A un paso de la
Estación de ferrocarriles de Guadix, siguiendo la hilera de traviesas que
hilvana la vía, se llega a un emplazamiento transitado por ciclistas y
senderistas. Desde allí se divisa la ciudad entera y su entorno, sirviéndole de
fortaleza los escarpados barrancos arcillosos muy enaltecidos en el marciano
paisaje. Este lugar a la deriva del mapa es bien conocido por los oriundos
accitanos, pues la brújula se encalla por la Cueva del monje, la ermita del
Humilladero y el cerro del Diente y la muela, cada cual más arraigado en la
tradición popular. El arqueólogo Antonio Reyes acotó el misticismo del dichoso
eremita mozárabe habitante de esta oquedad, aunque como todo aquello que aun
breve es infinito, sigue siendo tan enigmático como la cara oculta de la luna;
en la modesta ermita sobre el altozano, existe el mito de que los Reyes
Católicos recibieron las llaves de la ciudad, entregadas por El Zagal, tío de
Boabdil; y la colina dentada, divisada y reconocida por su silueta, podría
tratarse de una suerte de animal mitológico fosilizado en la cárcava, que
aporta la dominante a este acorde cautivo.
Varada en el
medio de este recóndito paraje se encuentra una cueva, hoy vandalizada y
abandonada. Y para que quede constancia, abogaré, en el subterfugio del
recuerdo, para rescatarla del anonimato. Cuando la guerra civil comenzó, la ya
citada barriada de la Estación de Guadix fue un punto irremediablemente
perjudicado en la contienda. Por una parte, fueron los ferroviarios junto con
los mineros del marquesado los que evitaron la caída de la ciudad ante el golpe
nacional; y, en segundo lugar, su emplazamiento lo convertían en un nudo
estratégico para albergar y abastecer a la región. En aquel tiempo fue
destacado mi bisabuelo Francisco Ibáñez Capel, natural de Huércal de Almería,
como jefe de dicha estación. Junto con su familia (su mujer Josefa, y sus hijos
José, Bartolomé, Julia y Pepita) conoció la asiduidad de los bombardeos y el
trémolo de metralletas de uno y otro bando: la intencionada lluvia de balas de
la aviación fascista y las perdidas de la defensa desde la barbacana. Recuerdan
aún cómo las ventanas eran tapiadas en zafarrancho con los colchones de lana
para vetar el paso de los proyectiles. Ante esta situación es natural que aún
se conserve el refugio antiaéreo (1937) que se hizo en la plaza del esparto,
anexo a la propia estación para guarecer a los vecinos.
Era entonces
necesario un lugar seguro y cercano donde resguardarse. Al otro margen de la
rambla de Baza, siguiendo el surco de balasto, dieron con un tímido otero que
les salvó la vida. Padre e hijos se pusieron a horadarlo con gran esfuerzo y
sacrificio, convirtiendo aquel trazo yermo en habitable. La tierra les fue
refugio aquellos meses ásperos y cruentos. De esta forma, podría seguir desempeñando
sus funciones y exigencias del cargo, acudiendo ante los avisos de bombardeos o
al final de su jornada a un lugar donde su familia, y él mismo, se encontrase a
salvo de las esquirlas. Guadix y sus cuevas han sido foco de atención para los
forasteros que maravillados observan el trogloditismo del paisaje. Éstas son
una parte inexcusable, auténtica y esencial del carácter de la ciudad, pues han
dado escenario vivo a historias interminables.
Con el fin y la
esperanza de que este lugar quede amparado y protegido, unido a la red de
refugios de la guerra civil que atesora Guadix. Testimonio de la lucha por la
supervivencia en aras de la libertad y la fraternidad, el valor de un pueblo
unido. La fragua del consuelo de tantos y tantos que aprisa acudían a estas
moradas sin conocer si después de aquello aún quedaba algo de sol en sus días.
En el estupor que causa aún hoy el llanto abatido, la sangre esparcida de los
cuerpos desiertos. Por la desolación que brota la estéril guerra: no evadamos
la memoria que aún nos queda, y sigamos honrando el legado de aquellos que
rindieron cuentas al tiempo por el que les tocó cumplir.
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