“Malditas las guerras… y malditos
quienes las siembran”.
A Nanuka los disparos le
llegaron lejanos, al reverberar en las vecinas montañas del pequeño pueblo
donde había ido a parar aquella vez, adonde había ido a sentar sus reales su
tropa, en su persistente afán por buscarse el sustento diario. Miró la patata
de su nariz repintada en la punta y sintió como el color adosado a sus ojos se
corría y se formaban regueros leves. Luego miró al público y vio la multitud de
anónimas caras, que sonreían ahora, y que esperaban de ella que les arrancara
unas carcajadas futuras con las que poder evadirse de su hastiado destino en
aquel villorrio perdido de la mano de Dios. Y en cierta medida, para espantar
la hecatombe que se cernía sobre ellos, o como queriendo transformar la
realidad que ellos no habían contribuido a crear.
Intentó retener y controlar
sus lágrimas, pero se rebelaron a su deseo, como si quisieran despegarse de
ella y cumplir el cometido de expresar sus sentimientos en contra de su
compostura fingida. Comenzó a andar sobre la pista de tierra apisonada por
multitud de pies que actuaron allí antes que ella con mayor o menor éxito, como
impelida por un deseo imperioso de moverse, y tropezó con una silla medio plegada
que se interpuso en su camino. El tópico y manido tropiezo y la sorpresa de
ella provocaron la hilaridad del publico, lo que de forma paradójica contribuyó
a aumentar sus lágrimas.
Las lágrimas
nublaron sus ojos, lo que causó nuevos encontronazos y tropiezos. El público
reía como jamás lo había hecho allí. La risa provocaba grandes estertores en
alguno de ellos, otros la exageraban y hacían grandes aspavientos, contorsiones
y gestos que rondaban lo absurdo; incluso simulaban pedir aire para insuflar a
sus pulmones. Los más reían y reían... Nanuka, atribulada y confusa, con los
ojos nublados por un tenue velo acuoso, no hallaba la forma de abandonar el
maremagno de objetos y personas en que se había convertido de imprevisto aquel
sencillo escenario de tierra apisonada. Ni por un momento recordó, atribulada
como estaba, que estaban puestos a propósito para que ella al tropezar
provocara la hilaridad del público. Pero ella no estaba allí, su mente de
chiquilla, despierta y vivaracha, había volado hasta donde se produjo aquella
escena; de la que ella solo había escuchado reverbera los estampidos...
Acarició
el cuerpo sin vida de Pope, su compañero de escena; aún con el calzón a media
pierna, su chaqueta a cuadros imposibles y sus zapatos torcidos en una posición
extraña sobre sus piernas. Luego vio su rostro al que el artificial remarque de
maquillaje sobre su boca y sus ojos daban a su semblante un rictus como de
tomarse a broma aquella circunstancia suya. Las dos enormes manchas rojas
resaltando sobre el rojo sucio de los cuadros alternados con azul y verde se
deslizaban con un hilillo ralentizado y reseco hasta alcanzar la barriga del
payaso, que se adivinaba fofa y sucia de tierra. Luego, después de un gran
esfuerzo, dirigió sus pasos a la figura que yacía tendida unos metros más
adelante. Estaba boca arriba, con un rictus como de sorpresa y asombro infinito
por no saber descifrar la sinrazón que le había llevado a aquello.
—¡¡Sebastián!!
¡¡Sebastián!! ¿Qué te han hecho?
Los
gritos desgarrados de la niña, de apenas doce años, sonaron huecos; lastimeros,
como el inicio de una salmodia o un canto lúgubre y desgarrado que alguien
entonara desde lo más hondo del barranco. La figura del padre continuaba
impasible; muda. Con sus ojos vidriosos y casi opacos, mirando un punto indeterminado
del azul -sucio por la calina- del cielo de aquella mañana de principios de
verano.
—¡Sebastián!
