Le había costado más de media hora
dejar quieta la superficie del lago. Esa brisa que llegaba del norte encrespaba
las aguas y hacía muy difícil aquietar la imagen de su rostro reflejado. Las
hondas del agua hacían bailar la verruga de su nariz como si tuviera vida
propia y parecía por momentos que la verruga no fuera una, sino tres. Tres
verrugas sobre una nariz temblorosa. ¡Lo que le faltaba! ¿No era ya lo bastante
fea?. Por eso utilizó con la brisa el hechizo
de “la quietud”. Lo utilizaba de pequeña para ganar siempre al juego de
“estatua”, sus compañeros de juego jamás supieron por qué era capaz de estar
tan quieta durante tanto tiempo, sin parpadear, sin respirar. Había
removido todo lo removible, levantado
todo lo levantable y volteado todo lo volteable, puso toda su cabaña boca
arriba y aun así no fue capaz de encontrar su espejo de mano. Estaba ya
bastante harta de aquel trasgo imbécil que un lejano día de otoño decidió
quedarse a vivir en la viga del techo. ¡No podía ir por ahí con su escoba con
semejantes pelos! Le gustaba recoger su melena pelirroja en un moño alto, más
que por disimular lo rala y encrespada que la tenía, por evitar que se le fuera
enganchando en las antenas de los tejados. Aprendió a volar muy joven cuando
aún no había televisores y por tanto los tejados estaban libres de esos bosques
de hierros puntiagudos a los que no conseguía acostumbrarse. Tendría que
acordarse de volar más alto sobre los tejados.
La cuestión es que su espejo no
apareció por ningún sitio, lógicamente el trasgo tampoco, y para qué molestarse
en buscar lo que sobró de tarta la noche anterior. Así que por eso tuvo que
aquietar la superficie del lago y utilizarla de improvisado espejo. Podía haber
utilizado el hechizo “anudemus” para hacerse el moño, pero le gustaba tener
excusas para mirarse. Había que reconocer que a pesar de su verruga y de su
apanochado pelo, su rostro, si se observaba a la suficiente distancia y a la
luz del Alba no carecía de cierta belleza.
En esa quietud estaba, y en esa contemplación
se hallaba, cuando un leve soplo en la oreja le hizo mirar hacia atrás. Nada se
movía, imposible, la brisa de la mañana, hechizada, ni parpadeaba ni respiraba.
Aun así, una pequeña hoja de laurel tembló ligeramente tras ella. ¡Un momento!
¿Una hoja de laurel? ¿Cómo podía una hoja de Laurel temblar ligeramente sobre
una rama de helecho?. Volvió a reclinarse sobre las aguas y terminó de centrar
y anudar su moño. Sonrió para sus
adentros y decidió escarmentar a esa pequeña espía que se escondía tras aquella
hoja de laurel. Pronunció en apenas un susurro su levantahechizos preferido,
–Pum, catapum, chinchín- Y en un pis-pas, la brisa de la mañana volvió a soplar
con una fuerza renovada. Como si durante su quietud ésta hubiera ido acumulando
el aire no soplado, una fuerte racha recorrió el lago y sus alrededores. La
hoja de Laurel comenzó a girar sobre sí misma, en picado ascendente primero y
en picado descendente después. Sobrevoló la superficie del lago, dio tres
vueltas y media de campana antes de posarse sobre las aguas. Sobre la hoja, y
agarrada con todas sus fuerzas, apenas se divisaba la silueta de un pequeño ser
con alas que inmediatamente se puso de pié sobre ella. Como la brisa se había
convertido en ventarrón, las aguas formaban pequeñas olas que a aquel diminuto
ser le debieron de parecer estupendas olas dignas de cualquier playa de Tarifa.
Sin dudarlo un instante, abrió los brazos y las alas para mantener el
equilibrio, separó las piernas adelantando una sobre otra y comenzó a hacer
cabriolas sobre las olas del lago. Subía crestas de ola y las volvía a bajar a
toda velocidad.
Crespa. Así es como se llama, o llaman,
a nuestra bruja. Tan antiguo es su nombre que ya nadie se acuerda si es su
verdadero nombre o su apodo. Bueno, pues eso, Crespa sonrió al ver aquellas
locas cabriolas y se asombró. O al contrario, primero se asombró y después
sonrió. El caso es que hacía tiempo que no conseguía ni una cosa ni la otra con
aquella pequeña hada verde tan antigua como el bosque donde vivía.
