¡Cuídate de los Idus de mayo
Torcuato! – auspició la pitonisa con mirada sombría, observando el vuelo de las
aves. Los grajos planeaban en círculo sobre la altiplanicie de cárcavas y su
ronco graznido quebraba el silencio vespertino.
Hacía tiempo que el legionario no
había visitado a la vieja Luparia que moraba en una de aquellas cuevas ocultas
del valle de Acci, al borde de la
calzada que enlazaba la colonia con la vía iliberritana. La anciana,
perteneciente a una influyente familia de la Bética, se había retirado aquellas
soledades para llevar una vida ascética y purificarse.
¿Qué has visto? – preguntó el
legionario tras una larga pausa. La mujer se arrebujó en su piel de loba y,
acariciando el torques áureo del
soldado sentenció: “Veo peces ahogados,
arrastrados por la corriente del río de la vida. Sus cadáveres te perseguirán
hasta la colina donde crece la retama. Adornarán tu cuello con un collar de
sangre. Tu cuerpo servirá de alimento al óleo que ungirá en Hispania la frente
de los gentiles. Entonces, la llama de la fe será visible”.
Torcuato, escéptico de visiones y pronósticos, se
deshizo del torques gaélico que lo
identificaba como miembro de una de las sagas más ilustres del norte de la
península. En su lugar, se anudó una cinta de cuero de la que pendía un ichtus: símbolo del pez de los
cristianos con que le había obsequiado Yaco el Zebedeo en el campamento de Compositum. Penetrando en la cueva de la
profetisa, se desprendió del uniforme imperial y vistió una humilde y sencilla
túnica. Sus días al servicio de la Legio
I habían concluido por decisión propia. Era consciente del castigo que se
aplicaba a los desertores cuando eran capturados, pero esto no lo amedrentó en
su decisión de abandonar el ejército. Se despidió de la mujer rehusando su ofrecimiento de pernoctar en la cueva y emprendió
el camino por senderos angostos bordeando el lecho del río.
Caminó durante días evitando el
contacto humano sin aproximarse a las villas, si no era para tomar algo de
fruta o verdura de las huertas, hasta llegar a un paraje desértico que se
alzaba entre dos vertientes. Allí, en aquellas soledades, en una de las cuevas
horadadas por pastores, buscó refugio. Entabló amistad con viandantes, cabreros
y sus familias, transmitiendo el testimonio del Zebedeo acerca de aquel Yeshúa
de Nazaret y sus enseñanzas acerca de Dios. Fue en Compositum donde él y un
grupo de mujeres le conocieron, entre las que se contaban la vieja Luparia y
otros seis varones que habían emprendido el camino junto a ella hacia Acci y se
habían separado allí para evangelizar otros lugares: Cecilio en Ilíberis,
Tesifón en Bergi, Esiquio en Carcesa, Insalecio en Urci, Eufrasio en Liturgi y
Segundo en Abula. Luparia no quiso recibir el bautismo, aunque las palabras del
apóstol habían germinado en su espíritu hasta el extremo de abandonar una vida
de opulencia y regalar gran parte de sus bienes a los más necesitados.
Fue por mayo, durante fastos de
la Lemuralia cuando Torcuato se acercó por primera vez a Acci tras su
deserción. Su aspecto había cambiado tanto que las posibilidades de que fuera
reconocido eran escasas. En el mercado, se cruzó con un hombre que iba tirando
tras de sí nueve judías negras, al tiempo que percutía sobre un aguamanil de
bronce, mientras decía: ¡Salid espíritus de los ancestros! ¡Os ofrezco estas
habas, con ellas me redimo a mí y a mi familia!. Ante semejante gesto de superchería Torcuato
se compadeció de él y le dijo:
-Únicamente Dios redime a los
hombres si encuentra en ellos verdadero arrepentimiento de sus malas acciones.
El hombre se paró en seco y,
mirando sorprendido a Torcuato, preguntó:
-¿A qué dios os referís?.
- A ninguno de los que pueblan el
Olimpo, que son muchedumbre, sino al único Dios misericordioso, creador de
todo.
- ¿Y en qué templo se le puede
rendir pleitesía?.
- En el templo de las almas de
los hombres de buena voluntad, Dios está en todo lugar.
El hombre lo miró perplejo sin
entender el alcance de las palabras pronunciadas por Torcuato. Este le sonrió y
tras una pausa le dijo:
-Si de verdad tienes interés en conversar
más sobre el asunto, ven mañana al atardecer a la ribera del río de Acci, allí
te esperaré.
Torcuato advirtió cierta
desconfianza en su mirada, entonces le espetó:
-Ven si quieres con tu familia y
amigos, ellos quedan también invitados.
Ya se alejaba, tras un gesto de
despedida, cuando el hombre volvió a preguntar:
-¿Cómo te llamas?.
- Torcuato –respondió. Después
continuó su camino.
El día amaneció desapacible, el
cielo estaba empañado por una calina más propia de algunos días de verano. Al
atardecer, unas nubes negras se fueron acumulando en los picos de las sierras
que, aunque lejanas, se veían iluminadas por los relámpagos. La tormenta se
acercaba. Cuando ya creía que el hombre no acudiría a la cita, lo vio acercarse
por la alameda sólo. Torcuato percibió en su rostro el nerviosismo. Lo convidó
a tomar asiento sobre unos troncos cortados y Torcuato le habló:
-Dios te guarde. No te inquietes,
pues soy gente de paz y mi conversación no te obliga ni compromete en modo
alguno.
El hombre asintió en silencio.
Llevaban un minuto hablando
cuando Torcuato escuchó a sus espaldas unos ruidos sospechosos. Se dio la
vuelta con presteza y vio aproximarse un
grupo de legionarios. El hombre con el que hablaba, extrajo de su cinturón un
cuchillo e intentó herirlo. Lo había delatado.
Pero Torcuato esquivando el ataque, corrió hacia el puente para cruzar
el río. Los legionarios lo persiguieron pero, al llegar a la mitad, cuando
Torcuato ya había pasado a la otra orilla, una tromba de agua bajó de repente,
arrasando el puente y arrastrando a los soldados.
Así fue como se cumplió parte de
la profecía de Luparia. Torcuato moriría degollado meses después en las cuevas
de Face Retama y Luparia, enterraría su cuerpo bajo un olivo.
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