Ahora
la entonación de su grito fue más calmada y floja, como si esos pocos instantes
que mediaron entre el momento en que descubriera el cadáver y el presente en
que se hallaba ahora, hubiera comprendido que ya nada podía hacer. Que aquellas
detonaciones que escuchara cuando empezó su actuación, allá en el viejo circo,
cambiaban inexorablemente su vida. Ella siempre había llamado a su padre por su
nombre. No conoció a su madre, y él cuidaba de ella, haciendo las veces de los
dos. Pero antes, siempre que había pronunciado su nombre, era como si la
confianza y la seguridad lo impregnaran todo. Pero lo hacía no por falta de
respeto, sino más bien por una profunda y franca compenetración con su
progenitor. Pero ahora su nombre lo había pronunciado como si fuera el de un
extraño, como si fuera el de un extraño desconocido al que hubiera de guardar
el máximo respeto y consideración por pura cortesía.
Luego
oyó pasos quedos, como tímidos, en torno a la escena; e instintivamente se puso
alerta, pero pronto descubrió por el rabillo del ojo el pantalón bombacho de
franela desteñida y sucia de Puski.
—¿Qué
haces tú aquí? —preguntó Nanuka al recién llegado sin apenas volver la cabeza.
Le
hizo la pregunta en tono áspero; casi hiriente, como si le molestara
profundamente el que hubiera venido, o le molestara su sola presencia.
El
recién llegado no contestó. Se limitó a apretar con fuerza entre sus manos un
gorro pequeño de lana deshilachada y manida, casi ridículo. Luego se puso a
llorar, pero no con un llanto tópico y circunstancial, sino un llanto áspero y
quieto de lágrimas abundantes y límpidas, como si a aquel ser lo estuvieran
exprimiendo con una máquina imposible, y el jugo que proporcionara su
considerable masa, solo fuera el elixir de sus lágrimas.
—¡Lo
siento por no ser fuerte...! ¡Tuve mucho miedo...! —musitó al fin.
—¡Tus
disculpas no me van a devolver a mi padre! —prosiguió Nanuka con su voz agria.
El
otro dio media vuelta y, sin proferir ni una sola palabra más, se dispuso a
marcharse de allí en silencio, como había llegado.
—¿Dónde
vas? —le espetó la niña ahora con voz chillona y autoritaria.
Su
interlocutor no contestó, pero se quedó quieto y firme, como una estaca que
hubieran clavado al suelo, sin volverse o hacer otro gesto que pudiera delatar
que por su cuerpo aún corría la vital sabia.
—¿Es
que te has quedado mudo? —prosiguió Nanuka con su tono amedrentador y agrio
hacía el chiquillo.
El
otro movió la cabeza de izquierda a derecha en un significativo gesto de
negación, pero continuó sin decir nada. Nanuka se fue hacía él y le cogió por
el antebrazo, pero ahora su tono se había tornado más suave y calmo, como
maternal.
—¡Si
tú no les hubieras denunciado, aún estarían con vida! ¿No lo entiendes, Puski? —cogió
ahora la niña su barbilla, en tono que iba cambiando paulatinamente del agrio y
áspero primigenio a otro más conciliador y compresivo.
El
chiquillo, al escuchar que le llamaba por su apelativo familiar, aflojó la
tensión y al remitir el miedo que le embargaba, distendió sus músculos y
levantó los ojos hasta encontrarse con los de la muchacha... Los de ella le
miraron entre fríos y tiernos. Concatenando ambos sentimientos en una simbiosis
imposible, porque ambos pugnaban en una lid de fiera rabiosa, por salir a la
luz venciendo al otro.
—¡Tuve
mucho miedo, me meé encima! —confesó Puski con apenas un hilo de voz, con su
mirada balanceándose entre la de ella y el suelo.
—¡Pues
te lo hubieras aguantado, cobarde, pues mi padre ahora está muerto! —gritó
Nanuka con voz aflautada y grave.
Nanuka
pensó: ”qué clase de desalmados serían los que eran capaces de asesinar, sin el
menor atisbo de escrúpulos a aquellos inocentes ‘hacedores de risas’. La
ilusión y la risa estaban tendidas a sus pies, compendiadas en aquellos tristes
despojos en los que se habían convertido estos dos anónimos propulsores de la
alegría y de la magia>”.
—¡Vámonos
de aquí! —Escuchó nebulosa y lejana la voz de su amiguito y compañero de
escena.
—¡No
podemos irnos, Puski! —repuso Nanuka con voz un tanto solemne.
—¿Por
qué? —se extrañó el chiquillo.