Cuando a galope de la última ola
llegó a la orilla, el hada verde saltó ágilmente de su hoja y se quedó
revoloteando a unos centímetros de la arena. La mirada iluminada por la emoción
y las mejillas sonrosadas por el esfuerzo. ¿Dónde has aprendido eso Eterina?,
le interrogó Crespa. –En mi último viaje- respondió el Hada. Eterina era un
Hada verde bastante peculiar, al contrario de sus hermanas no era grande y
atractiva. Era como las hadas de los cuentos, como las alas de fuego o como las
del aire, pequeñas y etéreas, como su nombre. Había viajado recientemente a las
playas de Florida, en pos de un Elfo mal encarado que la convenció de que si
tomaba el sol de aquellas playas cambiaría el verde de su piel por un tono
amarillo tostado, más acorde con su tamaño y poder abandonar de ésta forma el
último rasgo que le quedaba de hada verde, el color de su piel. Toda una
promesa de definitivo transformismo que ilusionó a la ilusa de Eterina.
Eterina se acomodó en la palma de la
mano abierta de su amiga y se dispuso a contarle las maravillas de los días de
sol y olas en los que aprendió dos cosas, a hacer Surf sobre un hoja de Laurel
y a no fiarse de las vacías promesas de los Elfos. Su transformador Elfo acabó
abandonándola por un Hada del Norte, las muy arpías. En pleno relato Crespa la
interrumpió. -¿Has visto por ahí a Bufo?. O lo que es lo mismo. ¿Has visto mi
espejo de mano?- Eterina como única respuesta, replegó sus alas entre las
piernas como un gato con su cola y arrancó a llorar desesperadamente. Entre
gimoteos y ruidosos sorbos de nariz atinó a decir. –Ese trasgo tuyo no me echa
cuentas. – No es mío-, se apresuró a interpelar Crespa. – Bueno, pues ese
trasgo de tu casa-, -mi casa no tiene un trasgo-, -sí que lo tiene-. –Los
Trasgos sólo viven en casas sucias, y una será bruja, pero limpia. Y ahora
querida niña cuéntame qué te ha hecho ese Trasgo okupa.
Eterina le confesó estar enamorada de
Bufo desde hacía por lo menos un siglo y medio, que Bufo se vino a vivir a la
viga de la cabaña de Crespa para vivir en el mismo bosque que ella. Que le
había prometido matrimonio para el siglo que viene. Que hacía ya más de diez
años que no paseaban solos por el bosque. Que la evitaba. Que para Bufo ella
era como casi transparente. –Es que eres casi transparente-, intervino Crespa.
Y lo peor de todo, que le había contado un mago, amigo común de ambos que Bufo
había cambiado de bando. -¿Cómo que ha cambiado de bando?- preguntó la bruja.
–¿Se ha hecho Trasgo Gallego, no era un trasgo Asturiano?. -No, no es eso, es
peor, es doblemente peor-
Crespa aguardó en silencio le
respuesta del Hada, Eterina aguardó por el gusto de hacer un silencio teatral.
Tras unos breves pero intensos segundos, la pequeña hada culminó su relato. –Ya
te dije que es peor, olvídate de tu espejo, no lo volverás a ver. Ni al espejo
ni al Trasgo. –Explícate pequeña, se impacientó Crespa. Eterina, transfigurada
por la furia y a pleno pulmón, o pulmoncillo en este caso, se explicó. Bufo, el
trasgo que vivía en la viga de la cabaña de Crespa, se había fugado esa misma
madrugada con un duende.
El silencio volvió a adueñarse de
aquel paraje. La bruja con la boca abierta interrogaba con su mirada a no se
sabe bien qué o a quién. Preguntó, -¿Un duende?, ¿Qué tipo de duende? ¿Un
Naomo, un Ginn, un Puka irlandés o tal vez un Goblin de esos que atraen a la energía?.
–No, respondió airada Eterina, ya te dije que era peor. Un duende gitano, si,
como lo oyes Crespa, un duende gitano, con su melena, sus anillos, sus cadenas
de oro y su piel morena. El silencio, se volvió a adueñar de aquel paraje. Un
silencio total, un silencio que abarcaba todos los silencios, incluso el
teatral. De pronto, la atmósfera se fue espesando, los árboles fueron perdiendo
su contorno. Las aguas del lago se cubrieron de una espesa niebla de la que
fueron ascendiendo, en dirección a las estrellas, frases escritas sobre fuego y
oro en las que se podía leer:
No arruguéis el ceño
ni le deis vueltas al texto.
Esto ha sido sólo un sueño
Del autor de éste invento.
Ni tiene finalidad
Ni tiene fundamento.
Como podéis imaginar
justo aquí acaba el cuento.
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