Aquel martes no era un día más para Emilio.
Las lluvias torrenciales del fin de semana le convirtieron en el damnificado
del naufragio de su matrimonio. No supo neutralizar los reproches de Estela, la
convivencia les quemó demasiado pronto. No se puede mezclar agua y aceite. Pero
marcharse así no era el estilo de Estela. Cuando volvió del trabajo el lunes,
echó en falta una pequeña maleta y algunas prendas del atiborrado armario. No
había muchas opciones: o se había marchado con su madre, a Benidorm, o seguramente
estaría con su íntima amiga Rosa, poniéndole a caldo. No sería la primera vez.
Tanteadas ambas opciones, no sin tener que aguantar el chaparrón con el
repetido «¿Qué le has hecho esta vez?», empezó a preocuparse por esta fuga sin
destino definido.
Antes de pasar a mayores, prefirió
preguntar a vecinos y conocidos, por si alguien había visto a Estela moverse
por el barrio en alguna dirección determinada. Frente a su domicilio, en el
mercado, trataban de recobrar la normalidad después de los estragos producidos
por el temporal. Filtraciones en la techumbre habían inundado el vestíbulo
principal, afectando, en mayor o menor medida, a los puestos de fruta y
pescado. El recinto ya no tenía la actividad que él recordaba de niño: género
de todas las clases, gentío por doquier, idas y venidas de carritos y bolsas.
Una gran familia de comerciantes que trataban de ganarse la vida.
Al pasar frente a la carnicería de Ignacio,
apretó el paso. Desde el interior, Ignacio le hizo un gesto para que pasara. A
regañadientes, se aproximó. Al abrir la puerta, escuchó la misma expresión que
tanto le exasperaba: «¡Universitario!». Sabía que lo hacía adrede. Se conocían
desde niños. Estela siempre coqueteó con Ignacio, era el gallito del colegio,
fanfarrón y presumido. Mientras, Emilio babeaba cada vez que se cruzaba con
ella en el aula o los pasillos. No sabía qué podía haber visto en aquel zote
con patas, el caso es que durante aquellos últimos cursos de primaria y en el
bachillerato eran uña y carne. Perdieron el contacto los años que Emilio
estudió Bellas Artes en Valencia. Cuando regresó para labrarse un futuro en la
capital, una noche de verbena, prendió la chispa. Ambos habían madurado y,
ahora sí, se darían una oportunidad. Al carnicero no le sentó nada bien, como
es lógico, que viniese el «artistucho», como le llamaba, a arrebatarle su bien
más preciado. Llegaron a volar los puños, incluso amenazas nada veladas. «Mía o
de nadie», llegó a decir el muy bruto. Finalmente, tuvo que aceptar la decisión
de Estela, y las aguas volvieron a su cauce. Pero aquel resquemor siempre quedó
en su memoria.
Se
encontró al matarife limpiando la picadora de carne, cuyas afiladas piezas
estaban esparcidas por el mostrador. Mientras sacaba lustre a las cuchillas,
inquirió:
—¿Dónde vas con esa cara tan larga,
universitario?
—Nada, líos en el curro —le replicó.
—¿En el curro? ¡Ja! Tiene más bien
pinta de bronca con la parienta —le contestó guiñándole un ojo. El cabrón sabía
echar sal a la herida. Pero ya que estaba, tenía que descartar todas las
opciones.
—Ya te gustaría a ti —le espetó con
acritud—. Por cierto, no habrás visto a Estela pasar por aquí, ¿verdad?
—Pues claro, pardillo —y soltó una
sonora carcajada—. ¿O pensabas que era adivino?
—¿Hablaste con ella? ¿Te dijo algo?
—tuvo que tragar orgullo y saliva para preguntar a aquel idiota.
—Claro. Le pregunté si se iba de
viaje, y me mandó a la mierda. ¡Qué carácter!
Se disculpó aduciendo que tenía
prisa. Cuando cerró la puerta del establecimiento, se lo llevaban los demonios.
Lo que le faltaba ahora era tener que aguantar las gilipolleces de un capullo.
Justo enfrente estaba el local de su viejo amigo Arturo, tantos años
compañero de pupitre y sinsabores infantiles. Cuando se jubiló su padre, heredó
el local en el mercado. Pero lo suyo no era servir encurtidos, de hecho
aborrecía las aceitunas, así que puso unos taburetes fuera, adquirió una freidora
y una plancha y se dedicó a poner tapas y vermuts. Mientras hubo clientela, no
le fue mal, el sitio se convirtió en lugar de solaz y encuentro para muchos
vecinos en su trajinar diario. Ahora apenas cubría gastos.
Ante Arturo, con la confianza que les unía, Emilio se derrumbó. Como mejor
pudo, trató de confortar a su amigo, y le ofreció ayuda. Preguntaría con
sutileza a todos sus parroquianos, por si alguien había visto a Estela. Quiso quitarle
hierro al asunto, seguro que antes o después daría señales de vida, era
cuestión de darle tiempo para que se le pasara el enfado.
El jueves, se inició la investigación policial. Tras descartar la desaparición
voluntaria, se centraron en la otra vertiente, la delictiva. Interrogaron a Ignacio,
última persona conocida que había visto a Estela. Por protocolo, y ante la
ausencia de otros testigos, se puso al carnicero bajo vigilancia, aunque en
ningún momento ni su actitud ni movimientos resultaron sospechosos.
El viernes, Emilio volvió a visitar a Arturo, esta vez con la intención
de colocar un cartel con la fotografía de Estela, algunos detalles de su
indumentaria y un teléfono de contacto
en caso de que alguien pudiese aportar algún dato sobre su desaparición. Lo vio
más demacrado y abatido que el último día, por lo que trató de insuflar nuevos ánimos
a su amigo. Le puso un vino y le instó a probar una albóndiga que acababa de
freír. Sin apetito, la probó. Estaba muy jugosa, con carne finamente picada,
sutilmente rebozada y con una pizca de ajo y perejil. Era realmente sabrosa. Tenía
un sabor reconocible, familiar. Inmediatamente le embargó una sensación
extraña, algo que no podía explicar. Preguntó por el origen de aquel producto
tan exquisito. Al escuchar la respuesta, le asaltó un repentino terror, angustia
indescriptible, inquietud abisal. Tras una violenta arcada, escupió el bocado. Se
acordó de una frase que Ignacio repitió una y otra vez desde sus tiempos mozos:
«Estela está para comérsela».
Pedro siempre nos dejas con ganas de más
ResponderEliminarMientras haya lectores con ganas de más, habrá más. Gracias por comentar.
EliminarPedro, qué gran descubrimiento, no me esperaba un relato así. Me ha encantado 🥰
ResponderEliminarMe alegra que haya sido una oportunidad para sorprenderte, espero que no sea la última. Y gracias por el comentario.
EliminarPedro, enhorabuena. Engancha la historia, dan ganas de que sea más extensa ☺️
ResponderEliminarGracias. Hay historias y personajes que piden más, tienes razón. Me alegra que te haya gustado este pequeña píldora.
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