La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

miércoles, 30 de marzo de 2022

EN BOCA DE TODOS, por Pedro Pastor Sánchez.

 




            Aquel martes no era un día más para Emilio. Las lluvias torrenciales del fin de semana le convirtieron en el damnificado del naufragio de su matrimonio. No supo neutralizar los reproches de Estela, la convivencia les quemó demasiado pronto. No se puede mezclar agua y aceite. Pero marcharse así no era el estilo de Estela. Cuando volvió del trabajo el lunes, echó en falta una pequeña maleta y algunas prendas del atiborrado armario. No había muchas opciones: o se había marchado con su madre, a Benidorm, o seguramente estaría con su íntima amiga Rosa, poniéndole a caldo. No sería la primera vez. Tanteadas ambas opciones, no sin tener que aguantar el chaparrón con el repetido «¿Qué le has hecho esta vez?», empezó a preocuparse por esta fuga sin destino definido.

            Antes de pasar a mayores, prefirió preguntar a vecinos y conocidos, por si alguien había visto a Estela moverse por el barrio en alguna dirección determinada. Frente a su domicilio, en el mercado, trataban de recobrar la normalidad después de los estragos producidos por el temporal. Filtraciones en la techumbre habían inundado el vestíbulo principal, afectando, en mayor o menor medida, a los puestos de fruta y pescado. El recinto ya no tenía la actividad que él recordaba de niño: género de todas las clases, gentío por doquier, idas y venidas de carritos y bolsas. Una gran familia de comerciantes que trataban de ganarse la vida.

            Al pasar frente a la carnicería de Ignacio, apretó el paso. Desde el interior, Ignacio le hizo un gesto para que pasara. A regañadientes, se aproximó. Al abrir la puerta, escuchó la misma expresión que tanto le exasperaba: «¡Universitario!». Sabía que lo hacía adrede. Se conocían desde niños. Estela siempre coqueteó con Ignacio, era el gallito del colegio, fanfarrón y presumido. Mientras, Emilio babeaba cada vez que se cruzaba con ella en el aula o los pasillos. No sabía qué podía haber visto en aquel zote con patas, el caso es que durante aquellos últimos cursos de primaria y en el bachillerato eran uña y carne. Perdieron el contacto los años que Emilio estudió Bellas Artes en Valencia. Cuando regresó para labrarse un futuro en la capital, una noche de verbena, prendió la chispa. Ambos habían madurado y, ahora sí, se darían una oportunidad. Al carnicero no le sentó nada bien, como es lógico, que viniese el «artistucho», como le llamaba, a arrebatarle su bien más preciado. Llegaron a volar los puños, incluso amenazas nada veladas. «Mía o de nadie», llegó a decir el muy bruto. Finalmente, tuvo que aceptar la decisión de Estela, y las aguas volvieron a su cauce. Pero aquel resquemor siempre quedó en su memoria.

            Se encontró al matarife limpiando la picadora de carne, cuyas afiladas piezas estaban esparcidas por el mostrador. Mientras sacaba lustre a las cuchillas, inquirió:

            —¿Dónde vas con esa cara tan larga, universitario?

            —Nada, líos en el curro —le replicó.

            —¿En el curro? ¡Ja! Tiene más bien pinta de bronca con la parienta —le contestó guiñándole un ojo. El cabrón sabía echar sal a la herida. Pero ya que estaba, tenía que descartar todas las opciones.

            —Ya te gustaría a ti —le espetó con acritud—. Por cierto, no habrás visto a Estela pasar por aquí, ¿verdad?

            —Pues claro, pardillo —y soltó una sonora carcajada—. ¿O pensabas que era adivino?

            —¿Hablaste con ella? ¿Te dijo algo? —tuvo que tragar orgullo y saliva para preguntar a aquel idiota.

            —Claro. Le pregunté si se iba de viaje, y me mandó a la mierda. ¡Qué carácter!

            Se disculpó aduciendo que tenía prisa. Cuando cerró la puerta del establecimiento, se lo llevaban los demonios. Lo que le faltaba ahora era tener que aguantar las gilipolleces de un capullo.

Justo enfrente estaba el local de su viejo amigo Arturo, tantos años compañero de pupitre y sinsabores infantiles. Cuando se jubiló su padre, heredó el local en el mercado. Pero lo suyo no era servir encurtidos, de hecho aborrecía las aceitunas, así que puso unos taburetes fuera, adquirió una freidora y una plancha y se dedicó a poner tapas y vermuts. Mientras hubo clientela, no le fue mal, el sitio se convirtió en lugar de solaz y encuentro para muchos vecinos en su trajinar diario. Ahora apenas cubría gastos.

Ante Arturo, con la confianza que les unía, Emilio se derrumbó. Como mejor pudo, trató de confortar a su amigo, y le ofreció ayuda. Preguntaría con sutileza a todos sus parroquianos, por si alguien había visto a Estela. Quiso quitarle hierro al asunto, seguro que antes o después daría señales de vida, era cuestión de darle tiempo para que se le pasara el enfado.

El jueves, se inició la investigación policial. Tras descartar la desaparición voluntaria, se centraron en la otra vertiente, la delictiva. Interrogaron a Ignacio, última persona conocida que había visto a Estela. Por protocolo, y ante la ausencia de otros testigos, se puso al carnicero bajo vigilancia, aunque en ningún momento ni su actitud ni movimientos resultaron sospechosos.

El viernes, Emilio volvió a visitar a Arturo, esta vez con la intención de colocar un cartel con la fotografía de Estela, algunos detalles de su indumentaria  y un teléfono de contacto en caso de que alguien pudiese aportar algún dato sobre su desaparición. Lo vio más demacrado y abatido que el último día, por lo que trató de insuflar nuevos ánimos a su amigo. Le puso un vino y le instó a probar una albóndiga que acababa de freír. Sin apetito, la probó. Estaba muy jugosa, con carne finamente picada, sutilmente rebozada y con una pizca de ajo y perejil. Era realmente sabrosa. Tenía un sabor reconocible, familiar. Inmediatamente le embargó una sensación extraña, algo que no podía explicar. Preguntó por el origen de aquel producto tan exquisito. Al escuchar la respuesta, le asaltó un repentino terror, angustia indescriptible, inquietud abisal. Tras una violenta arcada, escupió el bocado. Se acordó de una frase que Ignacio repitió una y otra vez desde sus tiempos mozos: «Estela está para comérsela».

6 comentarios:

  1. Pedro siempre nos dejas con ganas de más

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    1. Mientras haya lectores con ganas de más, habrá más. Gracias por comentar.

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  2. Pedro, qué gran descubrimiento, no me esperaba un relato así. Me ha encantado 🥰

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    1. Me alegra que haya sido una oportunidad para sorprenderte, espero que no sea la última. Y gracias por el comentario.

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  3. Pedro, enhorabuena. Engancha la historia, dan ganas de que sea más extensa ☺️

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    1. Gracias. Hay historias y personajes que piden más, tienes razón. Me alegra que te haya gustado este pequeña píldora.

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