Fuego reparador de un día de
invierno, todo lo hace olvidar, todo lo hace amar. Tu llama bailarina hipnotiza
a quien la mira, el humo se eleva y se esfuma, como la vida misma.
Recuerdo
a mi abuelo sentado y yo en su regazo con el fuego encendido y un trozo de
tocino pinchado en una vareta de olivo, arrugándose y retorciéndose como una
serpiente. En ese punto mi abuelo lo retiró de fuego, lo descansó sobre un
pedazo de pan y con una navaja afilada lo troceó sin llegar a partirlo del
todo, lo tapó con otro trozo de pan y bocado a bocado, lentamente, saboreándolo
nos lo comimos. No sé si supe apreciar aquel manjar, pero con el paso de los
años ese recuerdo se mantiene muy vivo en mi memoria. Tenía una bota de vino
“las tres ZZZ” de Pamplona, Navarra. Recuerdo la maestría de cómo al darle el
achuchón no se le caía ni una gota, menos mal que no lo veía mi madre, claro
que en aquellos tiempos no había tantos controles médicos ni el afán de vivir
eternamente, pero sí de disfrutar del día a día.
Me
contaba historias de su niñez y juventud, de esas que no quieres escuchar y no
quieres que se detenga una vez empezadas.
Comenzó
a nevar, ¡ah! Esto no es nada, verás qué pronto para, nevazos los de antes
cuando yo tenía tu edad. Mi abuelo se fue emocionando “recordando los nevazos
de antes” hasta quiso hacer un ángel, pero ¡abueloooooo! ¡Tú ya no estás para
estos trotes! Disfrutó como un niño. ¡Anda abuelo vamos a la lumbre, echaré más
palos al fuego que tú has encendido con bolinas, retamas secas y esa leña de
almendro y de olivo! ¡Te secarás en un periquete!
Se
sentó frente a él, observaba como el fuego bailaba y se entrelazaban las
llamas, su humo se elevaba por la chimenea perdiéndose entre las nubes.
Fuego
rojo y amarillo, que te alimentas con leña, fuego rojo y amarillo con leña de
almendro y olivo, haces que mis ojos no se aparten de ti y que mi imaginación
vuele entre el humo y las nubes. El abuelo estuvo callado un rato, hasta un
punto que me preocupó, pero no tenía razón, le miré a los ojos, casi
emocionados, me dijo que había vuelto a la niñez, que esa nieve le retrocedió
en el tiempo (recordaba cuando esquiaba con albarcas y calcetines de lana y una
vara de durillo como bastón para equilibrarse).
Aunque
en esos días de frío o nieve los tenían que aprovechar para hacer faenas dentro
de las casas, cuidar y alimentar al ganado. En un momento se le escapó una
carcajada y me dijo que le encantaba recoger los huevos de las gallinas, que
hasta soñaba con ello y soñando gritaba ¡siete huevos ha puesto esta gallina!
Su propia invención le despertó, ¡jajaja!
Yo
lo escuchaba y me parecía increíble, que mi abuelo o las personas mayores
contaran cosas de críos, creía que ya habían nacido siendo adultos, que la
niñez era solo mía. Creía que nunca me haría mayor.
La
nieve continuaba cayendo, los copos más grandes, un cielo plomizo y sin aire,
se apaciguaba el frío e invitaba a salir, mi abuelo no quiso, su momento de
niñez ya pasó. Está muy bien recordarlo, pero no se puede volver atrás, el
tiempo ha pasado y bien pasado está.
Yo
salí un poco, tenía buen calzado y excelentes ropas, hasta un gorro que me
podía tapar los ojos, pero yo quería ver, quería ver como la nieve nos cubría
con su manto blanco que se iba
extendiendo hasta debajo de los árboles, como los pajarillos se protegían
debajo de ellos buscando algo de alimento. Paseé un poco, desde allí se
divisaba el pueblo y como la nieve confundía los tejados de unas casas a otras,
sobresalía la torre de la iglesia. ¡No sé cuándo volveré a ver una estampa así!
Volví
dentro al fuego rojo y amarillo, al fuego rojo y amarillo que se alimenta con
leña de almendro y olivo, que sus llamas bailan y su humo huye de él por la
chimenea. Mi abuelo allí seguía, embelesado, ausente…volvió en sí, me comentó
como era muy buena la nieve para el campo y para el ser humano, será nuestra
despensa para el verano y sacará las cosechas tardías, eliminará plagas y
vendrá el río crecido, las montañas renacerán de su sequía y las fuentes
volverán a manar.
En
los inviernos que nevaba tanto, la juventud se reunía en la plaza y comunicaban
las casas con pequeños caminos, la nieve se juntaba en el centro bien apretada,
llegaba bien la primavera y aún quedaba.
En
su regazo estaba muy a gusto, pero llegó un momento en el que me apartó, “anda
hijo siéntate en el otro sillón que ya pesas mucho”, él se acurrucó y cerró los
ojos, frente al fuego, el fuego rojo y amarillo que se alimenta con leña, con
leña de almendro y olivo. Subió con el humo a las cimas nevadas, en las que en
las mañanas claras se ve el mar de Adra y la Lagunilla Seca “con agua”. Bajaba
por el rio con los guindos en flor. Recorría la campiña donde los mares de
espigas hacían ondas marinas. Los árboles se desnudaban y de alfombras
coloridas cubrían los prados. Las escarchas llegan al río y los charcos se
cubren con un cristal traslúcido.
La
nieve nos cubre y el fuego reparador se enciende en la chimenea…fuego rojo y
amarillo que se alimenta con leña, con leña de almendro y olivo. El humo subió
y con él mi abuelo, con su sabiduría no aprendida.
El
abuelo se ha dormido para no despertar, se fue con el humo, con el humo del
fuego encendido y su nieve querida.
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