Cuando cogí aquel libro, no
podía imaginarme que entre sus páginas aparecería como en un naufragio,
los restos de un pasado que algún lejano día fue mi presente.
En un papel, ya amarillo por el paso del tiempo, se
dibujaba una letra masculina que me resultó muy familiar, tremendamente
familiar.
Comenzaba así: “en
Madrid, con viento y frío, mucho frío”, la emoción trepó hasta mis ojos
sorprendidos por una lágrima furtiva, “lanzo un fugaz rayo invisible que se
posa tranquilamente a tus pies, así quiero que te lleguen estas letras, rápidas
y llenas de la paz, que el solo
pronunciar tu nombre y verlo escrito, producen en mi”
Había recibido esa carta hacía treinta años, entonces acababa
de cumplir los 16 y el amor había entrado en mi vida con la fuerza arrolladora
de todos los elementos y con el agravante de que al ser el primero, aún
desconocía que habría más y que contrariamente a lo que escriben los poetas,
serían tan maravillosos y por desgracia tan efímeros como ese.
Pero ya digo, entonces no lo sabía, entonces lo creía eterno
y solo el dolor de la ausencia del que era mi amado, era comparable en
intensidad al amor mismo.
“A pesar de tu ausencia te siento tan cerca, que a veces
pienso que habitas en mi, no es que piense en ti, es que estás dentro de mí,
como las dos caras de un folio, que aunque estén separadas y sean opuestas, no
pueden existir la una sin la otra, así te percibo y así me dueles...”.
Sonreí mientras mis ojos seguían deslizándose por esas
líneas. “Te quiero tanto que desearía inventar palabras nuevas con las que
poder decírtelo, porque no encuentro ninguna capaz de abarcar el sentimiento
que me desborda...”
Esa carta me la había enviado Pedro, intenté pensar en él, en
su cara, en sus gestos... Pero ninguno de estos recuerdos acudía a mi mente,
solo una foto. Recordaba una foto suya. ¡Que curioso me resultaba aquello! Era
incapaz de visualizar al que un día fue dueño de mi corazón, no recordaba su
voz, ni sus maneras, ni tan siquiera algo característico de él. Solo el recuerdo
de aquella vieja foto guardada en algún álbum. La había visto mil veces, cada
vez que la nostalgia me llevaba a sacar aquellas viejas estampas de tiempos
pasados, pero curiosamente jamás reparé en ella. Solo ahora que sus palabras
volvían a mí, aquella imagen fija, sonriéndome eternamente, cobraba sentido.
Nunca había vuelto a verlo. Ni siquiera recuerdo exactamente
la duración de aquel amor que creímos eterno y único, puede que un año, o
quizás algo más... no lo podría afirmar con certeza.
Curiosamente reaparecía ahora en mi vida y lo hacía desde las
hojas de “Cien años de soledad”. No había vuelto a leer la maravillosa novela,
que nos descubrió el fantástico mundo de Macondo, desde que alguien me la
regaló precisamente al cumplir los 16 años. Por
eso estaría allí, seguramente recibí esa carta mientras la leía.
¡Que curioso...! y aparecía ahora precisamente, ahora que yo
tenía casi la mitad de los años que dan título a la novela y que al leerlo, a
mis lejanos 16, se me antojaron una eternidad.
Paradójicamente recordaba más el contenido del libro, que la
esencia del que fue mi primer amor y curiosamente sentí que aquel que un día
fue mi mundo, era un poco como el primer
Macondo, un mundo tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y
para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
¿Qué sabíamos del amor entonces? Y curiosamente aquella
carta, aquellas palabras nacidas en el corazón de un joven de veinte años, eran
tan antiguas como el mundo, llenas de la sabiduría del corazón de la humanidad.
Y pensé que todos los momentos y todos nosotros, somos el
mismo repetido. Con una salvedad, al escribirlos se hacen eternos, como eterno
será para siempre el coronel Aureliano Buendía y como eterna será la definición
con la que su hermano José Arcadio, le intentó describir los pormenores de los
mecanismos del amor: Es como un temblor de tierra
Seguí leyendo la carta de la que fui inspiradora hacía ya
tanto tiempo” gran amiga eres de mi corazón y en él permanecerás para siempre,
porque es tu esencia quien lo hace latir, nada tendría sentido sin ti y esta
separación me duele tanto, que incluso he llegado a venerar mi dolor, porque es
él quien da sentido a esta existencia lejos de ti, ya que me recuerda en cada
momento que existes”.
Me sentía mimetizada por ella y a la vez por el libro en el
que la había encontrado y de pronto el contenido de una y otro, se mezclaron y
juntos se hicieron polvo y fueron arrastrados por el viento de la memoria,
porque aquella joven de 16 años había muerto hacía mucho tiempo y porque lo
escrito en esa carta, al igual que los
pergaminos que Aureliano Babilonia intentó descifrar, era irrepetible desde
siempre y para siempre, porque su perdida juventud no tendría una segunda oportunidad sobre la tierra.
Nostalgia de dos tipos de amores. Enhorabuena Concha Casas.
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