—¿Ya estás aquí? Te dije que hoy no
vinieras. Me comprometes.
—Buenos días para ti
también.
—Tienes razón, perdona, es
que hoy estoy muy nervioso. No he pegado ojo en toda la noche por culpa del
maldito ruido de esos monstruos, y no digamos de las luces dirigidas a mis
ojos.
—Pues por eso mismo he
venido tan temprano. Bueno y porque he dormido de maravilla.
—Di que sí, tú tan feliz
en tu inconsciencia. Claro, como te puedes largar a dormir donde no te moleste
nada…
—No refunfuñes; lo que te
digo es que, como no me dé prisa, estos monstruos, como tú los llamas, me dejan
sin probar bocado. Solo un poquito, por favor; ayer no comí casi nada. Me muero
de hambre. Tengo que aprovechar antes de que lleguen a esta zona. Cuando nos
queramos dar cuenta llega el viejo de la barba blanca. Ya sabes le encanta
cubrir el campo con una manta nívea o
esparcirlo de cristales helados para que no podamos ingerir alimento
alguno.
—Si, una época dura para
ti, mas con la misma rapidez hará su entrada triunfal tu amiga llena de
colores, los arroyos reventarán de agua cristalina y la tierra eclosionará para
ofrecerte alimento hasta que tu cuerpo diga ¡basta!
—Hombre, hoy estás
poético. No será el hambre quien desate tu imaginación ya que tu nunca comes.
—Sí, eso es cierto, yo no
paso hambre, pero, mírame, estoy espantoso con estos colores horribles.
—No te enfades; hoy estás
especialmente estrafalario. No sé en que piensa el que te viste, debe tener un
problema de cromatismo, si no, es incomprensible esa mezcla de colores
antagónicos.
—No te rías de mí.
¿Sabes?, te envidio. No me gusta mi vida. Aborrezco dar miedo, espantar a seres
que alegran la vista y el oído con sus colores y sus voces. Odio mi trabajo, me
gustaría estar del otro lado, del tuyo. Y no te digo como me siento ante las
burlas y la evocación de mi nombre para describir a alguien estrafalario y
despreciable. Fíjate, sin ir más lejos, esta madrugada han pasado dos de los
chicos del Eusebio. Venían de las fiestas de Santa Cruz dando tumbos y sus
carcajadas al señalarme con la botella que llevaban en la mano, creo que se
oirían hasta la plaza del ayuntamiento de Santa María.
—A ver si ahora te me vas
a deprimir. Ya sabes como son, no tienen nada en la cabeza, máxime con unas
cuantas copas. Descuida que mañana sin falta los voy a dar un concierto al
amanecer y nos reiremos nosotros. A levantar ese ánimo, soy tu amigo, hace un
día estupendo; mira que amapola tan bonita. Y…, a todo esto, ¿me dejas o no?
—Venga come, pero date
prisa. Parece que se acercan. Hazlo despacio, no te vayas atragantar y yo no
puedo darte golpecitos en la espalda. Cuando estés harto, sube si te apetece.
Cada tarde al bajar a
beber al arroyo, los corzos, en la soledad de la llanura, a la par que bosteza
el sol en el borde del otero entre algodones anaranjados y los planetas se
atropellan para aparecer los primeros, se encuentran con ellos: como un cuadro
imposible, un colorido espantapájaros tocado con sombrero de paja donde alguien
ha pinchado una amapola. Tiene la cara vuelta hacia su brazo en el que apacible
y feliz duerme un pequeño y gordito gorrión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario