La Oruga Azul.

La Oruga Azul.
La oruga se puso azul turquesa, porque presa de la luz de la poesía, reposa en las cuartillas de la mesa impregnada de tinta y fantasía… (Antonio Peláez Torres),

domingo, 15 de junio de 2014

Juego de niños, por EDUARDO MORENO ALARCÓN.


«El cuento es una flecha en el centro del blanco y la novela es cazar conejos.»
Gabriel García Márquez

            Hasta ahora no había reunido fuerzas para contar el episodio más oscuro de mi estancia subrepticia en Concepción. Lo crean o no, la historia que me dispongo a relatar es tan veraz como el desgarro del exilio que padezco.  

Hacía más de un mes que yo, Miguel Littín, ya no era yo, sino otro muy distinto. Furtivo de mí mismo y aun de mis seres más queridos, clandestino en mi patria —ésa que ahora me bebía con el alma rebosante de emociones—, cobraba conciencia destilada del paso del tiempo y su andar escurridizo, irremediable, de sus juegos tantas veces azarosos, de los largos, nostálgicos años de exilio, primero en Méjico, y, luego ya, en la vieja madre España.
El estrépito de las armas homicidas, sus dueños cómplices y un tirano sin cargos de conciencia me forzaron, doce años atrás, a huir de aquel horror brutal: Santiago ensangrentado y sus cadáveres flotando en el Mapocho como anfibios de pesadilla, los cuerpos dislocados infestando las aceras de una cuadra cualquiera, mugrienta y envilecida, aquellas portaladas tatuadas por la firma de la muerte, trazo redundante que las balas garabateaban en los muros.
Muerte que rozó mi mejilla, apenas iniciado el golpe militar, y que evité milagrosamente tras cometer la imprudencia, la palmaria estupidez de regresar al edificio de Chile Films donde, con celo de sabuesos, un sargento y su patrulla de sicarios me esperaban.
Doce años desde aquella noche lluviosa, desapacible, del mes de octubre —el pasado hecho presente—, en el mísero aeropuerto de Los Cerrillos, el día en  que el país entero se declaró en estado de sitio. El frío y un avión gris, bronquítico, henchido de pesadumbre y desamparo, repleto de viajeros arrancados de su tierra y sus raíces como esquejes de vivero. El cielo sucio y enlutado sobre Chile, como un espejo apocalíptico, forjado a golpe de matanza y destrucción. Y a mi lado, Ely —siempre Ely—, mi mujer, tomándome la mano (helada a pesar de los guantes), sus párpados cerrados, gastados por el uso, tratando de dormir siquiera un rato. Estrechados en los asientos, muy prietos los cuerpos en busca de cobijo, nuestros hijos (la Pochi, Miguelito y Catalina), rendidos al cansancio, a la prisa inusitada y la extrañeza de la huída, parecían muñequitos de hojalata.

El mundo entero sabe ahora, resumido en cifras, el coste de la dictadura y su inhumana represión: más de cuarenta mil muertos, dos mil desaparecidos y un millón de exiliados.
A este dolor tan hondo, a este duelo imperecedero, habría de sumar, tiempo más tarde, el triste privilegio de engrosar la lista negra del despótico gobierno timoneado por Augusto Pinochet. Cinco mil compatriotas compartimos el dudoso honor de ser non gratos para el régimen, la tajante prohibición —bajo pena capital— de volver a suelo patrio.
Lejos de las púas infinitas que estrangulan los campos chilenos —alambre donde poses tu mirada—, millones de personas acudieron a los cines, sintonizaron su televisor para saber, conocer la realidad de nuestro pueblo, vista, captada con gran riesgo desde dentro, filmada incluso en su epicentro, el Palacio de la Moneda, donde aún perdura, latente, jamás borrado, el pálpito de Allende. Siete mil metros de película rodada en todo el territorio nacional; tres equipos europeos y otros seis juveniles de resistencia interna. Seis semanas de rodaje subrepticio —las más duras, dignas, aterradoras que alcanzo a recordar— infiltrado en mis orígenes bajo un disfraz ficticio: acento, ropa, zapatos, andares, aspecto falso, el pasaporte de un burgués pagado de sí mismo, la burla de un tipo fingido, el gesto de un sujeto clerical y encorsetado.
Sorteados los peligros de la entrada ilegal, los primeros días fui rescatando los paisajes de mi infancia, recomponiendo los detalles de mi vida fragmentada como piezas de un nostálgico mecano, sumido en la añoranza de un regreso oculto y transitorio.
Claves en el éxito de la operación, dos ángeles custodios velaron mis pasos durante aquellas seis semanas: Elena —eficaz, perfecta en su papel de fiel esposa—, y un socio al que prefiero llamar Franquie. Con él, fui testigo del diario devenir de aquellas gentes anónimas, desteñidas por un velo de apatía y de tristeza. Con él empecé la filmación en la Plaza de Armas, entraña de Santiago, una lánguida mañana de tibio otoño austral. Con él descubrí el espejismo de una ciudad somnolienta, tranquila en apariencia, sin fuerzas represoras a la vista; sosiego que encubría centenares de patrullas y milicias guarecidas como perros de presa, vehículos de choque decididos a expeler con saña odiosa el menor ademán sospechoso.
Los cinco días siguientes —el tiempo que rodamos en Santiago—, hube de enterrar mi álbum de tristezas, dar la espalda a mi deseo exacerbado de gritar. Amparado bajo aquella máscara de momio, viví entre los míos como un tipo distante, insensible, simulando dirigir el camarógrafo hacia los puntos más inocuos de la vida cotidiana, como si nada me importaran esos rostros agostados, como si sólo me incumbieran los cilindros de metraje y la avidez de la taquilla, actuando como el hombre de negocios que, cada día, me devolvía su frialdad en el espejo.

