecerse, sumergirse en aquel murmullo primordial, dejarse llevar por cada uno de los sentidos y por la evocación… Con el agua podía volver atrás en el tiempo, viajar donde quisiera a su través por tenerla interiorizada como pocos. Para Agustín no tenía nada de raro abismarse en la contemplación de las aguas. Orillaban en él una abstracción general con carta blanca para imaginar. Ya podían pensar los demás lo que quisieran al verlo inmerso en su mundo, que nada turbaba sus remontadas interiores, su audiencia de armonías íntimas; aquel santuario de suyo y de nadie más.
Desde niño Agustín se venía preguntando de dónde sacaría tanta fuerza y persistencia el agua; cómo podría manar sin cesar de fuentes y surtidores, en superficie o bajo tierra, contra todos los demás elementos. Todos los días del año, ya fuera invierno o fuera verano, cantaran los pájaros o los cisnes en cada estación de la vida, seguían su curso las aguas. Corrían sin parar, aunque no se supiera bien hacia dónde. Ni siquiera al beberlas estaban quietas o localizadas mucho tiempo, por más que fueran el componente esencial y mayoritario de todos los organismos vivos.
Corría el tiempo y las gentes y los cultivos se agotaban, se secaban y se morían. Pero el agua no. Aunque retrocediese, jamás perdía y siempre dejaba su huella. Un circuito continuo, imperturbable, eterno. Ay, quién pudiera seguirle al agua el curso y el ciclo: tampoco habría de morirse nunca tan afortunado seguidor, se decía Agustín. Pero no. El único curso que estaba en condiciones de seguir él ahora era el del encogido riachuelo para volver a su casa poco a poco, que los años ni perdonan ni se olvidan de pesar. Posiblemente se encontraría con su hijo al llegar. Le había dicho por teléfono que vendría. Hacía tiempo que no se acercaba por el pueblo. ¿A qué se debería la visita esta vez? ¿Volvería para pedirle más dinero? ¿Para otro aval con las tierras que no quiere seguir cultivando? ¿A decirle que lo había hecho abuelo y que por fin pensaba sentar la cabeza un mínimo?, se iba preguntando Agustín entre el murmullo impasible del agua. A quién habría salido su vástago, que en tan poco se le parecía. Aunque por muy cabra loca que fuese, tampoco podía cerrarle la puerta y el grifo a su propia sangre directa. Era ley de vida, vital e inevitable. Y biología mandaba ya desde el agua. En el campo, en la ciudad, en todas partes; en todo lo tocante a la fibra de los seres vivos.
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