Nanuka
le miró ahora compasiva y tierna a la vez. El chicuelo había despertado en ella
su instinto maternal. No en vano, aunque casi una niña, era ya toda una mujer. Tuvo
su primera regla muy poco tiempo atrás, casi sin darse cuenta, entre su
continuo ir de acá para allá con el espectáculo ambulante y los esporádicos
juegos con su amiguito Puski, al que ahora veía desvalido, desamparado y solo,
necesitado con urgencia de su protección y cariño.
—¡Puski,
hemos de enterrarles, no podemos dejarles aquí para que se los coman los
perros!
—¡Pero...!
¿Cómo los vamos a llevar hasta el cementerio? —inquirió el chiquillo con su voz
cándida.
—¡Los
enterraremos aquí! —repuso Nanuka con decisión, sin vacilar ni un instante.
—¡Bien!
¡Pongámonos manos a la obra!
La
mañana se tornó dura y áspera. Al dolor de tener que arrastrar a sus seres más
queridos en aquel estado, como tristes despojos demacrados y sucios, se sumaba
el calor sofocante y pegadizo que aumentaba conforme avanzaba la mañana, y las
moscas que acudían por legiones al olor de la muerte.
Nanuka
hacía un esfuerzo ímprobo, aferrando el cadáver de su padre con fiera rabia por
las axilas; intentando arrastrarle, en tanto, su amiguito Puski hacía un
esfuerzo, sobrehumano también, por levantar las piernas caídas con los zapatos
como pesados colgajos.
—¡Vamos,
empuja de una vez! —chilló la muchacha entre nerviosa y enfadada consigo misma,
por no tener la corpulencia y fuerza suficiente para efectuar aquella
desagradable tarea.
El
trabajo realizado fue arduo y agotador y les costó muchas horas sepultar los
cadáveres. Cuando acabaron era ya noche cerrada, y al pertinaz agotamiento se
sumó ahora el miedo. Miedo que avanzaba conforme avanzaban las sombras. Ambos
amigos se arrebujaron muy juntos, junto a una mata enclenque que milagrosamente
había crecido al amor de la estéril tierra removida y ferrosa...
El
talud de tierra removida, cerca de donde habían enterrado los cadáveres,
comenzó a moverse y oyeron rodar guijarros y cascotes con gran estrépito. Las
voces les llegaban nítidas, y a la tenue claridad de las lucecillas difusas y
endebles de unos cuantos faroles -antiguos de queroseno- veían contorsionarse
las figuras en una danza patética, intentado repartirse los despojos de
aquellos profanados cadáveres.
—¡Los
han desenterrado y les están quitando la ropa y el calzado! —exclamó el
muchacho aterrorizado—. ¿Quiénes serán? —preguntó con voz trémula.
—No
lo sé... —siseó Nanuka con los ojos muy abiertos—, ¡pero no podemos permitir
que les hagan eso! —continuó ahora exaltada.
En
unos segundos, los intrusos se vieron sorprendidos por una lluvia de guijarros
y piedras de todos los tamaños y medidas. Ante tal acopio de proyectiles,
optaron por poner pies en polvorosa a pesar de lo enconado de su reyerta,
propiciada por el repartimiento de la indumentaria requisada a los cadáveres. Puski,
aunque se había sumado al instante al lanzamiento de proyectiles contra los
intrusos al ver la decidida y valiente actitud de Nanuka, ahora le había tomado
afición, y continuaba lanzando andanadas a diestro y siniestro, e incluso, se
permitió lanzarles algún que otro insulto tímido...
...
Puede continuar la historia, o puede acabar aquí. Pero estoy seguro de que
siempre que la sinrazón y el odio se apoderan del ser humano, esparciéndose y
prodigándose como una epidemia nefasta y absurda, se han repetido y se
repetirán a través de los tiempos escenas y episodios como los aquí narrados, produciendo
víctimas que no llegan a comprender, ni por asomo, la sinrazón del hecho.
Víctimas propiciatorias que, pasado el tiempo, sencillamente pasan a engrosar
la lista de una fría y cruel estadística, y nada más. Entretanto, muere la
razón, muere la magia, muere la ilusión; muere la risa...
Me encanta, cómo siempre lo que escribes. Casi puedes sentir lo que siente la protagonista a través de tus palabras y la pena es que es un relato que hoy, en nuestros días, se hace realidad seguramente e tantos pueblos ucranianos y no ucranianos.
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