Era cuestión de tiempo: mi yo al fin se reveló. Franquie siguió las instrucciones al dedillo y, sin hacer preguntas, acudió al hotel Conquistador, sacó mi bolso de viaje y refirió a Elena nuestro plan: ausentarnos por tres días de la urbe. Inerme y alarmada hasta el extremo, mi cónyuge postiza no pudo disuadirme de la huída necesaria, de la tregua proyectada en mi cabeza.
Rayanas las diez menos cuarto me encontré con Franquie a la salida del cine Rex. Por seguridad, cambiamos tres veces de taxi antes de llegar a la Estación Central, y, al filo de las once, emprendimos el viaje a Concepción. Lo hicimos en un tren nocturno, estrechamente vigilado; era —pensé—, no sólo más seguro que otros medios de transporte, sino la mejor forma de aprovechar la noche inútil de Chile, muerta, estancada tras el toque de queda, suspendida por el eco militar de las sirenas.
Apuntaba el amanecer cuando, apostado en la boca del minúsculo compartimento, el inspector anunció el fin de trayecto con languidez funcionarial. Simulando cierta prisa, cogimos nuestras bolsas y bajamos del convoy. Fuera, una niebla densa, helada, se enredaba en cada objeto, esfumando fachadas, contornos y figuras con tacto de algodón.
Un taxi nos condujo al bastión histórico de la ciudad. Al cabo, recortada entre la bruma, se alzó la cruz solitaria en el atrio de la Catedral, y, más allá, la Plaza Sebastián Acevedo y su anónimo recuerdo de flores siempre frescas: memoria congelada en una imagen, instante que atrapé con mi objetivo, fingiéndome distraído, como un vulgar turista.
Embutidos en sendos abrigos, recorrimos varias cuadras en busca de una agencia de alquiler de vehículos. Tan pronto dimos con ella, Franquie quedó a cargo del arriendo mientras yo, para evitar riesgos innecesarios, trataba de localizar una peluquería donde afeitarme la dudosa, inadmisible barba para un hombre que acudía a Concepción a hacer negocios.
Anduve a paso vivo por las calles silenciosas, desiertas a esa hora temprana. Finalmente desemboqué en la Plaza de Armas, donde, aliviado, topé con un letrero que rezaba «Peluquería Unisex». Aquella tentativa, sin embargo, abocó en frustrante desazón. Al parecer, la moda imperante —resumida en el epígrafe «unisex»— no entendía el viejo oficio que ejercían los barberos en la tierra de mi infancia (el Chile que las bombas me amputaron). Contrariado, caminé por las aceras bajo una cruda luz de aurora húmeda y velada.
Estaba perdido en la niebla cuando un niño desaseado, trémulo, me sacó del apuro. «Enfrente, tuerza a la derecha y encontrará una barbería, caballero». Agradecido, deslicé unas monedas en la palma sudorosa del chiquillo y me alejé con rapidez, pues no quería que mi socio se inquietara por la estúpida tardanza. Aboqué en seguida la calleja e ingresé en aquel barrio sombrío. En efecto, empotrada en una esquina, aún quedaba en pie una barbería insensible al cruel paso del tiempo.  
Calle adentro, un silencio pétreo amordazaba aquel lugar de Concepción. Era —equiparé mentalmente— como estar en un plató de cine abandonado, decadente, ajeno a todo atisbo de rodaje. Alcancé el frontis del establecimiento (con su clásico cilindro blanco y rojo en espiral) sintiendo que, a mi espalda, la niebla se volvía más espesa y opresiva. Franqueada la puerta, recibí un fogonazo de impresiones en el alma: gusanearon los posos de la memoria devolviéndome de súbito los olores de mi época escolar, de mi niñez ahora lejana: linimento, alcohol mentolado, botica antigua, la piel de los sillones rotatorios… Todo igual que entonces, como un calco del pasado, tal como mi psique más profunda remembraba.    
