domingo, 15 de junio de 2014

El faro y el vigía, por PURA FERNÁNDEZ SEGURA.

  

Ciertamente, el  reto que supone escribir acerca  de Gabriel García Márquez es complicado, parece que todo está dicho y lo que se pueda  aportar estuviera abocado a la pura repetición o a la  entelequia fatua. Y sin embargo el poder de  las palabras, las infinitas aristas desde donde mirar,  las distintas ficciones y perspectivas  que la obra del maestro genera, son a mi entender inagotables.
En este caso, he querido  referir las declaraciones que hizo GGM a una antigua y curiosa revista, que compré en librería de viejo.  Estaba  en un montón: entre anuarios, boletines, periódicos y un sinfín de hojas sueltas. Llamó mi atención el color chillón de la portada, ilustrada con un gran habano; para mi sorpresa, el señor que  estaba fumando el puro, no era ni más ni menos que GGM. Cogí  la revista al vuelo y sí, efectivamente, en páginas  interiores  se recogía una entrevista al mismísimo GGM. La publicación de carácter cultural y divulgativo, salía con carácter mensual en Cartagena de Indias  y su nombre era: El faro y el vigía. Tuvo recorrido corto, según supe después, y desapareció sin pena ni gloria  a los seis meses de la primera publicación.
En dicha entrevista, entre otros extremos, GGM daba cuenta de las circunstancias, peripecias y alguna anécdota en torno a la gestación, alumbramiento y primera publicación de  su obra cumbre, Cien años de soledad. En escribirla tardó 16 meses y cuando en mayo de 1967 remitió a la editorial Sudamericana, con sede en Buenos Aires, los primeros cuatro capítulos de la novela; Francisco Porrúa, su director, vio rápidamente que tenía entre las manos una obra capital. El asunto lo  traigo a colación, porque GGM confiesa que, una vez terminada la novela, se encontraba inseguro con respecto a cómo terminar el libro, y ante la duda, preparó dos finales alternativos. Francisco Porrúa, cuando leyó la obra completa, se inclinó sin dudarlo por el final que todos conocemos. La novedad es que fue la única vez  que GGM relatara de forma sorpresiva el final alternativo, que nunca se publicaría, y que les voy a  referir de manera sucinta: 
“Poco después  de que Aureliano Babilonia saliera enloquecido de la casa de la que estuvo ausente varios días, Blasa Lugones,  hija no reconocida  del gitano Melquíades, se acercó con clara determinación a la casa grande, a la casa de la que tanto sabía…. Penetró por el patio de la alberca, rodeando el tronco del castaño para esquivar el viento que traía encendida la desgracia. Subió hacia el corredor invadido por las plantas secas, donde los tallos  trepaban  retorcidos  hacia el techo, cayendo suspendidos como ahorcados. Sorteó los cubos brillando de hojalata, las ropas de lino esparcidas por el suelo..... hasta llegar al dormitorio donde el pequeño, el vástago último de los Buendía, era una mora oscura e inerte, un ovillo negro de hormigas prestas a cebarse con tan insólita pieza. Con la agilidad gatuna de los que siempre espían, la hija de Melquíades y Basilia Lugones, acercó la pequeña nariz del niño  a su boca, aspiro fuerte  y profundo, escupió sangre e insectos enloquecidos y vomitó la asfixia del hijo de Amaranta sobre la ruina que quedaba de Macondo. Espantando las hormigas a manotazos, llevó al niño en volandas  a la alberca y lo sumergió en el agua quieta de soles y agonía. Entonces ocurrió una genial anomalía, lo que ya no se esperaba: como gorgoreo de ave, el pequeño comenzó a llorar un llanto quejoso de salmodia antigua, un gemido apagado de pena centenaria. Supo Blasa  Lugones que acababa de salvar al póstumo eslabón de la saga,  al último  de una estirpe que no atestiguaría jamás  qué fue cierto o ensoñación en Macondo.  Tampoco en ningún tiempo habría de dar cuenta, porqué la desgracia del desamor acompañó la vida larga de los Buendía, o acaso de todos los hombres.
Un siniestro estruendo de pájaros errabundos se enseñoreaba por las calles decrépitas del pueblo, donde ya los vivos ni los muertos tenían licencia para nada,  escondidos y sepultados como estaban, bajo el fango de la tierra.
 Aureliano Babilonia a su vuelta, vio la canastilla vacía, donde debía estar el hijo con cola de cerdo y los ojos dulces de Amaranta. Olía la casa a mercurio. Tapió las ventanas  y se encerró en el cuarto que fuera de Melquíades; a la luz de las luciérnagas  fue repasando los pergaminos, uno a uno, por entender, por saber si algo no estuviera escrito….    Mientras, Blasa, con la ciega clarividencia de los iluminados, por fin se fue, para siempre  de Macondo. Llevaba al niño  envuelto en un hatillo y se alejó por la ciénaga, por el camino que cada año traían los gitanos, los que por marzo venían a Macondo; los que trajeron el hielo, el imán y la alquimia… 
Era la vida devastada por la hojarasca de cien años de soledad”.

2 comentarios:

  1. Gracias por descubrirnos esos tesoros que de vez en cuando se aferran a las manos de quien sabe buscar, y por dar esa visión personal, gracias Carmen

    ResponderEliminar
  2. Gracias por descubrirnos esos tesoros que de vez en cuando se aferran a las manos de quien sabe buscar, y por dar esa visión personal, gracias Carmen

    ResponderEliminar