Ciertamente, el reto
que supone escribir acerca de Gabriel
García Márquez es complicado, parece que todo está dicho y lo que se pueda aportar estuviera abocado a la pura
repetición o a la entelequia fatua. Y
sin embargo el poder de las palabras,
las infinitas aristas desde donde mirar,
las distintas ficciones y perspectivas
que la obra del maestro genera, son a mi entender inagotables.
En este caso, he querido
referir las declaraciones que hizo GGM a una antigua y curiosa revista,
que compré en librería de viejo.
Estaba en un montón: entre
anuarios, boletines, periódicos y un sinfín de hojas sueltas. Llamó mi atención
el color chillón de la portada, ilustrada con un gran habano; para mi sorpresa,
el señor que estaba fumando el puro, no
era ni más ni menos que GGM. Cogí la
revista al vuelo y sí, efectivamente, en páginas interiores
se recogía una entrevista al mismísimo GGM. La publicación de carácter
cultural y divulgativo, salía con carácter mensual en Cartagena de Indias y su nombre era: El faro y el vigía. Tuvo recorrido corto, según supe después, y
desapareció sin pena ni gloria a los
seis meses de la primera publicación.
En dicha entrevista, entre otros extremos, GGM daba cuenta de
las circunstancias, peripecias y alguna anécdota en torno a la gestación,
alumbramiento y primera publicación de
su obra cumbre, Cien años de
soledad. En escribirla tardó 16 meses y cuando en mayo de 1967 remitió a la
editorial Sudamericana, con sede en Buenos Aires, los primeros cuatro capítulos
de la novela; Francisco Porrúa, su director, vio rápidamente que tenía entre
las manos una obra capital. El asunto lo
traigo a colación, porque GGM confiesa que, una vez terminada la novela,
se encontraba inseguro con respecto a cómo terminar el libro, y ante la duda,
preparó dos finales alternativos. Francisco Porrúa, cuando leyó la obra
completa, se inclinó sin dudarlo por el final que todos conocemos. La novedad
es que fue la única vez que GGM relatara
de forma sorpresiva el final alternativo, que nunca se publicaría, y que les
voy a referir de manera sucinta:
“Poco después de que
Aureliano Babilonia saliera enloquecido de la casa de la que estuvo ausente
varios días, Blasa Lugones, hija no
reconocida del gitano Melquíades, se
acercó con clara determinación a la casa grande, a la casa de la que tanto
sabía…. Penetró por el patio de la alberca, rodeando el tronco del castaño para
esquivar el viento que traía encendida la desgracia. Subió hacia el corredor
invadido por las plantas secas, donde los tallos trepaban
retorcidos hacia el techo, cayendo
suspendidos como ahorcados. Sorteó los cubos brillando de hojalata, las ropas
de lino esparcidas por el suelo..... hasta llegar al dormitorio donde el
pequeño, el vástago último de los Buendía, era una mora oscura e inerte, un
ovillo negro de hormigas prestas a cebarse con tan insólita pieza. Con la
agilidad gatuna de los que siempre espían, la hija de Melquíades y Basilia
Lugones, acercó la pequeña nariz del niño
a su boca, aspiro fuerte y
profundo, escupió sangre e insectos enloquecidos y vomitó la asfixia del hijo
de Amaranta sobre la ruina que quedaba de Macondo. Espantando las hormigas a
manotazos, llevó al niño en volandas a
la alberca y lo sumergió en el agua quieta de soles y agonía. Entonces ocurrió
una genial anomalía, lo que ya no se esperaba: como gorgoreo de ave, el pequeño
comenzó a llorar un llanto quejoso de salmodia antigua, un gemido apagado de
pena centenaria. Supo Blasa Lugones que
acababa de salvar al póstumo eslabón de la saga, al último
de una estirpe que no atestiguaría jamás
qué fue cierto o ensoñación en Macondo.
Tampoco en ningún tiempo habría de dar cuenta, porqué la desgracia del
desamor acompañó la vida larga de los Buendía, o acaso de todos los hombres.
Un siniestro estruendo de pájaros errabundos se enseñoreaba
por las calles decrépitas del pueblo, donde ya los vivos ni los muertos tenían
licencia para nada, escondidos y
sepultados como estaban, bajo el fango de la tierra.
Aureliano Babilonia a
su vuelta, vio la canastilla vacía, donde debía estar el hijo con cola de cerdo
y los ojos dulces de Amaranta. Olía la casa a mercurio. Tapió las ventanas y se encerró en el cuarto que fuera de
Melquíades; a la luz de las luciérnagas
fue repasando los pergaminos, uno a uno, por entender, por saber si algo
no estuviera escrito…. Mientras,
Blasa, con la ciega clarividencia de los iluminados, por fin se fue, para
siempre de Macondo. Llevaba al niño envuelto en un hatillo y se alejó por la
ciénaga, por el camino que cada año traían los gitanos, los que por marzo
venían a Macondo; los que trajeron el hielo, el imán y la alquimia…
Era la vida devastada por la hojarasca de cien años de
soledad”.
Gracias por descubrirnos esos tesoros que de vez en cuando se aferran a las manos de quien sabe buscar, y por dar esa visión personal, gracias Carmen
ResponderEliminarGracias por descubrirnos esos tesoros que de vez en cuando se aferran a las manos de quien sabe buscar, y por dar esa visión personal, gracias Carmen
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