Pintura de Salvador Dalí |
Siempre fue un actor
libertino. Que la directora de la compañía le diese el papel de don Juan no
extrañó a nadie. El de doña Inés fue más reñido. Fue difícil dilucidar, entre
tanta belleza angelical, quien se adaptaba mejor al rol. Cuando ella fue elegida,
sin saber por qué, los ojos del protagonista tomaron un brillo cómo nunca
hubieron. Fueron días y días de ensayo, horas y horas respirando juntos… «Ángel
de amor…», no era un mero verso del libreto, era su propio sentimiento, que le
alejaba cada vez más de la directora que ya intuía un galán demasiado
blandengue, mientras los ojos de Inés seguían chisporroteando viveza sobre una
sonrisa perennemente inmaculada, reforzando en candidez el personaje.
Tras cada función,
aplausos y flores iban para ella, mientras el actor se sumía en el camerino en
agónica melancolía. «¿Qué fue del truhán que elegí? ¡O
cambias o te cambio! ¡Joder! Sólo tenías que ser como eras, y ahora ¡no sé quién
coño eres!» –le increpaba cada noche la directora, rompiendo la ensimismada
soledad del actor desmaquillándose ante el espejo.
Por más que intentó que
Inés fuera de las tablas prosiguiese la obra, siempre acababa como un memo,
convirtiéndose en un vulgar chico bueno que la actriz manejaba como quería,
esto sí, sin perder el mismo halo seráfico que el personaje. No lo despreciaba,
se dejaba querer por él, pero sin permitir llegar al punto de desenlace que
proponía, lo que le dejaba comiendo en su mano y a su merced. Fuera del
escenario, don Juan era Ciutti, el chico de los recados, y también el papanoel
de los regalos, acompañados a veces de versos, tan fuera de tiempo como los de
la obra decimonónica. Ella seguía exhibiendo una sonrisa sin mácula bajo
escintilantes ojos de púber.
Cuando don Juan recibió
la estocada definitiva de la directora, doña Inés no lloró, no le importó que
lo arrojaran a los infiernos, en ese fin de obra no le tendió mano redentora
alguna, sólo siguió sonriendo mientras mantenía un brazo en su cintura el
sustituto del galán, un actor novel de aire chulesco, que no disimulaba su
adicional papel de complacer sexualmente tanto a la actriz como a la veterana
-y algo ajada ya- directora.
«Y es que si don Juan
deja de ser don Juan, siempre habrá otra alma que pueda redimir doña Inés»
–sentenció ésta.
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