Inmensa es la ciudad, con
sus edificios que alcanzan el mar, con la orilla del estuario densamente
poblada de rascacielos que van despertando uno a uno; los hay que tardan toda
la mañana en recibir el rayo de sol que activa el engranaje de sus dientes de
titanio, aunque en el interior de todos ellos el movimiento comienza temprano:
un hormiguero vertical bulle, sube, baja y se afana desde antes del amanecer.
Pero hay más, hay otros
allá lejos del agua, allí donde la tierra sufre, se abre y tiembla; rascacielos
que nunca llegaron a culminarse, que quedaron a medio construir por temor a esa
tierra sísmica, traspasados por amplísimos ventanales descubiertos, negros
huecos de ascensor, escaleras infinitas sin iluminación alguna, sin tomas de
electricidad; tapizados de tuberías inútiles, secas en las alturas pero
chorreantes en los bajos; torres de Babel malditas que solo el viento recorre,
tan vacías y laberínticas que ni sus okupas
llegan a encontrarse; apenas si tropiezan unos con otros en la oscuridad; cada
uno de ellos creería ser el único habitante si no fuera por los roces en la
sombra, por los ecos o ese llanto de niño. Por aquel violín.
Vuelven en la noche, de
algo semejante a un trabajo, de la rebusca, la trampa o la súplica, y van
tomando sus rincones, a los que llegan contando los pasos y los peldaños,
midiendo a palmos las paredes, atentos a las corrientes de aire, a los
turbiones de viento que indican vanos amenazantes, simas de ascensor, pozos de
ventilación, desprotegidas ventanas.
Ella vive allí desde niña
y ha acabado acostumbrándose; va cambiando de habitación, a medida que basura y
excrementos invaden su cercanía; ha adquirido el tacto de los ciegos y su
preciso sentido de la orientación, que le permiten perseguir los trinos del
violín en la noche y subir decenas de pisos hasta llegar al violinista;
escuchar, ofrecerle su jadeo, acercarse hasta tomarlo de la mano y caminar
abrazados hacia el gran ventanal; nunca se han visto, les basta distinguir sus
siluetas cuando brilla la luna, no quieren conocerse, no necesitan decírselo:
ambos saben que si se amaran demasiado rodarían
al abismo.
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