Dos ancianos ataviados con sendos delantales de un sucio color hueso regentaban el negocio. Cuando entré, se hallaban afanados atendiendo al único cliente que desafiaba la mañana ensordecida; uno, reseco como muda de serpiente, cortaba el pelo con monótona cadencia; el otro, escobilla en mano, recogía las pelusas desprendidas por la cara, por los hombros, por el cuello.
«Quisiera rasurarme», espeté sin más preámbulos. En un suspiro, el viejo del cepillo echó la llave a la puerta, dejó su instrumental sobre un estante y señaló el asiento libre; después me colocó un peinador en torno al cuello y, provisto de una brocha humedecida, enjabonó barbilla y pómulos. Gruñó la navaja oxidada, al abrirse, y el anciano rapabarbas se enfrascó en su labor más peliaguda.
Entonces, del modo más brutal e inesperado, el doméstico escenario, la diaria realidad que cercaba el país, la ciudad, aquel barrio, convulsionó hasta lo más hondo de su entraña cotidiana.
La escena íntegra duró tan sólo unos minutos; lapso, sin embargo, más que suficiente para ser testigo de un horror mayor que la barbarie militar, tan monstruoso que aún me tiembla el pulso al evocarlo.
Posaba reclinado en el sillón, sintiendo el filo de la hoja resbalar por mi mejilla, cuando, de súbito, algo impactó contra la puerta acristalada. La rápida respuesta del anciano más huesudo me puso a pique del infarto (echando el cerrojo, nos ordenó retroceder mientras hurgaba en un cajón del mostrador, del cual extrajo una pistola, y apuntaba tembloroso al exterior). Al punto, mis ojos indagaron la raíz de aquel espanto, la causa de tan drástica e insólita reacción.
Silueteado en la penumbra, un hombre con la faz desencajada, aplastada contra la luna, aporreaba con frenética insistencia, empavorecido, gritando sin cesar. Hice ademán de lanzarme en su auxilio. «¡Quietos, no se muevan!», cortó en seco el viejo armado, sin dejar de encañonar la cristalera. Parapeto que, en pocos segundos, se pobló de rostros infantiles que negaban por completo la inocencia; decenas de ojillos acerados, fruncidos con un rictus de malicia insoportable; deditos que tentaban la vidriera con rumor de cuervos picoteando, rimero de boquitas babeantes, muy abiertas, pequeñas bestezuelas de rapiña sitiando ávidamente su despojo, su presa descompuesta.
El hombre profirió un aullido aterrador antes de ser tironeado por la turba de chiquillos hasta el fondo de la calle, donde la niebla puso un velo de clemencia al nauseabundo panorama; bruma que no impidió el ciego, maldito maremágnum de sonidos a distancia: alaridos, crujir de huesos, masticar de las criaturas…
Puesto de rodillas, a mi lado, la cara del barbero evidenciaba la derrota. Tomó un pañuelo blanco de la bata y se enjugó el rostro y la frente, rociados en sudor; se incorporó torpemente y, con voz quebrada por la rabia y el llanto, musitó:

—¡Hijos de la gran puta! ¡Los doctores de Santiago nos dijeron que tendrían la vacuna hace meses! ¡Mentiras y mentiras; esos matasanos no saben un carajo! 

1 comentario:

  1. Excelente cuento de esmerada descripción. Enhorabuena al autor Eduardo Moreno Alarcón, muy buena narrativa.

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